Un
cuento de Navidad:
los Sandovales
Por
Mempo Giardinelli
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Hace
ya muchos años, cuando regresé del exilio, golpeó
la puerta de mi casa en el Paso un pibe que enseguida se me convirtió
en una especie de ayudante de jardinería. Apenas me veía
llegar, batía palmas del otro lado de la verja y me preguntaba
si no tenía algún trabajito. Yo le encargaba pequeñas
tareas en mi modesto jardín: desraizar yuyos, colocar un tutor,
remover la tierra de los canteros. Se llamaba Hernán y digamos
que su apellido era Sandoval. Siempre descalzo y de ropas raídas,
tenía una expresión tristísima en la cara y la mirada
huidiza y desconfiada de los chicos que sólo han conocido el lado
malo de la vida. Era un pibe listo y silencioso que necesitaba ganarse
unas monedas haciendo esas que aquí llamamos changuitas. Siempre
me preguntaba si yo quería que volviese. Mi respuesta era afirmativa,
a condición de que nunca dejara de ir a la escuela. Ese era todo
nuestro diálogo.
Aquel primer fin de año, para Navidad, le ofrecí unas botellas
de sidra, un pan dulce y no sé qué más. Tomó
la bolsa de supermercado y salió corriendo sin decir gracias. Después
continuó viniendo todo el año y a la siguiente Navidad repetimos
el ritual. Un día le tocó cumplir con el servicio militar,
cuando todavía era obligatorio para los muchachos de dieciocho
años. Me sorprendí cuando lo supe, porque yo pensaba que
era mucho menor. Conjeturé entonces que habría sufrido alguna
forma de desnutrición. Le regalé unos australes (la moneda
de la época) y le dije que lo esperaba el año próximo.
Pero él jamás volvió al Paso y alguna vez alguien
dijo que era policía, o gendarme, en la Patagonia.
Meses después, una tarde se acercó una muchachita y me preguntó
si no tenía algún trabajito. Le dije que cortara unos yuyos
y desde entonces empezó a venir casi todos los días. Se
llamaba Noelia y tenía me dijo once años. Descalza y con
el vestidito rotoso, era la imagen misma de la desolación. Pequeñita
y magra, el resentimiento le cruzaba la cara como una sombra, como una
cicatriz virtual. Enseguida establecimos un rito vespertino: ella llegaba
después de la siesta, batía palmas, me pedía algún
trabajito, yo le daba una cucharita y le encargaba arrancar yuyos. Todo
duraba una media hora, al cabo de la cual ella tomaba una gaseosa o un
mate cocido, recibía unas monedas y salía corriendo, sus
patitas levantando polvo bajo las tardes incendiarias del eterno verano
correntino. Siempre respondió elusivamente a mis preguntas sobre
la escuela. Y al cabo de dos o tres años, dejó de venir.
Alguien comentó, en el pueblo, que se había ido de sirvienta
a Buenos Aires.
Entonces apareció Elio, que fue el que más tiempo estuvo
conmigo. Los mismos pies descalzos, las rodillas nudosas, la expresión
desconfiada y adulta tallada como a hachazos en los rostros niños.
Le calculé unos ocho años, pero él me dijo que tenía
trece. Por supuesto, para entonces yo sabía que eran todos hermanos.
Hoy sé que los Sandovales son once, aunque alguno en el pueblo
afirma que no, que son catorce. Todos con las expresiones duras de los
personajes de Rulfo, tristes como pibes pintados por Berni.
Elio fue el más trabajador y servicial: le gustaba lavar mi coche,
se metía en el jardín sin esperar que le encargara tareas,
a veces me ayudaba con la pala o en algún trabajo de la casa. Le
encantaba mi caja de herramientas y un día le enseñé
a manejar el taladro. Por supuesto yo le preguntaba por la escuela y él
me decía que le iba muy bien, que era buen alumno. Nunca le creí
del todo, pero al menos era un diálogo.
Hace dos años, cuando las cosas se pusieron tan difíciles
en la Argentina, de pronto Elio empezó a venir todos los días.
Se quedaba en el jardín, debajo del timbó que plantamos
juntos hace años y enseguida me dicuenta de que andaba mal, nervioso,
pero cuando intentaba hacerlo hablar él me rehuía. Y de
pronto dejó de venir.
Una de esas noches, poco después, escuché palmas del otro
lado de la verja y el que estaba ahí era Sandoval padre. Un hombre
acabado, destruido, aunque quién sabe si alguna vez alguien había
construido en ese cuerpo una persona. Podía tener cuarenta años
o setenta y una mirada feroz que metía miedo. Hedía a vino
barato y me pidió, de mal modo, que hiciera algo para sacar a Elio
de la cárcel. Lo habían detenido en Corrientes, acusado
de unos robos que, dijo Sandoval, no había cometido. Le prometí
ocuparme, pero me negué a darle el dinero que me exigió.
Al día siguiente hablé con una vecina que es jueza en Corrientes
y le pedí información sobre el muchacho. Hice lo mismo en
la comisaría del pueblo. Ambas fuentes coincidieron en la peligrosidad
de Elio y de todos los Sandovales: puros prontuarios, detenciones, condenas.
Cuando Elio reapareció, justo el 24 de diciembre del año
pasado, le pregunté si todo eso era cierto y él respondió
simplemente mirándose los pies descalzos. Le ofrecí hablar,
le pregunté cómo ayudarlo. Pero el silencio entre nosotros
era impresionante y vasto como la noche, era un abismo de clase el que
nos separaba. Su resentimiento y mi ridícula culpa no podían
dialogar.
Le entregué, como todos los años, la bolsa del súper
con las sidras, el pan dulce y unas latas de conservas. Los dos sabíamos
que no iba a volver nunca más.
Cuando a la semana siguiente, justo al empezar el nuevo año, robaron
en mi casa y entre los objetos desaparecidos estuvo mi caja de herramientas
con el taladro, me ganó la duda. Cuando hice la denuncia en la
comisaría y me preguntaron si tenía sospechas de quién
podía haber sido, vacilé un segundo, es cierto, pero preferí
no mencionar a Elio.
Anduve deprimido varios días, porque sabía que otros Sandovales
iban a aparecer. Y así fue, pero ahora vienen de a dos. La mayorcita
no parece ni de seis años aunque yo sé que ha de tener diez
o más. La otra es una gurrumina que aparenta cuatro, pero debe
tener ocho. Las mismas caras, el exacto y simétrico resentimiento.
Durante todo este año, tarde a tarde, han batido palmas y pedido
algún trabajito. Tarde a tarde, durante todo el año, les
he dicho que no. Pero en algo me traicioné yo mismo. Esta Navidad
van a estar del otro lado de la verja. Y se llevarán, nomás,
la sidra y el pan dulce de todos los años mientras nosotros nos
preguntemos, desolados, por qué esto, por qué.
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