Por
Patricia Lee Wynne *
La
mala suerte me persigue. País al que voy, declara el default. Durante
ocho años viví en Rusia. Vi agonizar la economía
planificada. Vi el vendaval capitalista pulverizar todo a su paso, arrasando
con salarios, fábricas y empleos. Vi estallar la burbuja financiera
en el default de 1998, y vi también que la vida sigue después
del default.
Un helado febrero de 1992, depositada en Moscú sin saber decir
ni hola, hice tres horas de fila para comprar un pedazo de carne cortado
con hacha o un pollo o un pescado congelado. Cuando llegó mi turno
no había quedado nada, pero tuve suerte: pude comprar una balanza.
Después quise comprar un lavarropas rudimentario, que se colocaba
en la bañadera del baño sostenido por una tabla, pero al
llegar al negocio me dijeron que no había. Luego vi a una señora
saliendo por la puerta de atrás con un lavarropas y descubrí
el ábrete sésamo de la agonizante economía planificada:
era cuestión de arreglar el precio con el encargado.
Cinco años después, Moscú era irreconocible. Me di
el lujo de comprar un Volvo sueco al precio de un Renault 6 usado en Argentina
y de conseguir una computadora portátil último modelo más
barata que en Miami.
El centro de Moscú, pálido y desteñido cuando llegué,
se pintó de colores. Moles de vidrio y cemento se erigieron entre
las cúpulas doradas de las iglesias. Los hoteles cinco estrellas,
como el Metropol, que había sido la sede del primer gobierno bolchevique,
cobraban tarifas más caras que en París. Los destartalados
Ladas, un modelo de Fiat que se dejó de fabricar en Europa en 1966
y que es el auto popular ruso, hacían lo posible por abrirse paso
entre los raudos Rolls Royce Moscú se convirtió en
el mayor centro de ventas del auto inglés en Europa Lexus
y Mercedes de lujo. Los hombres parecían uniformados con sus camisas
negras de Versace y las mujeres compraban pieles italianas y argentinas.
De pronto, la burbuja estalló. El país entró en default.
¿Qué pasó?
La timba financiera
La realidad es que la fiesta del capitalismo se vivía en Moscú
mientras que las regiones y las industrias morían. Rusia, o mejor
dicho, la reducida elite de jerarcas del Partido Comunista, contrajeron
una deuda similar a la argentina, 150.000 millones de dólares,
gracias a la benevolencia de los bancos occidentales. La deuda no fue
más que un asiento contable, pues el dinero nunca llegó
a las fábricas de Ekaterimburgo o a las minas de Vorkuta, sino
que se quedó en las cuentas privadas de Suiza.
Con un estado raquítico, incapaz de cobrar impuestos, se fue construyendo
una inmensa pirámide financiera para cubrir el déficit fiscal,
pagando intereses de hasta un 140 por ciento anual. La aspiradora financiera
se chupó hasta el último rublo, desangrando la economía,
mientras que el vendaval de la apertura al mercado mundial arrasó
con las fábricas. Ni pollos volvieron a nacer en Rusia. En algún
momento aparecieron en Vladivostok los famosos pollos de Mazorín.
Los jabones ahora son de Procter & Gamble, los textiles son chinos,
los televisores ya no son los Rubin que se rompían al encenderse
sino los Samsung coreanos.
Durante esos años, el gobierno de Boris Yeltsin logró el
espejismo de una moneda fuerte, pero porque el rublo casi no circulaba
en el país.
Cuando se elogiaba el paso de Rusia al mercado, el mercado casi no existía.
Un 70 por ciento de las operaciones comerciales se realizaban por trueque,
como en la época soviética: locomotoras por papas, tractores
por salchichas. Y los que debían recibir rublos en efectivo, los
asalariados, no cobraban desde hace seis meses o un año y entonces
no consumían. En lugar de mercado libre, lo que había era
una economía de autocultivo y autoconsumo. El primer día
de verano, los médicos y arquitectos de Moscú cambiaban
el bisturí o la pluma por la pala, para sembrar papas y pepinosen
sus dachas, unos metros cuadrados de tierra otorgados por
el estado, y así sobrevivir el resto del año. Un dato basta
para pintar la macabra crisis social que se apoderó del país:
los hombres rusos, que vivían tanto como los franceses o americanos,
morían a los 57 años en 1994 (los argentinos viven hasta
los 73).
Resumiendo, la catástrofe fue previa, y no posterior al default:
durante los noventa la producción cayó un 50 por ciento
y se fugó más dinero que todo el que entró por concepto
de deuda, unos 200.000 millones de dólares o más hasta 1998.
En marzo de 1998, ante la desesperante situación social, los mineros,
famosos por sus huelgas contra Mijail Gorbachov, cortaron las principales
arterias ferroviarias, paralizando por casi seis meses al país
más grande del mundo. Fue lo que se llamó la guerra
de los rieles. En julio, pleno verano ruso, los mineros de Vorkuta
bajaron desde el Artico hasta Moscú e instalaron su piquete frente
a la Casa Blanca del gobierno. Con los mineros bajo su ventana, el Primer
Ministro Serguei Kirienko no tuvo fuerza para aplicar el plan acordado
con el FMI. El 17 de agosto de 1998 Kirienko decretó el default,
suspendió el pago de los bonos de deuda publica, declaró
una moratoria de tres meses en el pago de las deudas privadas con el exterior
y dejó de defender al rublo, que cayó de 6 a casi 30 por
dólar en pocas semanas. Inmediatamente Kirienko renunció
y bajó a saludar a los mineros en su carpa. Se tomó un vodka
y les dijo: Tuvimos que optar entre pagarle a los acreedores externos
o a ustedes.
Sin lugar a dudas, el default tuvo un alto costo, pues el sistema financiero
colapsó y se congelaron los depósitos de la nueva clase
media de Moscú y San Petersburgo, que cobraron meses después
en devaluados rublos. Pero para la inmensa mayoría de esa Rusia
profunda de las estepas siberianas, del congelado Polo Norte, de las fábricas
de los Urales, el default fue un alivio, pues liberó alrededor
de 40.000 millones de dólares destinados al pago de la deuda que
le dieron oxígeno a la moribunda economía. En menos de un
año el gobierno regularizó los pagos salariales. En términos
nominales, los atrasos salariales llegaron en el 2000 a su punto más
bajo desde 1996 y en términos reales a su punto más bajo
desde fines de 1993. La cadena de pagos fue mejorando progresivamente
durante 1999, y el trueque se redujo de un 70 a un 26 por ciento de las
transacciones comerciales.
Hoy las fábricas han vuelto a trabajar y ha renacido el consumo.
La Bolsa subió un 30 por ciento este año, contra una persistente
caída del Dow Jones de Nueva York. Los nuevos rusos,
que sacaron cuantos dólares pudieron en la década pasada,
están trayendo su plata al país. La Shell ha anunciado una
inversión de 8500 millones de dólares en gas y petróleo.
Los yuppies moscovitas y extranjeros que se fueron en 1998 ahora vuelven.
En Moscú se reabren los bares y restaurantes que habían
cerrado, y los extranjeros vuelven a disfrutar otra vez de los placeres
de una ciudad con más teatros que Nueva York, con más conciertos,
óperas y ballets que cualquier otra ciudad europea. Los rusos no
creyeron en cuentos. En plena crisis, Domingo Cavallo viajó a Moscú
a instancias del FMI para proponer su medicina, la convertibilidad, pero
los rusos le dijeron: Niet.
Lo que pasó después es un hecho categórico: Rusia
empezó a crecer por primera vez en más de una década:
3.2 por ciento en 1999 (la producción industrial creció
8 por ciento), 8.3 por ciento en el 2000 y un 5.5 por ciento este año.
Se estima que el 2002 crecerá un 4 por ciento, contra un uno por
ciento de los Estados Unidos. Es decir, un crecimiento del 17 por ciento
en tres años, en el contexto recesivo de la economía mundial.
Ciertamente, Rusia se vio beneficiada por una circunstancia externa, pues
los precios del petróleo se triplicaron, dejando un superávit
de la cuenta corriente de mas del 18 por ciento del PBI en el 2000. Pero
el país no hubiera podido sacar provecho de esta circunstancia
si no hubiera sidopor el alivio que significó el default y la devaluación.
Así se vio obligado a reconocerlo Stanley Fisher, vicedirector
del FMI, en una conferencia realizada en la Escuela Superior de Economía
el 19 de junio de este año en Moscú: En retrospectiva,
el colapso del rublo y la eliminación de buena parte de la carga
de la deuda fueron probablemente instrumentales en los posteriores progresos
de la economía rusa. A confesión de parte, relevo
de prueba.
Esto no significa para nada que la economía no tenga problemas,
pero sí que experimentó un sorprendente crecimiento luego
de la caída de la década anterior, que contrasta con la
recesión a la que se dirige la economía mundial.
Rusia y Argentina tienen varias cosas en común: economías
altamente protegidas en el pasado, que se liberalizaron en los años
noventa a costa de un alto endeudamiento y que fueron, cada uno a su manera,
ejemplos mundiales de las transformaciones neoliberales: la Argentina
con las privatizaciones y la convertibilidad y Rusia con su terapia de
choque.
El costo fue similar: un gran descontento social y una grave crisis política.
El resultado también: Rusia entró en default y Argentina
está por anunciarlo. El presidente ruso Boris Yeltsin dejó
el cargo antes de cumplir su período, el 31 de diciembre de 1999,
casi a hurtadillas, y de la Rúa se fue a lo latino, estrepitosamente.
Como escribió el viernes el analista internacional del semanario
ruso Moskovskie Novosti comentando la situación argentina, la diferencia
está en que Cavallo hizo lo mismo que los liberales rusos, pero
no se decidió a seguir el camino de Kirienko: declarar el
default y pagarle a la gente.
* La autora fue corresponsal en Moscú desde 1992 hasta 2000.
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