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Yin y yang
El sexo curativo

Antiguas tradiciones chinas, arraigadas en el taoísmo, han desarrollado la sexología terapéutica más completa que existe. Cientos de posiciones perfectamente codificadas, en las que el hombre puede sanar a la mujer, o la mujer al hombre.

Por Sandra Russo

China, año mil antes de Cristo: reina la dinastía Zhou. Por primera vez, alguien deja constancia escrita de los conceptos de yin y yang, la teoría de la dualidad relacionada. Los chinos ya hace siglos que retozan alegremente, buscando en el intercambio con el sexo opuesto la energía equilibrante. Esos textos fueron más tarde destruidos, durante la represiva dinastía Qin, pero la clase dominante siguió perfeccionando el arte de la alcoba, observando, observándose y completando los conocimientos de la medicina popular, que para algunas dolencias prescribía posturas sexuales, ejercicios y lapsos precisos en los que era recomendable contener el orgasmo. Fue hacia el año 600 de esta era que, en plena dinastía Tang –la Edad Dorada de China– ese saber confluyó con el taoísmo y los chinos dieron rienda suelta al sexo curativo, que todavía hoy se practica y es curiosamente interesante.
El taoísmo aumentó notablemente la popularidad de las nociones de yin y yang. La filosofía taoísta, lejos de reprimir la sexualidad, la estimuló y la promovió. Parte de la premisa de que todo contiene y se equilibra mediante su opuesto polar, el cual es mutuamente dependiente. Decir que el yin simboliza la energía femenina, la tierra, la luna, la absorción, lo oscuro, lo parejo, lo calmo, el invierno o la fuerza mental, o que el yang representa la energía masculina, el cielo, el sol, el rechazo, lo brillante, lo desparejo, el júbilo y la fuerza física, no deja de ser una simplificación. Porque si se habla de sexo curativo y si se tiene en cuenta que cada ser humano, cualquiera sea su sexo, guarda en sí yin y yang, la cuestión será internarse delicadamente en el encastre de energía que arma cada pareja, y saber cómo y cuándo cada uno puede procurarle al otro, y procurarse a su vez, lo que le falta.
En su libro Sexo que cura: el poder del yin y el yang (Alamah Visual), Zaihong Shen, una antropóloga cultural experta en tradiciones chinas, da un pantallazo de la sexualidad taoísta y sus recetas, muy alejadas de los simples “climas” o juegos preliminares que indican los sexólogos occidentales. Aquí, según la dolencia, hay determinada cantidad de impulsos del pene en la vagina, determinada cantidad de rotaciones, un número preciso de movimientos, a veces repetidos durante diez o quince días, y casi siempre llegando al borde del orgasmo pero sin abandonarse a él. El “chi”, la energía vital que el hombre y la mujer pierde en la eyaculación o en el clímax, debe ser retenida para que el propio organismo la reconvierta y la reutilice como más le sea necesario. Hay posiciones y ejercicios para que la mujer ayude al hombre a superar ciertos dolores o enfermedades, y otros beneficiosos para que los hombres ayuden a las mujeres. Entre estos últimos, es interesante la reflexología en la zona vaginal: los chinos creen que algunas partes de la vagina responden energéticamente a otros órganos.
Entre los primeros taoístas divulgadores de esta filosofía, cuenta la historia o la leyenda –que ya tiene al menos 3000 años– que hubo tres mujeres: Su Nu, o la Dama Elemental; Hsuan Nu, o la Dama Misteriosa; y Tsai Nu, o la Dama Indecente. Las tres vivieron en la época del Emperador Amarillo, el nombre mítico de Huang Ti, considerado el padre de la medicina popular china. El florido lenguaje que desde hace siglos cultivaesta tradición para referirse al cuerpo humano, y la altísima precisión de sus prescripciones, permite por ejemplo descubrir que “libélula” o “lustrina” significa que el hombre introduzca el pene 2,5 centímetros en la vagina de la mujer. Que “botón de trigo” significa que llegue a introducir 5 centímetros. Que “ratón perfumado” implica una penetración de 7,5 centímetros. O que para la “Roca mixta” se requieren 10, y para la gloriosa “semilla de grano”, 12,5.
Además de tener en cuenta, por ejemplo, el clima (si hay tormentas eléctricas o hace mucho frío o hay eclipse lunar, el sexo no es recomendable), el taoísmo también hace hincapié en estados de ánimo que no conviene intentar cambiar mediante un coito, sino que es conveniente despejar primero con un paseo o con un recreo en la pareja: ir a la cama enojados o con cualquiera de los cinco tipos de cansancio que describe el libro de Shen impedirá que el yin y el yang interactúen correctamente.
En cuanto a las posiciones, los taoístas tenían tal inclinación por el arte recreativo del sexo, que además de haber investigado cómo obtener el yin del yang y viceversa, codificaron un sinnúmero de posiciones sexuales, y en cada una de ellas se especifica si es mayor el placer masculino o femenino, si es conveniente recurrir a ella para gozar o para llegar al orgasmo, si los movimientos que inspira inclinan a la lascivia o a la ternura, e incluso si una posición es mejor para el principio de un encuentro sexual o para su meseta. Los nombres de esas posiciones son poéticos y, sin verlos, como sí sucede en la Guía de Shen, en la que a cada una le corresponde una fotografía explicativa, sugieren cuerpos entrelazados a la manera de la grulla, el pez, el conejo acicalándose, el movimiento de la tortuga, la cigarra de lado, el simio, el salto del tigre, el perro en otoño, el gato y el ratón, el águila remontando una roca, o la cabra y el árbol.

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Por Rodrigo Fresán

Despertarse

Pedro Calderón de la Barca es categórico: “La vida es sueño”. Novalis, sin embargo, introduce la posibilidad de la duda: “Nuestra vida no es un sueño, pero debería serlo y tal vez así acabe siéndolo”.
En cualquier caso, miles de páginas se han dedicado al acto de dormirse (al irse a ese otro planeta como escapándose de éste, al desaparecer sin desaparecer en el infinito rectángulo de nuestras camas), pero lo cierto es que, quién sabe, el verdadero placer está en despertarse cuando una pesadilla nos muerde los talones y nos enreda las sábanas.
Todos los días salen nuevas noticias científicas en cuanto a la progresiva parcelización y loteo del cerebro: aquí está la envidia, allá el deseo sexual, más abajo las fantasías mesiánicas. Para Borges, “los sueños son el género; la pesadilla, la especie”, y teoriza que tal vez cuando tenemos una pesadilla estamos, literalmente, en el infierno. En cualquier caso, las pesadillas están en todas partes porque las pesadillas se nutren de todo aquello que pensamos o que piensan los otros. Hay clásicos universales: descubrir que en las alturas olvidamos cómo se hace para volar, los dientes se caen, estamos súbitamente desnudos y rodeados de personas, viene una ola gigante, etc. Lo ocurrido el 11 de setiembre en las Torres Gemelas de Nueva York tenía –ahora que lo pienso– la textura perfecta de una pesadilla colectiva, porque las pesadillas son los efectos especiales de nuestro inconsciente y de vez en cuando aparece alguien con ganas de llevarlos a la pantalla grande o a la pantalla chica.
Y están las pesadillas particulares que se nutren a partir de nuestras más oscuras y privadas realidades: esos corderos que contamos despiertos y que se convierten en lobos apenas cerramos los ojos, esos sueños technicolor (por más que, aseguren, viren a blanco y negro a la hora de los dulces o amargos sueños) que no demoran en teñirse de sombras expresionistas. Dorothy, en El mago de Oz, invierte la ecuación: vive en blanco y negro y sueña en colores, pero, ah, la felicidad de volver a despertarse en esa crepuscular Kansas lejos de todos esos dorados y amarillos y verdes de Oz.
Si se lo piensa un poco, hasta los mejores sueños acaban siendo pesadillas porque, al despertarnos, descubrimos que no eran verdad. Hace poco soñé que George Harrison, sin conocerme, me dejaba 10.000.000 de dólares de su herencia. El sueño tenía esa inmediata calidad verosímil de todo sueño. Fui feliz por unas horas o unos minutos (¿quién puede asegurar cuánto dura un sueño?) y despertarse fue, sí, una pesadilla.
Por eso propongo ese exquisito y raro y fácil placer del sufra antes y disfrute después. Tener una pesadilla terrible y vencerla con el solo hecho y el mínimo esfuerzo de abrir los ojos en el instante preciso en que todo parece perdido para siempre. Cada vez que nos despertamos de una pesadilla, no sólo experimentamos el alivio de que no sea cierta sino que, además, vencemos a nuestro retorcido otro yo. Hemos ganado una batalla privada, pero, al mismo tiempo, mucho más trascendente que cualquiera de esas que cada tanto arman los poderosos para gastar municiones.
Entonces, despertarse es como volver a vivir y seguir viviendo en una realidad que puede ser dramática, pero, al menos, no es producto o culpa nuestra.
Hay excepciones, claro: leí en alguna parte que a los prisioneros del campo de concentración de Auschwitz, cuando tenían malos sueños, nadie se atrevía a despertarlos. Nada podía ser peor con los ojos cerrados que tener los ojos abiertos. No se equivocaban: la vida, en ocasiones, es pesadilla.

 

 

 

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