Por Luciano Monteagudo
Es paradójico, pero mientras
el país se desmoronaba hacia una de sus peores crisis políticas,
económicas y sociales, el cine argentino vivió durante 2001
un año de insólita bonanza, en cantidad y, sobre todo, en
calidad. Si de números se trata, como sugiere todo balance, los
48 largometrajes estrenados durante esta temporada -.que incluyen no sólo
films de ficción sino también una buena cantidad de documentales
marcan una cifra casi record, muy cercana a las 54 películas que
llegaron a estrenarse exactamente medio siglo atrás, en el mítico
1951, que sigue recordándose como una fecha axial para el cine
argentino.
Claro, el contexto es completamente distinto al de aquella época,
pero aunque hoy ya no existe, como entonces, una industria
del cine argentino, con un sistema de estudios con la capacidad de producción
y la regularidad de una fábrica, el cine de corte industrial que
ahora funciona motorizado por el poder voraz los multimedios tuvo
una excelente performance en la boletería, con El hijo de la novia
al tope de las recaudaciones del año. Con casi un millón
cuatrocientos mil espectadores, la película producida por Adrián
Suar y dirigida por Juan José Campanella se ubicó en el
primer puesto del ranking, por encima incluso de las producciones extranjeras
(léase Hollywood), que suelen hegemonizar históricamente
el mercado. Aunque sin llegar a esa cifra, La fuga, una producción
de Telefé dirigida por Eduardo Mignogna, también estuvo
entre las diez películas más vistas del año.
No deja de ser significativo que empresas que venían de hacer productos
tan mediocres e impersonales, tan dirigidos crasamente a la mera especulación
comercial, como Comodines o La furia, por citar ejemplos emblemáticos
de Pol-ka y Telefé, hayan decidido este año respaldar proyectos
de un profesionalismo y una ambición incluso muy distinta a la
de sus predecesores. Es que el piso básico de calidad
del cine argentino parece haber subido unos cuantos escalones y salvo
productos por completo subsidiarios de su éxito televisivo, como
el fenómeno Chiquititas ya no parecerían aceptables,
ni siquiera en términos de boletería, películas que
no estén en condiciones de garantizar un mínimo standard
de factura.
Más allá de la repercusión popular que tuvieron varios
de los estrenos de esta temporada, 2001 será recordado, sin duda,
como el año de La ciénaga, el excepcional film de Lucrecia
Martel, que luego de su celebrado paso por la Berlinale se impuso en todo
el circuito de festivales internacionales como punta de lanza de la impactante
renovación formal y generacional del cine argentino. En términos
de boletería, al film de Martel producido por Lita Stantic
y protagonizado por Graciela Borges y Mercedes Morán no le
fue mal: los 120.000 espectadores que consiguió con apenas 20 copias
demostraron que también hay un público para el cine argentino
de riesgo. Pero el mérito mayor de La ciénaga está
en el film mismo, en el rigor y la complejidad de su puesta en escena,
en la precisión y riqueza de su lenguaje, en su capacidad de reflejar
justo en el trágico 2001 la profunda decadencia del
país.
La ciénaga es, también, una opera prima en un año
en el que, significativamente, la mitad de los films estrenados estuvieron
a cargo de realizadores debutantes, que le abren un nuevo camino de expresión
al cine argentino. Allí está para probarlo La libertad,
de Lisandro Alonso, un film de búsqueda, absolutamente fuera de
norma, que desde su paso por el Festival de Cannes (donde también
estuvo Bolivia, de Adrián Caetano) integró la primera línea
de fuego del cine internacional. Asimismo, fueron reveladores los estrenos
de No quiero volver a casa, de Albertina Carri (la presencia masiva de
mujeres detrás de la cámara es un hecho a tener muy en cuenta),
Sólo por hoy, de Ariel Rotter, y el estupendo documentalSaluzzi,
de Daniel Rosenfeld, todos directores primerizos. El Festival de Buenos
Aires, a su vez, dio a conocer en abril pasado un puñado similar
de operas primas Vagón fumador, de Verónica Chen;
Sábado, de Juan Villegas, La fe del volcán, de Ana Poliak;
Modelo 73, de Rodrigo Moscoso; Bonanza, de Rossell y Tambornino, entre
otras que todavía no llegaron al circuito comercial, pero
que ya estuvieron en festivales de todo el mundo y contribuyeron a confirmar
que algo nuevo y fuerte está pasando en el cine argentino.
Esta ola, por su parte, fue dejando atrás a directores veteranos
como Héctor Olivera, Eliseo Subiela, Bebe Kamin, Santiago Carlos
Oves y Juan Carlos Desanzo. Todos ellos también estrenaron sus
películas éste año, sin lograr repercusión
en el mercado local o internacional. De hecho, los films que más
viajaron y que lograron insertarse mejor en las carteleras del exterior
(hubo una docena de estrenos en Europa y cuatro en los Estados Unidos,
algo infrecuente) fueron precisamente los títulos de la nueva generación,
realizados en su mayoría con escasos recursos, o películas
de gran producción, pero de expresión personal, como Plata
quemada, de Marcelo Piñeyro.
En manos de José Miguel Onaindia, el Instituto Nacional de Cine
y Artes Audiovisuales (Incaa) volvió a tener, como en el 2000,
una administración ordenada, abierta al diálogo y dispuesta
en la triste medida de las circunstancias a cumplir con los
pagos de créditos y subsidios. El fallecimiento del subdirector
del organismo, Roberto Tato Miller, trabajador incansable
del cine nacional, y el destino incierto del Instituto luego del abrupto
recambio político, hacen temer la pérdida de una continuidad
de gestión que sería fundamental para que el cine argentino
siga siendo en el 2002 la extraña paradoja que fue en el 2001:
una fuerza vital en medio de un país quebrado.
Lo que vendrá
Estas son algunas películas listas para estrenar en 2002.
Todos juntos, de F. León.
La caja negra, de L.
Ortega.
Historias mínimas,
de Carlos Sorín.
Todas las azafatas van
al cielo, de Daniel Burman.
H.I.J.O.S., el alma en
dos, de Carmen Guarini.
Samy y yo, de E. Milewicz.
Potestad, de César
DAngiolillo.
Vidas privadas, de F.
Páez.
Afrodita, de F. Solanas.
Un día de suerte,
de Sandra Gugliotta.
Ciudad de María,
de Enrique Bellande.
La cruz del sur, de Pablo
Reyero.
El oso rojo, de A. Caetano.
El bonaerense, de Pablo
Trapero.
Nadar solo, de E. Acuña.
Como un vendaval, de
Christian Pauls.
Natural, de Marcelo Mangone.
La televisión
y yo, de Andrés Di Tella.
Ceibo y taba, de S. Calori.
Yo no sé qué
me han hecho tus ojos, de Sergio Wolf.
Shh, de Pablo Agüero.
Código postal,
de Roberto Echegoyenberri.
El cumple, de G. Postiglione.
Che, un argentino del
siglo XX, de Luis Altamira.
Sueños atómicos,
de Omar Quiroga.
El juego de la silla,
de Ana Katz.
Mi fiesta de casamiento,
de Horis Muschietti.
B (corta), de David Bisbano.
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Onaindia ya dijo adiós
Un grupo de cineastas y periodistas especializados pidió
ayer a las nuevas autoridades de la Secretaría de Cultura
y Comunicación la continuidad de José Miguel Onaindia
al frente del Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales, pero
el funcionario ratificó que renunció al cargo de manera
indeclinable. Me siento muy halagado por la actitud de la
gente del cine en general, pero renuncié el sábado
pasado y mantengo mi renuncia, dijo Onaindia al ser consultado
ayer por la tarde por Página/12. El ex funcionario contó
que se reunió el lunes con la flamante secretaria de Cultura,
María Teresa González Fernández de Solá,
para hacerle una reseña de su gestión, sin que le
ofrecieran la continuidad. Voceros oficiosos del nuevo gobierno
indicaron que existe la idea de ofrecerle a Leonardo Favio el puesto
de interventor o bien una asesoría, pero el asunto no está
cerrado. El apoyo a la hipotética continuidad de Onaindia
llegó a través de sendas cartas firmadas por el grupo
Proyecto de Cine Independiente (PCI) y la sección local de
la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica
(Fipresci). Los realizadores y periodistas destacaron la honestidad,
transparencia y compromiso con el cine de su gestión.
Deseamos por este medio expresar nuestro apoyo a la gestión
y creemos imprescindible considerar su continuidad en el cargo por
lo menos durante este período de transición, hasta
la asunción del gobierno que surja después de las
elecciones del 3 de marzo, dice la carta de realizadores como
Daniel Burman, Martín Rejtman, Lucrecia Martel, Mercedes
García Guevara, Pablo Trapero, Fernando Spiner, Juan Villegas,
Andrés Di Tella y Eduardo Milewicz. Lo que ahora la
prensa mundial llama el despertar del cine argentino
está estrechamente ligado a la íntima comprensión
del fenómeno por parte de Onaindia y a las medidas con las
que lo ha avalado, puntualizaron.
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Argentinos, a la luna
El director Fernando Spiner terminó de rodar Adiós,
querida luna, una comedia absurda acerca de un grupo de astronautas
argentinos que viajan al espacio para destruir la luna. Tras su
debut con una compleja opera prima, La sonámbula, en que
la estética futurista se combinó con los vericuetos
espacio-temporales de un guión firmado por Ricardo Piglia,
Spiner adaptó una obra teatral del escritor y cineasta Sergio
Bizzio que abunda en disparates. Es una película que
habla mucho de nosotros y de la argentinidad, pero en clave risueña.
Es una comedia romántica de ciencia ficción, una historia
muy argentina, cuyos protagonistas son tres astronautas de barrio,
explicó Spiner. Mientras se prepara para encarar la posproducción,
el cineasta y director de televisión también piensa
en otro proyecto, El hombre caballo, una película que filmará
en Francia en base a la parábola de la oveja perdida y al
cuento Aballay, del escritor mendocino Antonio Di Benedetto.
Adiós, querida luna es una adaptación de una
obra de teatro de Bizzio que leí hace dos o tres años
y siempre me gustó, señaló el director
del policial televisivo Bajamar, quien convocó
a Alejandro Urdapilleta, Gabriel Goity y Horacio Fontova para personificar
a los astronautas. El núcleo de la historia parte de la teoría
de un astrónomo que atribuye a la influencia de la luna el
grado de inclinación de la Tierra y advierte que si el satélite
desapareciera, el planeta se enderezaría y, de esa manera,
se podrían controlar el clima y fenómenos meteorológicos
como las lluvias. A partir de esa especulación científica,
un gobierno argentino decide mandar a tres astronautas al espacio
con la loca misión de destruir la luna: su primera acción
es disparar un proyectil que destruye una parte importante de su
superficie. Pero ante las airadas quejas de otros países
de la comunidad internacional, el gobierno se hace el desentendido,
niega su responsabilidad en el envío de la expedición
y, como si no supiera nada del tema, abandona a su suerte a los
astronautas y los deja a la deriva en el espacio. Los hechos no
guardan relación con la Argentina de diciembre del 2001.
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