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El suicidio
Por Rafael A. Bielsa

Mis tías abuelas, las de Esperanza, solteras y con una imperecedera fragancia a lavanda y a cirios pascuales sobre sus camisas de dormir, habían extirpado de su lenguaje el nombre “Lisandro de la Torre”, porque se le había ocurrido suicidarse, ofendiendo de este modo a Dios. Yo era un chico, pero el hecho de que alguien se quitase la vida me perturbaba emocionalmente, al tiempo que sentía respeto por el acto. Me parecía que alguien podía perfectamente devolver cuando quisiera lo que no había pedido, en lugar de esperar como un convicto que se lo quitaran cuando no estuviera dispuesto.
Si eso era pecado, trataba de explicarles a mis tías, sería porque Dios no deseaba despoblar prematuramente la tierra, y sólo buscaba disuadir con la amenaza, y si era cobardía, requería de la suficiente dosis de coraje como para que Dios sintiera inclinación por el indisciplinado. Mi tía Maruca, mi tía Mercedes, o Adelina o Quiqui, meneaban la cabeza, no me contestaban porque ese era un tema no apto para niños, pero jamás dejaron caer el nombre propio del “solitario de Minas” de sus labios.
En otros tiempos solía pensarse que el suicidio era al menos atendible si estaba unido al amor juvenil. Hoy se sabe que el índice de suicidios concretados crece con la edad y alcanza el pico entre los cincuenta y cinco y los sesenta y cinco años. Los jóvenes, eso sí, son los que más lo intentan, con un vértice entre los veinticinco y los cuarenta y cuatro. Que un joven consiga suicidarse es un hecho que merece atención.
Hemingway se mató de viejo, el 2 de julio de 1961, después de apoyarse su escopeta Boss de dos cañones en la cabeza y apretar ambos gatillos a la vez. Decía que amaba Africa, los toros, la pesca de altura, las guerras, el boxeo y las fiestas. Era como decir que él era un tipo duro; iba a tener problemas a medida que dejara de serlo. Si algo tienen en común los suicidios es que están precedidos por una crisis indecorosa, equívoca y atormentadora; el futuro suicida suele creer que se ha liberado de todos los nudos, pero en realidad está en caída libre.
Sylvia Plath, una de las más célebres poetisas norteamericanas del siglo XX, después de haber convocado a la muerte obsesivamente en sus poemas, bajó a la cocina, selló la puerta y la ventana con paños, abrió el horno, metió la cabeza y giró la llave del gas. Tal vez no quiso suicidarse, tal vez quiso pedir auxilio a su modo y algo salió mal. Tal vez fue un intento por saltar fuera del círculo aflictivo donde la había expatriado su poesía.
El hombre que decide cometer suicidio da por abolido su pasado, acepta su quiebra y declara adulterados sus recuerdos. La continuidad de su vida interior se ha roto, resta tallar su ataúd a mano y una ruptura final que perpetrar. Fabián Polosecki, el inolvidable conductor de “El otro lado” y “El visitante”, dos programas de televisión que contaban por ATC historias de gente desconocida y marginada, se tiró debajo de un tren el 3 de diciembre de 1996. Después de que la televisión le levantara sus programas, él levantó el de su vida. En uno de los programas del primer año de “El otro lado”, Polosecki le pregunta a un maquinista qué siente alguien que no puede parar a una locomotora que está a punto de atropellar a un agobiado. El maquinista le confiesa que el punto más complicado es la estación de Santos Lugares; las cámaras muestran ese punto de las vías, el que elegiría Polo tres años después. “Hay algo peor que la angustia de la página en blanco –supo decir–, algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.”
Matías Bello entró a las 9.50 de la mañana del 3 de diciembre de 2001 en el Palacio Municipal de Tandil, con un pistolón con pedido de secuestro marca Centauro, calibre 12 chico, bajo una campera oscura que le quedaba holgada; en los bolsillos tenía cuatro cartuchos más. Junto al director de Prensa comunal, convocó a una rueda de periodistas. A las 10.25 dijo a los presentes: “La historia que les voy a contar es relativamente normal. Después, si quieren, pueden ser testigos de cómo termina”. Luego de 20 minutos de monólogo, finalizó: “Hasta acá es lo grabado. Lo siguiente sigue, si quieren, en vivo...”. Salió de la sala, con soltura encaró la puerta del despacho del intendente, entró y se sentó en su sillón.
Bello había estado ocho meses preso por robo en el ‘95. Cuando salió, el intendente tandilense le dio un trabajo como peón de Parques y Paseos. Al año, fue efectivizado en la planta de personal. Con su primer ingreso alquiló una casa, y a los 500 pesos de sueldo le añadía lo que lograba trabajando de tarde como electricista. Formó una familia y tuvo un hijo. “Había mejorado muchísimo mi situación económica”, relató a la prensa; “alquilaba, tenía un auto, tenía dos tarjetas de crédito, tenía crédito en todos los comercios de Tandil”. Ahorró, y decidió cambiar el auto.
“Fui a una agencia, me gustó uno, lo compré y lo llevé a casa”, contó. Cuando se bajó, cuatro personas le pusieron un revólver a cada lado de la cabeza y dos en la cintura. Estaba sospechado por el crimen de Juan Antonio Cano. Al doctor José Luis Piñeiro, juez en lo Criminal y Correccional, debió revelarle que a la hora del homicidio él estaba con una mujer con la que mantenía una relación paralela. Su esposa lo echó de la casa.
Así las cosas, Matías Bello se fue a Ushuaia; tallaba a mano su ataúd. Volvió cuando la mujer le contó que la niña que le había dejado en el vientre posiblemente fuera a nacer con problemas. No tenía trabajo, y sí deudas y grandes intereses por pagar; aproximadamente 20.000 dólares. Consiguió empleo, esta vez en Vialidad, primero como peón en la calle y luego como electricista con sus propias herramientas en el área municipal. Le embargaron el sueldo y pidió al Municipio una casita para cuidar como sereno.
Sus amigos contaron que Matías había contraído HIV mientras estuvo preso, y que responsabilizaba a la Policía de muchas de sus penurias, por tener prontuario. Vivía una crisis indecorosa, equívoca y atormentadora. Sentado en el sillón del intendente, el 3 de diciembre de 2001, sacó de entre sus ropas el pistolón y lo dirigió hacia su boca. El secretario privado del intendente hablaba con él cuando llegaron el subsecretario de Gobierno y efectivos uniformados de la Policía Federal, a los que se sumó el director de Vialidad. “Ya no hay marcha atrás”; tal vez quería pedir auxilio a su modo. Aceptó un cigarrillo, dio una pitada, cerró los ojos, y se voló media cabeza. El respaldar del gran sillón contuvo el cuerpo en su última sacudida. Tenía 26 años.
El suicidio, un acto privado, fue hecho público por un acongojado que se había visto obligado a revelar su vida íntima para no arruinar lo que quedaba de ella. Aquellos que lo molestaban parándolo por la calle, allanándole la casa, poniéndolo en evidencia frente a los vecinos, llegaron como heraldos azul noche para abrirle las puertas del más allá. Si la máxima autoridad de gobierno no tiene medios como para dar un techo a una persona, dijo, entonces es porque no tiene autoridad. Por eso salpicó al poder con su propia sangre.
Mis tías abuelas no hubieran pronunciado en adelante el nombre “Matías Bello”. Pero estoy seguro de que hubiesen rezado por su alma; para mí, demasiado tarde ya.

 

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