Por Julián
Gorodischer
Sabía que la Argentina
le deparaba un destino de mesero, o empleado de cementerio. En las tumbas,
él grababa leyendas o dibujos, a pedido. Siempre lo señalaron
por su vocación oscura, como darkie londinense a quien todavía,
a los 26, le dura la pasión adolescente por The Cure, una de las
bandas que se llevó al reality. En Mar del Plata, Diego Plotino
se vendía al trabajo que menos le gusta: modelar para
las fotos. Después de tres meses, el encierro valió la pena
y concretó la atípica (¿única?) variante local
de progreso ilimitado: ganar dinero en la tele. Sólo que la debacle
repercute, y le cambia la cara al sueño argentino concretado en
la pantalla: El Bar 2 paga en patacones.
Es el campeón, como diría Solita..., anunció
Andy Kusnetzoff, y el ganador levantó el brazo. Diego se tomó,
después, la cara con las manos y empezó a temblar. El animador,
con sonrisa fija, acusó: Pero vos dormiste todo el tiempo.
Este no es el paisa o el negro de Gran Hermano
2, heroicos vencedores que reciben el premio a la virtud
de ser bueno o ser paisano. Diego desplegó otros atributos: le
dicen el mago negro, por ser un poco enigmático y callado.
Otra participante, Sabrina (Love) le puso el mote después de verlo
siempre en los márgenes, tramando en silencio. Seduce para
escalar, lo había definido, después de caer ella también
en la redada. Juntos estrenaron ese sello descontrolado que marcaría
a todo el ciclo. En la fiesta inolvidable de la primera noche,
bailaron, se emborracharon, y terminaron juntos en la cama. Al mago
negro se le atribuyó, desde el principio, un uso aberrante
de sus ojos azules, una puesta en escena de la belleza física (ese
valor superficial, diría Sabrina) para especular con mejores
posiciones. Nunca entraría, sin embargo, en esa trama de descargos
y acusaciones que el reality tanto valora. La réplica no es su
juego.
Los medios me dan una apertura... la gente te conoce y sabe si tenés
talento para algo, dijo Diego en el último día, cuando
quedó consagrado con más del 60 por ciento de los votos
telefónicos. El ganador se incluye en esa rama autoconsciente de
algunos participantes de realities. Son aquellos que, tras la fundación
de Eduardo Nocera (de El Bar), llegan a la tele como vía
para mostrar un atributo. El de Diego fue la música: ya en el casting,
que se televisó el miércoles, entonó un estribillo
de Oasis. En la casa se arrinconaba a tararear con su guitarra. Entendió
que el directo de 24 horas podía exceder la mera mostración
de lo cotidiano (las rutinas en la cocina y en el baño) para transformarse
en lo que Popstars el reality de Azul que dio origen
al grupo Bandana llevaría al extremo: un casting de nuevos
talentos para conocer con lupa y en período intensivo.
Para tal fin, El Bar 2 aportó lo suyo y allanó
el camino: le preparó el videoclip de un tema propio (Culpando
al viento, junto a la modelo Claudia Albertario) y hasta planificaba
organizarle un recital en el mismo bar de San Isidro. Junto a los estímulos,
la tribu de groupies empezó a hacerse más grande. Tuve
que dar 200 picos en una noche, se sinceró el galán
de turno.
La tele desafía al mundo, al país, a la caída de
un presidente, y en medio de los saqueos El Bar 2
siguió con sus votaciones y sus banquillos, aunque tuvo el decoro
de acercarles una TV a los participantes. Diego nunca creyó, como
sí suele pasar dentro de las casas de la TV, que su metafísica
giraba en torno a la salida de Lucho o Tamir. Se alejó voluntariamente
de la previa, y mantuvo la mirada perdida. Pensaba, lo dijo,
en el departamento que se compraría con los 100 mil, y El
Bar 2 lo hizo posible. Gracias a todos por creer todavía...,
dijo él sobre el final, como si el suyo hubiera sido un verdadero
acto electoral, un honorable momento cívico que lo consagró
a pesar de la debacle.
Lo que viene ya no involucrará a los cientos de votantes, que quedarán
afuera del proyecto del mago negro. El nunca entregaría
el premio a un comedor de niños (como había prometido el
demagogo Nicolás, su rival dentro de la casa). A lo sumo, además
de la vivienda, tratará de emular ese sueño argentino en
plena crisis, el negocio que le habilitó la plata y le devolvió,
según dijo, la alegría: un bar propio.
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