Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


En la doble cara del Colón estuvo lo mejor y lo peor

Una excelente programación, unida al caos administrativo,
fue el signo del teatro oficial.
Las sociedades privadas trajeron grandes orquestas pero el dato saliente del balance �clásico� son los nuevos nombres argentinos.

�La Carrera del Libertino� de Igor Stravinsky subió a escena en una puesta memorable.

Por Diego Fischerman

El Teatro Colón tuvo, durante este año, un rostro doble. Por un lado, una de las mejores temporadas operísticas de los últimos tiempos y una programación de la Orquesta Filarmónica de gran interés, sumada a espectáculos como las Aventuras de Ligeti o el Varieté de Kagel que rompieron la rutina en varios aspectos. Por otro, un caos casi permanente cuya consecuencia más notable (aunque no la única) fue el hecho de que durante todo el año no cobrara ningún artista argentino (salvo los que, como Gabriel Garrido y sus músicos, muchos de ellos residentes aquí, fueron contratados en el exterior).
La discusión acerca de si correspondía o no adecuarse a los recortes presupuestarios que fueron achicando no sólo la vida cultural sino el conjunto del país, terminó paralizando a la dirección de Sergio Renán. Las palabras con las que el secretario de Cultura definió la situación (“lograr que el Colón sea un instrumento privilegiado de la política de la secretaría”) y con las que Renán calificó su falta de independencia (“la programación la hace Hacienda; en este esquema un director a lo sumo propone”) definieron el conflicto que terminó con el alejamiento de quien había ocupado por tercera vez el mando del teatro y el posterior nombramiento del escenógrafo Emilio Basaldúa junto a una comisión asesora cuyo integrante estrella será Martha Argerich.
Esta pianista, precisamente, protagonizó un festival de gran impacto, convirtiéndose en personaje (más que en música) a lo largo de un maratón en que la calidad musical (salvo en las ocasiones en las que fue ella la que tocó) estuvo por debajo de la trascendencia social. Algunos de los conciertos con entrada gratuita, más las clases magistrales, provocaron un verdadero aluvión que, junto con el éxito logrado por el proyecto El Colón x 2 Pesos, donde se presentaron varios de los mejores grupos de cámara argentinos (entre ellos el notable Cuarteto Buenos Aires), demostraron que el mundo de la música que el mercado denomina como clásica está lejos de ser ese universo elitista y exclusivo que el prejuicio (y cierta historia) supone.
Entre las visitas extranjeras, las más destacadas estuvieron en el campo de la música sinfónica, donde Zubin Mehta, al frente de la Filarmónica de Israel, volvió a aparecer como una figura de importancia, más allá de sus proyectos comerciales junto a los 3 Tenores. La Scala de Milán con Riccardo Muti, la Filarmónica de Nueva York con Kurt Masur y la orquesta de Pittsburgh con Mariss Jansons completaron un menú deslumbrante en el que, sin embargo, los repertorios fueron demasiado previsibles. En ese sentido, lo mejor estuvo en el terreno del Colón en el que, desde la apertura con Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk de Shostakovich –con dirección de Mstislav Rostropovich y puesta de Renán–, la imaginación y la calidad de las versiones tuvieron la delantera. El magnífico Orfeo de Monteverdi dirigido por Gabriel Garrido y con Víctor Torres como protagonista, la imaginativa puesta de Jerôme Savary de Cuentos de Hoffmann de Offenbach, la deslumbrante Carrera del libertino de Stravinsky, con régie de Alfredo Arias, dirección de Stefan Lano y actuaciones magníficas de Deborah York, Paul Groves, Samuel Ramey y Victoria Lievengood, actuaciones como las de Cecilia Díaz en Norma de Bellini o Virginia Tola en Cuentos de Hoffmann, el brillo y el ritmo de La Viouda Alegre de Léhar, marcaron el nivel de un año dedicado por el marketing de las fechas redondas a Verdi y en el que, no obstante, los títulos verdianos estuvieron entre lo más flojo. Attila es, ya en esencia, una ópera de gran pobreza musical y la figura de Samuel Ramey no podría jamás haber sido suficiente para salvarla. Falstaff, en cambio, es una obra genial pero lo estereotipado de la concepción del ya legendario Renato Bruson, la falta de ensayos y las dificultades con las que se topó el director teatral Alberto Félix Alberto como para poder trabajar con alguna profundidad, la hicieron naufragar en la indefinición dramática. Jordi Savall volvió a Buenos Aires, esta vez con una suerte de pansefardismo imaginario de poco rigor musicológico pero gran belleza musical. Otros que no abrevan demasiado en el estilismo son los italianos de Il Giardino Armonico, que cultivan una especie de barroco disparatado y enloquecido en el que las ornamentaciones de un movimiento lento de Vivaldi pueden aproximarse peligrosamente a “Casta Diva”. También llegaron a Buenos Aires los músicos de la London Sinfonietta, que abrieron el ciclo de música contemporánea del Teatro San Martín. En esa suerte de mini festival uno de los puntos fuertes fue, sin duda, el Concierto Anónimo, en el que se tocaron obras especialmente encargadas a compositores argentinos sin que se supiera sus nombres hasta una semana después. En dos polos estéticos sumamente distintos entre sí se destacaron la composición de Mariano Etkin y la de Martín Matalón.
La tarea de Juventus Lyrica, que presentó algunos programas sumamente atractivos (se destacó Mavra de Stravinsky junto a Gianni Scicchi de Puccini) y de grupos como la Selva Vocal e Instrumental –que conduce Andrés Gerszenzon y que presentó para la Scala de San Telmo una versión musicalmente brillante de El Descenso de Orfeo a los Infiernos de MarcAntoine Charpentier– muestran asimismo un recambio generacional y un semillero en el que nombres como los de los directores Emiliano Greiszentein y Alejo Pérez Poilleaux (que condujo a la Filarmónica en un programa dedicado exclusivamente a obras contemporáneas) son ya un dato inevitable.

 

PRINCIPAL