Alguien que toque,
por favor
La partitura de la tercer moneda no es necesariamente mala,
pero la agarró gente que no sabe leer música, y por
eso suena a mamarracho, dice un economista que mezcla academia
y despacho en su currículum. Si uno de los aludidos es David
Espósito (que no escribió Naranjo en flor), ya fue
obligado a bajar la tapa del piano. Es decir: si va a haber una
tercer moneda, tendrá que saber quien la emita para qué
la inventó. Puede lanzarla como un shock reactivante, pero
procurando minimizar su eventual depreciación. Algo así
como el patacón: aplacar la sed de liquidez, sin por eso
inundar la economía. Otra posibilidad es que se quiera deliberadamente
depreciar la tercer moneda para que funcione como una devaluación
oblicua (bajando el ingreso de quienes se vean forzados a aceptarla,
empezando por los empleados públicos). En uno y otro caso,
habría una regla de emisión, gobernada por el emisor
del argentino (el gaucho, el puntano o como se llame). Pero decir
que se devolverán depósitos en la nueva moneda, y
encima que se la computará al valor que tenga en el mercado,
es entregarle al público la llave de la política monetaria
y marchar alegremente a la hiperinflación. Equivaldría
a fabricarla en una economía que, en realidad, ha destruido
casi todas las formas de dinero, salvo el dólar billete (el
golpe final lo asestó Domingo Cavallo con el corralito),
y por ende se aferra a los bienes. En esta situación, propensa
a la híper, lo único que hace falta para desatarla
es confiarle al sector privado la manivela de la maquinita, como
ocurría en 1989, también a través del sistema
bancario, vía tasas pasivas. Sin embargo, ¿se está
a tiempo de evitarla?
Desintegrada la recaudación impositiva (es un dato elocuente
y terrorífico que durante diciembre haya caído en
la ciudad de Buenos Aires un 46 por ciento), no parecen quedar escapatorias.
Mientras el presidente promete un millón de puestos
de trabajo (se supone que son meros subsidios de desempleo)
y anular la quita del 13 por ciento en las jubilaciones, en la realidad
tendrá que decidir muy pronto si opta por ajustar el gasto
público a los recursos, o por emitir gruesos fajos de argentinos
para suplir los pesos que no recaude. En el primer caso, el jocundo
presidente provisional arriesgaría un caos estatal, precisamente
cuando intenta políticas que requieren mucho Estado. Pero
si convalida monetariamente el déficit, serán los
contribuyentes, en esta gigantesca corrida contra la
DGI, quienes decidirán cuánto se emite.
Rodríguez Saá heredó, al asumir, dos corralitos:
en uno berrea el sistema bancario; en el otro, el mercado cambiario.
Pero hasta ahora sus cerebros económicos no han sabido descifrar
las instrucciones de uso de esos dos regalos dejados por los iluminados
Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo: el freezer financiero
y el control de cambios. Ahora bien: suponiendo que los empresarios
son personas temerosas de Dios y súbditos de la ley, el superávit
comercial (menos cierto déficit en servicios) ingresará
al sistema financiero local, dado que los exportadores están
obligados a liquidar las divisas, y éstas se les convertirán
en depósitos cautivos en la jaula bancaria. ¿No será
pedirles demasiado a cerealeras, petroleras, petroquímicas
y siderúrgicas? Que traigan los dólares, los vendan
a un peso y en pago reciban un saldo en cuenta.
Con algún optimismo podría confiarse en que los exportadores
trampearán en cierta medida (subfacturando, aduciendo haber
prefinanciado la venta, o hasta contrabandeando), pero que el grueso
quede cautivo en la red institucional. La historia puede avalar
este optimismo, ya que la salida de capitales fue mucho mayor en
las épocas de libertad cambiaria (Martínez de Hoz,
Cavallo, Roque Fernández) que en las de control de cambios.
Pero esto no significa que esta vez sea igual: la exportación
está en manos de grupos y multinacionales que concentran
mucho poder, y frente a ellos hayun Estado de ínfima capacidad
administrativa y un Gobierno extremadamente frágil. ¿Podrá
éste imponer la ley y asegurar que se cumpla? Difícilmente,
sobre todo si esa ley no se somete a los intereses de los sectores
de capital concentrado. Todo a lo que puede aspirar este presidente
es a una humilde negociación.
¿Pero cómo negociarán los justicialistas con
la banca, el otro gran poder concentrado, sin arriesgar la propagación
de otro cacerolazo desestabilizador de la clase media, dueña
de los depósitos que se chupó el sistema? La corrida
bancaria latente, que se mantiene reprimida detrás de las
vallas colocadas el 1 de diciembre, fue desatada por la insolvencia
de los bancos, cuyos activos (créditos al sector privado
y títulos estatales) valen en verdad mucho menos que sus
pasivos (depósitos del público). ¿Cuál
es la fórmula capaz de resguardar el negocio de los banqueros
sin expropiar a los depositantes? Si la idea es ir tirando, dejando
todo más o menos como está, ¿quién proveerá
la inyección crediticia imprescindible para que la economía
despegue? Es, salvando las distancias, el síndrome japonés:
un país que no crece hace diez años porque no logró
sanear su banca, infestada de malos créditos.
Alternativas técnicas hay unas cuantas, pero todas consisten
en trucos para bajar el valor de los pasivos (depósitos)
para igualarlo al de los activos (créditos), salvando así
a los bancos cuyo saneamiento es indispensable para la economía
a costa, de una u otra forma, de una clase media que, dicho sea
de paso, carece hoy de un partido político que represente
sus intereses. Apenas le han quedado los enseres de cocina. ¿Bastarán
como arma para evitar la expropiación que, tarde o temprano,
consensuarán Gobierno y banqueros? Estos, por ahora, se conforman
con evitar que el populismo saádico con reminiscencias
de la cleptocracia a la que se refirió Emilio
Cárdenas, actual jefe del HSBC local, en los inicios del
menemismo como rasgo de aquel régimen, del que fue poco después
embajador ante la ONU les transfiera el problema. Esto significa
que los banqueros no permitirán que, para financiar sus ambiciones
políticas y su clientelismo, un grupo de caudillos de provincia
y sus socios sindicales fabriquen una inflación descontrolada,
con masiva devaluación paralela, que vuelva definitivamente
incobrables los activos bancarios. Del otro lado del mostrador,
la gente que se quedó con los ahorros atrapados en los bancos
reaccionó hasta ahora volteando un Gobierno sólo porque
no le permitieron disponer de su plata y teme difusamente algo peor.
¡Pero qué no podrá hacer cuando alguien le informe,
efectivamente, que deberá despedirse de la mitad de su posesión
monetaria, o cualquier otra proporción!
La total indefinición sobre el sistema financiero, fuera
del delirio de resolverlo todo a golpe de emisión de fiduciario,
profundizó el abstencionismo impositivo. Es el voto en blanco
o impugnado, trasladado a la DGI, que ésta fomentó
de manera suicida desde hace meses con sus torpezas, compartidas
por Economía. Una de éstas consistió en olvidar
que debía sancionarse la prórroga del impuesto a las
Ganancias, que expira el próximo lunes. Ante ello, las empresas
dejaron hace meses de ingresar los anticipos de ese gravamen. Eso
sucedía, por ejemplo, mientras Cavallo clamaba por el déficit
cero, cepillando sueldos y jubilaciones. ¿Hay derecho a tanta
inoperancia?
Según algunos economistas, todo aquello para lo cual históricamente
se decidía devaluar el peso provocar una brusca contracción
económica, que frenaba abruptamente las importaciones y corregía
así el déficit de divisas, haciendo reaccionar luego
la economía por la inyección de dólares que
se conseguía con el superávit externo fue logrado
esta vez sin necesidad de devaluar. Hay un parálisis de antología,
las importaciones se derrumbaron, la sangría de la deuda
cesó por el default. Si es que la Argentina tiene un problema
de competitividad y necesita devaluar paraavizorar algún
futuro, hoy, al concluir el 2001, no parece la cuestión apremiante,
gracias a que con esta depresión cualquiera puede despreocuparse
del balance de pagos. El incendio está en otros dos frentes.
Uno es el fiscal, porque la recaudación se disuelve. Otro
es el bancario, donde el engendro bimonetarista de Cavallo colocó
una bomba que nadie sabe cómo desactivar.
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