Por Felipe Yapur
Cuando se disparó el
primer proyectil de gas lacrimógeno desde la esquina de Hipólito
Yrigoyen y Entre Ríos, ya hacía media hora que el salón
de ingreso al Congreso Nacional ardía. Veinte minutos después,
con marcada parsimonia, llegó un camión de bomberos. El
fuego fue controlado mientras afuera, sobre la calle, una docena de manifestantes
continuaba entonando consignas contra la dirigencia política y
contra la policía. Estaba amaneciendo. Finalizaba así el
primer cacerolazo para el presidente Adolfo Rodríguez Saá:
¿Estará todavía sonriendo?, se preguntó
un hombre de uno 50 años con el torso desnudo y una bandera argentina
atada a su cuello a la manera de una capa.
La manifestación que tomó el Congreso fue un desprendimiento
de aquella multitud que copó la Plaza de Mayo poco antes de la
medianoche. Hasta allí, hasta la Casa de Gobierno había
desembocado la gente indignada, la gente que coreaba el nombre de Carlos
Grosso, José María Vernet, Víctor Reviglio, José
Luis Manzano y Matilde Menéndez. A todos ellos los repudiaban:
chorros, ladrones, corruptos, eran los calificativos más benévolos
que se escuchaban.
La mayoría era de clase media que se entusiasmaba con esta experiencia
participativa y mucho más cuando alguien entonaba el himno nacional.
Cada tanto, cuando alguien gritaba la cana, se producía
una corrida. Pero no pasaba de allí.
Que se vayan todos. No queremos más políticos gritó
una joven madre mientras su hijo jugueteaba en su cochecito con una cuchara.
Si se van todos, ¿quién gobierna? le preguntó
Página/12.
(Silencio.)... Hay nene, vos también querés que uno
sepa todo se defendió la mujer para continuar golpeando dos
ajetreadas tapas de ollas.
Hasta ese momento, la medianoche, la Plaza de Mayo era una fiesta donde
se desgranaban los pedidos y reclamos de los manifestantes: Con
chorros como Grosso, Reviglio y Vernet en el gobierno. ¿Qué
podemos esperar? Se enriquecieron con nuestro dinero, con mi plata,
gritaba un enfurecido hombre que movía con fuerza y odio las vallas
que lo separaban de la Casa Rosada. A su lado, una cuarentona vestida
de elegante sport, con la piel tostada y unos furiosos ojos celestes,
abandonaba su postura para gritar casi hasta la afonía su reclamo:
La plata, la plata tiene que estar de vuelta. Quiero que me devuelvan
mi dinero, gritaba sin cesar mientras se acomodaba cada tanto su
cabellera. Cuando se calmó, se acordó de la Corte Suprema:
Esos chorros no quieren que los bancos me devuelvan mi dinero.
Todos gritaban su bronca, el único contento era el vendedor de
agua mineral: En 15 minutos vendí las 30 botellas que traje,
repetía al que le pedía una botella salvadora.
Cuando la represión se desató, la multitud corrió
en todas las direcciones posibles. Algunos utilizaron las diagonales para
escapar de las nubes de ardientes y lacrimógenos gases mientras
se transmitía a los gritos la consigna vamos al Congreso.
Atrás, en la Plaza, la pelea entre un grupo de jóvenes y
la policía continuaba. En las paredes de la Casa Rosada quedaban
intactas las huellas de la bronca: Ladrones, corruptos,
se repetían con trazo apurado. Otra pedía la libertad
de Emilio Alí y de los presos por luchar.
El camino al Parlamento fue tranquilo con cánticos y reflexiones
de varios de los manifestantes: ¿Se acuerdan? Perón
dijo que el pueblo saldrá a la calle con los dirigentes a la cabeza
o con la cabeza de los dirigentes. En la Avenida de Mayo a diferencia
de la plaza, ya no se escuchaban tantos reclamos por la imposibilidad
de extraer dinero de los bancos. Las quejas estaban centradas más
que nada en la política y en los políticos. Una vez en el
Congreso, la gente se abalanzó a las escalinatas al grito de Argentina,
Argentina. Otro, no menor, tomó el monumento ubicado justo al frente
del Parlamento. La policía observaba desde la esquina. Con unos
pocos gases lacrimógenos logró dispersar a la multitud que
abandonó a las corridas las escalinatas del Congreso. Los efectivos
tomaron la entrada al edificio pero sorpresivamente, a los pocos minutos
abandonaron el portal. Y la gente regresó. Esta vez con más
furia. Un pequeño grupo comenzó a golpear las grandes puertas
de hierro que están unidas por una pequeña cadena que no
tardó en ceder. Para ese entonces, la policía prácticamente
había desaparecido.
Cuando ingresaron al Congreso, los jóvenes se hicieron de paneles
que suelen utilizarse para las exposiciones que se realizan en el edificio.
Una a una comenzaron a rodar por las escaleras para formar parte de una
gran fogata. Adentro, el edificio que hasta ese momento estaba a oscuras,
comenzó a resplandecer por las fogatas que se realizaron con las
cortinas. Hay que quemarlos a todos estos hijos de puta, gritó
un muchacho de no más de 20 años mientras destrozaba el
vidrio de las puertas que permitían el ingreso al Salón
Azul, contiguo al de Pasos Perdidos y el recinto de diputados. Algunos
confundieron unos pesados sillones con las bancas de los legisladores:
Acá se sientan los chorros, decían mientras
un inmenso sofá comenzó su caída por las escalinatas.
No pudieron ingresar más adentro porque finalmente reapareció
la policía que, con gases, desalojó el Congreso y la Plaza.
Estaba aclarando, cuando apareció por fin un camión de bomberos.
Lentos y meticulosos hasta el hartazgo, los bomberos desenvolvieron las
mangueras para luego dirigirse a apagar el fuego. Una docena de manifestantes
permanecían en la calle custodiados por una guardia policial. Cantaron,
por enésima vez el himno, y continuaron golpeando unas ruinosas
cacerolas. Poco a poco el sol iluminaba el cielo. En las calles, las fogatas
recién apagadas humeaban, había terminado la primera jornada
de rebelión durante el gobierno provisorio de Rodríguez
Saá.
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