Por Cristian Alarcón
Paula Simonetti es quizás
una de las más afortunadas manifestantes del 20 de diciembre. Cayó
herida durante la revuelta que terminó con el gobierno de la Alianza.
Cuando sintió una punzada en el pecho, por una candorosa conciencia
de lo humano, creyó que se trataba de un perdigonazo de goma y
no de un tiro. Paula fue internada y asistida, y finalmente volvió
a hablar y a recordar. Su novio, un estudiante de periodismo de TEA, fue
quien, después del susto, rescató de los médicos
la cartera que llevaba. Revisó sus cosas. No faltaba nada: había
algo de más. Incrustada en el walkman había quedado la otra
bala que la policía disparó para asesinarla, una bala que
si no hubiera dado en el walkman, la habría cruzado de lado a lado,
con perfecta puntería. Porque si hay algo que a diez días
de la masacre es innegable es que los hombres de la Policía Federal,
de uniforme o de civil, dispararon apuntando selectivamente a sus víctimas.
Así se desprende de una investigación de Página/12
que buscó, en el medio del caos posterior a la matanza, a los sobrevivientes,
a los familiares, a los testigos. A las historias de aquellas horas nefastas
de la tarde del jueves que pueden dar una dimensión más
real de la locura de la muerte.
Todos salieron de sus casas convencidos de que había que tomar
la calle, plegarse a la rebelión, una revuelta que, por uno u otro
motivo, no soportaban ver por TV. Ya la noche anterior, la de los cacerolazos
y el comienzo de la represión, Gastón Riva, motoquero de
30 años, casado con María Mercedes Arena y padre de Camila,
de 8, de Agustina, de 3 y de Matías, de 2, había estado
ante la pantalla sintiéndose afuera, deseando salir a protestar,
a pedir que cambiara el modelo. La verdad es que habría que
hacer un poco de ruido, se dijeron Gastón y María
en esa última cena, que siempre era tarde. Gastón era motoquero.
Tenía una Honda CG 125. Con ella salía de su departamento
en Flores a las siete de la mañana, para trabajar hasta las cinco
y media. Entonces volvía a su casa, jugaba un rato con los chicos,
comía algo con María, y otra vez, desde las siete y hasta
las once de la noche, a la moto, esta vez a repartir pizzas. Había
estudiado psicopedagogía y era incansable trabajando, hacía
ya tres años, en su Honda. Fue uno de los despedidos de Somisa.
María todavía recuerda que Gastón había salido,
a sus 18, fotografiado en el diario durante la marcha histórica
que vino desde San Nicolás a Buenos Aires.
El jueves Gastón se fue con ganas de darse una vuelta por la plaza.
Habló por teléfono con María a las 11. Ella se dio
cuenta de lo que quería hacer y le dijo que no hiciera lío.
Pero supo que él iría adelante, con sus compañeros.
Así fue.
El primer motoquero
Fernando Rico, un estudiante de Filosofía de la UBA, de 29 años,
estuvo desde poco después de las tres en la esquina de 9 de Julio
y Avenida de Mayo. Había salido en micro desde Ramos Mejía,
donde vive. Cuando llegó eran las dos y media. Había unas
20 personas tirando piedras y diez o quince policías del otro lado.
A la hora ya era un caos, unos sesenta motoqueros y mucha gente,
unas tres mil personas por Avenida de Mayo, hacia el Congreso, y cientos
en la esquina, cuenta a Página/12. Alrededor de las 15.30,
la policía se replegó repentinamente hasta Tacuarí.
Los motoqueros empezaron a arengar y abrir camino. Avanzaban como un frente
motorizado hacia el cordón policial, abriendo paso a la manifestación
que deseaba acercarse a la plaza, raleada con los gases desde la mañana.
Avanzaron y avanzaron todos los de atrás. Vamos, vamos,
gritaron una y otra vez. Y fueron. Entonces, cuando estaban en la boca
del lobo, dispararon. Intentamos dominar esa primera cuadra. Y cuando
lapolicía viene, viene con todo, con gases, con perdigones, con
balas. Ahí es donde matan al primer chico.
Era Gastón.
Francisco Yofre, presidente del Centro de Estudiantes de Filosofía
y Letras de la UBA, también estaba entre los que corrían
por la Avenida intentando recuperar el espacio perdido ante el avance
policial. Corría detrás de las motos, apenas a unos metros,
cuando vio a un chico de remera negra que se caía hacia la derecha
mientras avanzaban, a mitad de cuadra, entre Bernardo de Yrigoyen y Tacuarí.
La respuesta por parte de la policía fue clara, nos recibieron
con todo tipo de disparos, como si fuera una invasión extranjera
que tenían que eliminar. Francisco vio, cuando iban, que
cayó alguien. Le extrañó: no imaginó jamás
que lo habían bajado de un tiro. Dice que iba acompañado.
Que llevaba a alguien atrás. Lo cierto es que continuó corriendo
como otros cientos en malón armado de piedras hacia la policía,
que parecía que iba a volver a retroceder. Hasta que largó,
sin aviso, cuando los tenía cerca, la artillería de gases
y balas. Al volver, las motos pasaban haciéndoles finitos a los
de a pie: fue cuando algunos vieron a Gastón Riva en el piso. Primero
lo atendió un chico flaquito, dicen. Después vino
uno de traje. Al de traje lo ubicó casi casualmente este
diario: era el empresario Julio Urien, que le practicó los masajes
de rigor para que respirara e iba a subirlo a su auto cuando apareció
una ambulancia. Junto a otros, entre ellos Fernando Rico -que todavía
tiene la campera de jean manchada de sangre, lo subió a una
ambulancia del SAME.
La bala en la bota
Fernando, el testigo que habla sobre los caídos, sintió
un dolor leve en una pierna cuando retrocedía en una de esas idas
y venidas contra los azules. La pierna comenzó a temblarle. Cruzó
al césped entre Bernardo de Yrigoyen y la 9 de Julio y comprobó
que un plomo le había cruzado el jean, tenía una herida.
La bala, que debe haber pegado de rebote, cree, había caído
como una semilla en su bota de gamuza y aún la tiene. Dice que
le dolía, pero podía caminar. La represión era un
jueguito de avanzar y retroceder ante la violencia cada vez
más feroz de la cana. En uno de esos escapes, doblando por Bernardo
de Yrigoyen hacia Constitución, vio que varios se acercaban a un
chico tirado en el césped del cantero central. Miraba con
los ojos al cielo, iba de short y zapatillas y tenía un tiro justo
en el medio del pecho.
Ese chico, según pudo comprobar Página/12, era Diego Lamagna,
de 26 años, el mismo que apareció fotografiado al día
siguiente en la tapa de Clarín. La hermana de Diego, Karina, se
entrevistó esta semana con el nuevo presidente. Pero además
de esa visita institucional en la que pidió justicia, Karina recorrió
nuevamente el lugar donde cayó su hermano. Muchos le dieron vuelta
la cara y no quisieron hablar. Una chica muy joven, vecina de la esquina
de Bernardo e Hipólito Irigoyen, le dijo la verdad: ella vio cómo
a su hermano le disparaban desde un Palio blanco, le contó a este
diario un vocero del CELS.
Los testigos de la muerte de Carlos Almirón, Petete,
militante del Movimiento de Desocupados 29 de Mayo de Lanús y colaborador
de Correpi, todavía no declararon. Pero los abogados de la organización
contra el gatillo fácil ya tienen la versión de que murió
en la misma esquina que Lamagna, a pocos metros, cuando había quedado
casi ciego por una bomba de gases que le cayó muy cerca. A esa
altura ya se había perdido de los amigos con los que había
llegado desde Lanús, donde fue enterrado el domingo acompañado
por 500 personas que no cesaron de gritar Carlos Almirón
¡Presente!. El cortejo fue aplaudido por los vecinos que habían
cerrado casas y comercios por el aviso que había dado la bonaerenseminutos
antes de que pasara el cortejo con los carteles de la militancia de Petete.
A diferencia de Almirón, Diego Lamagna, de 26 años, no participaba
en actividad política alguna. Tenía sí, una profunda
conciencia de lo injusto. Y por eso salió a las tres de la tarde
de la casa donde vivía con su madre en Sarandí. Tomó
el colectivo 24 y, se calcula, alcanzó a estar muy poco tiempo
en la manifestación. Los investigadores lo llaman el ciclista,
porque era un biker consumado: desde niño se dedicaba a saltar
en bicicleta. Solía viajar por el país haciendo demostraciones
y daba clases de ciclismo volador a los chicos de su zona. Su caso tiene
cierto parecido al de Gustavo Daniel Benedetto, el joven de 23 que salió
casi a las tres de la tarde de su casa en La Tablada después de
enfurecer ante el televisor viendo cómo reprimían y de intentar
que algún amigo lo acompañara a la Plaza a la que nunca
llegó porque había sido raleada por la montada y los carros
lanzaagua. Por el tiempo que tardó en cruzar la ciudad en colectivo,
recién había llegado cuando lo mataron a sangre fría.
Fue en el incidente del HSBC. El es el chico de short azul y remera blanca
al que este cronista vio el jueves caer en Avenida de Mayo al 630.
Un grupo se había embelesado con tirarle piedras al frente vidriado
del lugar después de que pasó un patrullero. Entre dos personas
arrancaron un cartel, el del nombre de las calles y cargaron contra el
tercer panel de vidrios a la entrada. Nadie tenía armas, pero desde
adentro entre cuatro y cinco hombres de civil abrieron fuego con armas
cortas. Se bajaron los cargadores, dice Fernando Rico, que
miraba desde la esquina sur de Chacabuco. Los testigos coinciden en que
Gustavo estaba parado frente al banco, casi en la vereda del lado opuesto
de Chacabuco, cuando se escuchó la descarga, que provocó
una estampida. Algunos vieron que Benedetto alcanzó a correr unos
20 metros y cayó boca abajo. Tiene un disparo que ingresó
por la nuca, cerca del lóbulo izquierdo, sin orificio de salida.
Según le informaron a la familia, los peritos no encontraron la
bala que lo mató. Por eso se ha ordenado una segunda autopsia.
El peronista y el rasta
Hubo varias maneras de matar el día de la masacre. Hubo heridos
que acusan haber sido fusilados desde las motos que supuestamente sólo
disparaban gases. Hubo los que vieron a sus asesinos de civil, de frente,
apuntándoles a la cabeza. Y los que intentaron correr y les dieron
en la nuca. Así ocurrió con Martín Galli, el chico
que había venido desde Matanza con su amigo Leonardo. Eran casi
las 18.30 cuando conversaba con Toba, el hombre que le salvó la
vida, en la esquina de Sarmiento y 9 de Julio, justo al lado del acceso
a los estacionamientos subterráneos de la avenida cuando desde
una camioneta 4x4 un hombre de civil le disparó con un arma corta.
Leonardo recuerda que vio la camioneta, un auto verde y uno rojo, y bajando
desde la todoterreno un pie que se apoyó en el asfalto, fogonazos,
el sonido de los tiros. Entonces corrió, dio dos zancadas y desapareció
en la boca del estacionamiento. No calculó que serían casi
seis metros. Pero sólo se esguinzó una pierna.
Página/12 pudo ubicar esta semana a otros dos testigos clave de
lo ocurrido en esa esquina, el lugar donde fue fusilada la última
de las víctimas del 20, Alberto Márquez, 57, vendedor de
seguros, militante justicialista de San Martín, padre de tres hijos.
El abogado Claudio Pandolfi vio a la policía de civil disparar
de dos coches, una 4x4 color claro y un Palio blanco. Pandolfi sostiene
que eran agentes, no sólo por la pericia al bajarse, apoyar sus
abultados abdómenes contra los autos y los brazos sobre los techos
para disparar, sino porque cuando el Palio tuvo que salir de raje
puso la baliza en el techo para abrirse paso. Lo que hace pensar
que los Palio o eran varios o el mismo desde el que mataron a Lamagna
no perdía el tiempo. Pandolfi recuerda cada momento comouna fotografía:
sobre todo al hombre que apoyado en su auto, con un arma corta disparó
contra el pecho de Alberto Márquez y la cabeza rasta de Martín
Galli. Vi dos heridos de bala en el piso: el rasta y uno que convulsionaba,
era mayor, de 45, 50 años, con su mujer que lo tenía entre
los brazos, los llevó un hombre mayor que iba en un auto.
Luego, él también corrió y saltó hacia el
estacionamiento subterráneo. Quedó colgado con las manos
un momento y amortiguó el golpe al caer. No tiene la pierna enyesada
como Leonardo.
La mujer a la que vio Pandolfi sollozar con el cuerpo de Márquez
entre los brazos no es su esposa, sino su amiga de décadas, otra
abogada, Susana González. Su esposa también estaba. Márquez
había salido con ella, Susana y un amigo, como lo había
hecho la noche del cacerolazo. Llegaron tarde, alrededor de las cuatro.
Ya se iban. De pronto hubo un breve combate en la zona del Obelisco, de
esos avances y retrocesos, y Alberto se asomó, caminando sobre
la calle, para ver. Entonces se escucharon gritos: tírense
al suelo que la policía está disparando. El
alcanzó a volver sobre sus pasos, pero cayó herido de rodillas
y luego sobre mis piernas. No solo él sino otro chico, rasta, a
cinco metros. Después vi un auto blanco que iba hacia el Obelisco,
le contó González a este diario.
El testimonio de Pandolfi coincide también con lo de Leonardo y
Toba, el hombre que auxilió a Martín Galli. Susana no puede
quitarse de encima esa imagen final, su amigo yéndose moribundo
en un auto bordó que los auxilió en el medio de la masacre.
Ella quedó temblando, pensando que las balas podían volver
y entonces, como arrastrándose entre los maceteros de esa esquina,
trató de irse por la calle Perón. Era imposible, seguían
con los gases, y tirando balas. Entonces volvió sobre la
avenida y pudo alejarse por Sarmiento, hacia Callao. Como todos los amigos
y familiares de los caídos tardó horas en saber dónde
había quedado Alberto. A esas horas es que terminó la matanza,
la de las últimas horas del gobierno anterior y las primeras del
nuevo gobierno.
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