Del embarazado al ausente
No quiere estar en el parto
Cuando tenía un día y medio de atraso no pude más
y me hice el Evatest. No tuve necesidad de ir a comprarlo. Ya lo había
comprado dos meses antes, cuando con Fernando decidimos dejar de cuidarnos.
Fue un acto de revancha, ése. Cualquier mujer que ha ido a comprar
un Evatest con sudor frío corriéndole por la espalda, maldiciéndose
por haberse olvidado de llevar el diafragma a la cita o por no haberle
insistido lo suficiente al tipo para que se pusiera el forro, guarda un
recuerdo amargo de ese momento, que no está de más borrar
con el gesto decidido, esperanzado y con gusto a almíbar de quien
le pide al farmacéutico un test de embarazo no con espanto sino
con ilusión. Estoy segura de que todos los farmacéuticos
saben perfectamente si una mujer espera una o dos rayas sólo con
observar el rictus tenso o el gesto medio bobalicón con el que
se les pide el Evatest del otro lado del mostrador.
Esa noche fue perfecta. Puse tres platos: uno para Fernando, otro para
mí y otro para el Evatest. Después nos dormimos abrazados,
sintiéndonos una diminuta célula de la sociedad. Y aunque
el test es seguro cuando da positivo, hice lo que toda embarazada debe
hacer con sus dos bellas rayas. Se las llevé a la obstetra. Ese
fue el primero de mis desencantos con Fernando: no me acompañó.
Me dijo que tenía un día muy complicado, y que después
de todo, lo que yo necesitaba saber en esa consulta podía preguntarlo
sola. Obvio que podía preguntarlo sola. Pero yo esperaba que desde
un principio los dos enfrentásemos ese embarazo como un bloque
compacto y compartido.
A la siguiente consulta, un mes más tarde, vino, y también
a la siguiente y a la siguiente. Pero yo notaba que en esas visitas Fernando
se incomodaba. Me aconsejó cambiar de obstetra porque ésta
nos hacía esperar una hora promedio. Por supuesto que admito que
los médicos que te hacen esperar una hora promedio son una pesadilla,
pero temo, como todo el mundo, que los que no te hacen esperar sean novatos
o tengan pendientes juicios por mala praxis. Fernando tenía toda
una teoría sobre el saber médico y el manejo del poder en
la clínica (creo que leyó algún apunte de Foucault),
todo muy interesante pero para la charla de la sobremesa: con un embarazo
de cinco meses no hay teoría que valga. Una quiere ponerse en manos
del Papa.
Y allá por el sexto mes, cuando la obstetra empezó a hablarnos
de los grupos preparto, Fernando mostró la hilacha. Volvíamos
a casa en el auto y me dijo: Vida, yo si querés te acompaño,
pero no voy a ser de mucha utilidad. Me parece una payasada eso de estar
ayudándote a pujar. ¿Porque yo esté ahí soplándote
puf puf en la oreja vos vas a pujar mejor?. Le dije: Lo de
vida, te lo guardás. Y si no querés, no vengas.
Vino. Yo veía a los otros tipos involucrados, embarazados. Tenían
hipo, antojos, engordaban, charlaban sobre marcas de pañales, goteaban
ternura, todos. Fernando no dejó en ningún momento de ser
el marido de una embarazada que estaba haciéndose un doloroso hueco
en la agenda para prestarse a la boludez de arrodillarse atrás
de mí y aprender a abrazarme para, llegado el caso, ayudarme a
respirar más relajada cuando las contracciones se hicieran dolorosas.
Una tarde nos pasaron un video de un parto. Todos los hombres estaban
tan impresionados como las mujeres con esa escena sangrienta y un poquito
asquerosa que sin embargo los inflamaba de dulzura. Fernando no. A él
no le parecía dulce, solamente le parecía asquerosa.
Esa noche me dijo:
Vida, si vos querés yo voy al parto. Si es importante para
vos, yo estoy. Le contesté:
Pero debería ser importante para vos.
Me replicó:
Si es por mí, prefiero quedarme fumando en la sala de espera.
A mí la sangre me impresiona.
Le retruqué:
Pero no es sangre de verdad. Es la sangre del nacimiento de tu hijo.
Me dijo:
No va a ser menos mi hijo porque yo no esté allí viendo
lo horrible que es un parto.
Le escupí:
Un parto no es horrible. Un parto es un parto. Y todos los hombres
que presencian el parto de sus hijos dicen que es la experiencia más
maravillosa de sus vidas.
Me cortó:
Ellos pueden decir lo que quieran. Pero un parto es algo tan importante
que tengo que ser sincero. Y voy a disfrutar más la voz de la enfermera
diciéndome en la sala de espera su hijo ya nació
que estando ahí viendo cómo un bebé sale por un agujero
tan chiquito.
Me indigné:
¿Y por qué vos deberías disfrutar este parto
mientras yo voy a estar ahí partiéndome en dos y sintiendo
cómo el bebé sale por ese agujero tan chiquito que dicho
sea de paso es mi propio agujero?
Después de esa conversación ya no insistí. ¿Para
qué quiero que venga si en lugar de darme apoyo va a darme jaqueca?
Vos te lo perdés, le digo, tolerante. Pero la verdad,
no tolero que me haga perder lo que él se pierde.
Hasta quiere pujar él
Los padres de Emilio se separaron cuando él era muy chico, y en
la época en que Emilio era muy chico no se usaba tener padres separados.
Ahora los analistas dicen que los chicos sufren si sus padres no son deseantes,
lo que equivale a decir, palabra más, palabra menos, que los que
sufren son los chicos cuyos padres siguen casados. Pero cuando Emilio
era chico ni siquiera se usaban los analistas.
Supongo que es por eso que él alimentó desde séptimo
grado la ilusión de convertirse algún día en un señor
Ingalls cuya postal favorita sería ver a sus hijos tomándose
todo el Toddy. Lo que yo no sabía cuando me emparejé con
él es que a mí iba a tocarme en deslucido papel de la señora
Ingalls: a veces siento que me crecen puntillas en el cerebro.
No me quejo. Qué más puede pedir una mujer embarazada que
sentir que la noticia de un bebito en camino ubica a su hombre en el estado
inequívoco de la felicidad más plena y más completa.
La primera noche que pasamos embarazados Emilio la durmió entera
con su oído en mi vientre. Yo no estaba más fecundada que
él. La conciencia de que algo de él germinaba en mí
lo germinaba a él, lo cual nos acercó tanto, tanto, que
en esos tres primeros meses vivimos en trance. Yo vomitaba y Emilio se
mareaba. A mí me daba asco el olor a tabaco y a Emilio el olor
a lavandina. Yo por cábala miraba ropa de bebé, pero me
abstenía de comprarla, y él por cábala compraba ropa
de bebé, pero se abstenía de contármelo: un día
descubrí, metido en una valija, el ajuar completo (dicho sea de
paso, no tuve oportunidad de elegir personalmente ni una sola batita).
Yo buscaba libros sobre embarazo y Emilio los leía. Yo me quedaba
absorta mirándome la panza y preguntando en voz alta cómo
estaría mi poroto, y él recitaba poco menos
que de memoria el largo del feto en la semana dieciséis, los órganosque
ya funcionaban, en qué estado de desarrollo estaban los demás,
y a las puertas de qué otro gran milagro estábamos.
Cuando empezamos a ir mensualmente a visitar a mi obstetra, Emilio participaba
ya desde la sala de espera. Preguntaba a las mujeres que aparecían
con bebés recién nacidos cómo habían sido
sus partos, la frecuencia de sus contracciones, si ya habían pasado
por la caída del ombligo o les pedía que narraran detalladamente
la emoción del primer baño.
Ya en el consultorio, nos sentábamos frente al médico y
a la par soltábamos todas nuestras dudas, lo interrogábamos
sobre nuestras últimas lecturas y le pedíamos precisiones
sobre las ecografías y la biopsia coriónica, que finalmente
nos hicimos al final del tercer mes y fue precedida por una febrícula
que a Emilio lo mantuvo en cama, a mi lado, los dos días que tuve
que guardar reposo.
Ahora estamos haciendo el grupo de preparto. El médico nos dijo
que podía integrarme a un grupo de gimnasia para embarazadas y
a otro en el que iban las parejas y en el que la partera daba instrucciones
para el parto. Emilio dijo que él quería venir a los dos.
El médico le contestó que era posible, pero que no veía
la utilidad de que él viniera conmigo a hacer gimnasia, ya que
sólo iba a tratarse de elongación y relajación. Emilio
respondió que él sí veía la utilidad de estar
presente en cada uno de los preparativos, por nimios que éstos
fueran, para la llegada del bebé. De modo que somos cuatro embarazadas
de siete meses y Emilio los que ahora nos tiramos los jueves sobre las
colchonetas a respirar profundamente, y adivinen quién de los cinco
es el que más preguntas hace, el que más temores tiene y
el que fue capaz de decirle a la partera que no lo tome a mal, pero que
se quedaría más tranquilo si para la próxima clase
le deja ver sus credenciales.
No es que yo pretenda quitarle derechos frente a este gran acontecimiento
de su vida. Pero Emilio a veces se pasa. Por ejemplo, me ayuda a preparar
los pezones para la lactancia, pasándome un cepillito el forma
circular. Pero el otro día lo descubrí ante el espejo del
baño, pasando el cepillito por sus tetillas.
A esta altura debo admitir que la inminencia del parto me da temor por
partida doble. Temo ese momento, como cualquier mujer. Me da miedo el
dolor, me dan miedo las complicaciones, me da miedo que le pase algo al
bebé o que me pase algo a mí. Pero a esos temores normales
yo les agrego todos los temores que me despierta Emilio. Es capaz de desmayarse,
de trompear al médico, de querer controlar la situación,
de ponerse a pujar él conmigo para no perderse tampoco la sensación
de protagonismo en el momento cúlmine. Seré injusta y todo
lo que quieran, pero preferiría tener un marido que se quedara
como los de antes, fumando en la sala de espera.
Del perverso al bloqueado
Es un perverso
No sabés. No sabés lo que me hizo. No puedo ni contarlo.
Es que dicho no sirve, no es nada. Si ya está todo inventado. ¿Qué
te puedo contar? Contado se diluye. ¿Alguien te dejó atada
y se fue a caminar una hora? A mí sí me habían atado,
y yo pensaba, mientras el tipo se hacía el malo, que ojalá
me desatara pronto porque tenía ganas de ir al baño. ¿Te
pasaron gelatina de frambuesa entre las piernas y después te lamieron?
Gelatina de frambuesa no, pero con algo me habían untado, dulce
de leche o mermelada de kiwi, y ni siquiera me acuerdo quién fue.
¿Te disfrazaron de visitadora médica? ¿Y de camarera
de hotel cinco estrellas? A mí sí, y no fue gran cosa. Doctor,
le traje unas muestras gratis que le van a interesar; ¿Necesita
algo más el señor? Estoy acá para servirlo,
bla bla bla. ¿Te metieron desnuda y a los empujones en un ascensor
y te llevaron a la terraza de un edificio de diez pisos, te pusieron al
borde del orgasmo solamente mirándote y te dejaron así,
caliente y helada a la vez, tiritando una noche de agosto, llorando para
que te autorizaran a irte? Eso ya no, ¿ves? Los límites
se iban corriendo.
Y de eso empecé a darme cuenta cuando hacía rato que mis
propios límites habían quedado atrás, tan atrás
que yo no sabía quién me habitaba, qué loca de la
guerra yo encubría con mis buenos modales, mi puntualidad, mi orden
y mi inclinación por la ropa color beige.
El se dio cuenta apenas me conoció. No es ampuloso. No es previsible.
No era esperable que él, un tipo tan amable, tan correcto, una
tarde, de pronto y sin aviso, barajara de nuevo y que nuestros encuentros,
que hasta entonces eran solamente intensos, se convirtieran en un trance,
en un túnel, en un recreo, en un viaje, en un experimento, en un
test, en un confesionario, en una ceremonia, en un lapsus, en un paraíso,
en una pesadilla, en una donación, en una montaña rusa,
en un espejo invertido en el que él era yo y yo era él.
Con él he sido hombre y él ha sido mujer. He sido perra,
soldado, mariposa y araña. He sido arpía y he sido boba.
No voy a hacer ahora un anecdotario de cosas que pueden imaginarse y hasta
pueden comprarse en el rubro 59. Nada de eso es esto si carece de ese
hilo mental imprescindible para desenfundar la inocencia de lo sórdido.
Me hizo hacer cosas tan bellas y asquerosas que están afuera del
lenguaje. Podría recuperarlas, ponerles nombre, describirlas, pero
qué sentido tiene si dichas se descomponen. Lo que me hizo no me
lo hizo en una cama, ni siquiera me lo hizo en mi cuerpo. Me lo hizo,
creo, en algún rincón de mi pasado, en algún agujero
de mi mente.
Es un perverso, es decir alguien que toma otro camino, alguien que elige
atajos o da rodeos, alguien que no sabe nada y aprende todo de nuevo,
que improvisa, que huele. El sabe quién soy yo, él sabe
que respondo, que soy de plastilina, que me dejo vencer, que vencida soy
reina, que me animo a aceptar inmigrantes ilegales en mi cabeza, que con
él y no sé bien por qué me arrojo con arrojo y sin
red al vacío, y que el vacío siempre está ahí,
debajo de todos, y que el vacío no es una anécdota caliente
para contar a las amigas, y que el vacío a veces parece lleno pero
está vacío.
Es un perverso pero no del todo, y eso lo hace más perverso, porque
es a su pesar que me empuja y se empuja a eso que parece sexo y es otra
cosa que no se puede decir. Basta asomarse un instante al paisaje enceguecedor
de lo que se ha mantenido siempre oculto para querer asirse a eso, porque
en ese paisaje a veces monstruoso y a veces increíblemente infantil,
lascivo o amoroso, y a veces, las mejores veces, las dos cosas, yace una
misma, nadie más, ni siquiera esa otra que se ha intentado ser
toda la vida. He comido de su boca y de su mano, como una jirafa o como
un pajarito. He gritado impotente y he callado triunfal sobre mí
misma gracias al arte con el que él me trata. No me da miedo tenerle
tanto miedo. Es el único hombre al que le di la llave de la torre,
y se la di porque sí. Estas cosas que pasan entre nosotros pasan
porque son lógicas y sobrenaturales.
Sinceramente, no sé lo que me hizo, pero estoy segura de que todo
lo que me hizo a mí se lo hizo a él. Y ojalá que
siga haciéndomelo, haciéndoselo. El sexo es un pretexto
para deshojarnos, para deshacernos, para desarmarnos. La cópula
es una excusa para darnos cita en otro lado, es como soñar a dúo.
Somos dos perversos románticos, y qué. Al amor verdadero
se accede dando rodeos o eligiendo atajos, como a las perversiones. Es
que el amor erótico, después de todo, es el sentimiento
más oblicuo posible. El que dice que ama en línea recta
miente. La recta aburre.
Es un bloqueado
Me gustaría saber qué tiene en la cabeza. Algo hay. Tiene
que haber. En todo lo demás nos llevamos muy bien. Es tierno, es
comprensivo, es muy trabajador. Y durante un par de años también
nos entendimos en la cama. Es que al principio hay rosca: el otro sigue
siendo un desconocido hasta mucho después de que una sabe los nombres
de todos sus primos y todas sus anécdotas del secundario.
Ya sé que para cada persona la desnudez es algo diferente, pero
al menos para mí y para él, nuestras desnudeces fueron algo
parecido a un problema que nos tomó cierto tiempo superar. Yo desde
chica arrastro unos kilos de más; él tiene complejo de alfeñique.
Los primeros meses preferíamos la luz apagada y los trámites
rápidos. Después, cuando ya había confianza entre
nosotros, lentamente nos animamos a reconocernos, y resultó que
yo le parecía sensual y él me parecía atractivo.
Nos aceptamos. Y entonces pudimos hacerlo hasta de día, sin bajar
las persianas y sin taparnos.
Después pasamos otros cuantos meses ocupados en disfrutar esa placidez
casi estudiantil de la charla en bolas, esa seguridad maravillosa que
te da poder abandonar la espalda derecha para disimular los rollos, esa
gratitud de saber que el otro te quiere y te desea aunque vos sos consciente
de que cuando estás yendo para la cocina a buscar algo para comer,
vista de atrás sos más parecida a un paisaje lunar lleno
de cráteres que a una postal de la sedosa campiña inglesa.
Pero, como decía Vox Dei, todo tiene un final, y si hay algo que
termina, denlo por seguro, es la chispa entre camaradas. A él y
a mí, les decía, nos llevó un buen tiempo poder estar
en paz con nuestras desnudeces. Bien: toda pareja pasa sexualmente por
tres etapas bien diferenciadas: en la primera, se gustan vestidos. En
la segunda, se gustan desnudos. Y en la tercera, hay que volver a vestirse:
es la época en la que, para reflotar el deseo, las
mujeres salimos a comprarnos lencería de encaje, beibidoles, mallas
de látex o disfraces.
Con la lencería de encaje y los beibidoles no hubo problema. El
los recibió más que contento. Pero un abismo comenzó
a abrirse entre los dos cuando me aparecí con las mallas de látex
y los disfraces. La primera vez que le dije que me esperara en la cama
mientras yo iba al baño a calzarme una malla negra de un látex
pegajoso que había comprado en el Once, en un negocio en el que
vendían ropa para vedettes, pensé, mientras luchaba entre
el inodoro y el bidet para calzármelo y las carnes se me rebelaban,
que él iba a festejar mi ocurrencia y que íbamos a beber
juntos las mieles de una lujuria confianzuda y chapucera, bien guarra.
Salí del baño sintiéndome Pamela Anderson, pero su
mirada me aproximó más a CarmenBarbieri. Empezó a
reírse tanto y tan fuerte que me hizo preguntarme cuál era
el chiste. Y ahí me di cuenta de que el chiste era yo. Que el tipo
pensaba que todo era una formidable broma, que lo que yo quería,
vestida así, de látex, no era calentarlo sino hacerle una
payasada. Qué iba a hacer: me prendí, y terminamos riéndonos
juntos de mi aspecto de aceituna negra y abundante. Para mí, pensé:
el látex no es lo suyo.
Poco después probé con un disfraz de mucamita que me compré
en Casa Leonor. Un batoncito vichy celeste y blanco que pensaba sacarme
y un delantal inmaculado de organdí. Lo sorprendí a la vuelta
del trabajo, con el plumero en una mano y un whisky en la otra. El ya
no se rió. Me miró extrañado, desconociéndome,
dejó el portafolios sobre la mesa, se sacó el saco, se sentó
en el sofá, y desde allí, muy firme, me dijo: Sacate
eso. El tono no dejaba resquicio para la duda. Me estaba hablando
en serio.
Desde entonces he dejado de probar estrategias para levantarle tanto el
ánimo como la virilidad. El quiere hacerme creer que con lo que
tenemos le alcanza, pero vamos, que una sabe cuando la cosa alcanza, y
no es el caso. Ni me alcanza a mí ni le alcanza a él. A
veces, en el entrevero, he intentado contarle historias, pero me hace
callar. Le pregunto con una dosis esquelética de picardía
por sus compañeras de oficina, y se escandaliza. Dejo revistas
hot en la mesa de luz, y él finge no verlas o las guarda. Le comento
algún desliz ligeramente chancho de alguna amiga mía, y
él me sugiere que cambie de amistades. Y cuando le pregunto qué
le pasa, dice que me pregunte a mí misma qué me pasa, que
no soy capaz de disfrutar el hecho de tener un marido que respeta tanto.
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