Derechos
Humanos
Los
nombres que hay en la sangre
Hace
once años que es la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. El
trabajo de Estela Barnes de Carlotto es buscar niños desaparecidos
vivos, esos que nacieron en los campos de concentración argentinos
y fueron separados de sus madres para cumplir con órdenes perfectamente
establecidas por aquel Estado Mayor Conjunto. Cuando Carlos Ruckauf,
el adalid de la mano dura y la tolerancia cero, postuló a Abuelas
para el Premio Nobel de La Paz, ella no vaciló en replicar que
esa organización no buscaba premios sino nietos.
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Por
Marta Dillon
Se acomoda
sobre el sillón como quien se prepara para posar: una mano sobre
el apoyabrazos, la otra sobre la falda; la pollera plisada justo por
debajo de la rodilla y el mentón altivo en un medio perfil que
es el que suele ofrecer para las fotos. Pero no está posando,
es su manera de estar cómoda en un día de calor apabullante,
en el comedor de su casa del barrio de Tolosa, La Plata, en la semipenumbra
de una sala recargada de adornos. Han pasado casi dos horas en esa postura
estática, ha hablado de sus padres, de su marido, de su militancia,
de su búsqueda, de sus hijos y sus nietos acompañando
sus palabras con el único gesto de acomodarse el peinado con
el dorso de la mano. Pero de pronto, sin aviso, los ojos se le agrandan
y la voz se torna profundo terciopelo, desafiante. Estela está
imitando a su hija soñada, a Laura: Mi vieja
no les va a perdonar mientras viva a los milicos lo que me están
haciendo, los va a perseguir siempre. Estela Barnes de Carlotto
nunca escuchó esa frase de boca de su hija, igual la imagina
perfectamente: Eso le dijo Laura a una compañera de cautiverio.
Si me lo hubiera dicho a mí un tiempo antes de desaparecer, yo
hubiera contestado de qué estás hablando, porque no me
sentía ni capaz, ni con fuerza de hacer una lucha que implicaba
tanto riesgo, tanto miedo. Pero ella me conocía mejor que yo
misma. Y acá estoy, ésta es mi vida, perseguir y buscar.
Hace once años que es la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo.
Hace 23 que llegó por primera vez a esa plaza, temblando de miedo,
sostenida por otras mujeres que la ayudaron a no seguir ese primer impulso
de salir corriendo y no ver la cantidad de armas militares que las apuntaban.
Hoy va poco por ahí, sólo a las marchas más
importantes. Su trabajo, dice, está en tantos otros
lugares que prefiere que sea otra Abuela, otras Madres, las que
cubran ese espacio simbólico en el que se empezó a escribir
la caída de la última dictadura militar y que a veces
teme que se convierta en algo pintoresco que visitan los turistas.
Su trabajo, entonces, es buscar a los nietos desaparecidos, a esos bebés
que nacieron en los campos de concentración argentinos y fueron
separados de sus madres a las pocas horas de vida para cumplir con órdenes
perfectamente establecidas por aquel Estado Mayor Conjunto que masacró
al 0,1 por ciento de la población de nuestro país. Esos
bebés debían ser separados de sus padres, había
que buscarles otras familias ésa era la directiva principal,
que no fueran criados en los hogares de sus padres. Después hubo
matices, en la ESMA las parejas que se iban a quedar con uno de los
chicos iban a ver a la embarazada para asegurarse de la clase social,
de los rasgos, de su inteligencia. Hubo otros casos en que se los repartieron
entre policías, familias amigas. No los mataban, los reeducaban,
salvo en los casos en que los chicos tenían más de diez
años, ahí ya les parecían peligrosos. Igual los
seguimos buscando y los vamos a buscar hasta que nos digan donde están.
Es paradójico, aunque las Abuelas son las únicas que podrían
actualizar la consigna que se gestó en la Plaza de Mayo, Aparición
con vida, ellas nunca la levantaron más allá de los primeros
años deincertidumbre. No podemos levantarla por nuestros
hijos porque es ficticio y tampoco por nuestros nietos, porque sembraría
la duda sobre si están muertos. Nuestros nietos son desaparecidos
vivos, no pueden aparecer de otra manera. Y, de hecho, ya son
70 los que despegaron su nombre de esa lista de 500 para darle un cuerpo,
para encontrar una historia, para empezar a escribir otra. Son
muchos... y a la vez son tan pocos, dice Estela que busca a su
nieto Guido, nacido en el Hospital Militar Central, el 26 de junio de
1978, cuando en las calles llovían los papelitos del Mundial
78 y ella tragaba en silencio la desesperación de no saber dónde
estaba su hija. Y a pesar de todo seguir siendo la directora de una
escuela en la que los alumnos debían escribir composiciones sobre
el Mundial como si fuera una gesta patriótica, mientras Estela
impartía instrucciones, organizaba actos, hablaba.
¿Cómo hablar sin que se le escape el grito que desde hacía
casi un año la despertaba por las noches?
La
palabra justa
Al principio una hacía su propio gueto. Porque era
difícil explicarle a la sociedad lo que nos estaba pasando; toda
la prensa, toda la difusión era que había terroristas,
subversivos, que mataban gente. Entonces decir que mi hija había
sido secuestrada era como que te podían marginar, entonces para
afuera, hacías como que nada. No dije una palabra cuando secuestraron
a mi marido el 1º de agosto del 77, cuando vi también
a mi hija por última vez. Y fijate vos que de Laura tampoco dije
nada y, cuando la asesinaron el 25 de agosto de 1978 y me entregaron
el cuerpo, lo traje a La Plata para velarlo y recién ahí
mis maestras, la cooperadora, el personal auxiliar se enteró
de qué drama había estado viviendo.
Estela aprendió a vivir con las contradicciones aunque nunca
más optó por el silencio. Esa militancia de sus hijas
mayores Laura estaba en Montoneros y Claudia en la UES,
que alguna vez quiso desalentar y que menospreciaba en las eternas discusiones
familiares, ahora es motivo de orgullo.
Laura argumentaba muy bien, siempre tenía la palabra justa
para que entendiéramos lo que hacían. No digo que yo la
ayudara a militar, pero las respetábamos porque veíamos
su entrega. Una de las últimas veces que la vi, me dijo mirá
mamá, nadie quiere morir, tenemos proyectos, hacemos planes,
queremos vivir, pero sabemos que miles de nosotros vamos a quedar en
el camino y no va a ser en vano, fue así, categórica.
¿Puede decir ahora que tuvo sentido?
Por supuesto. Perdieron, se cumplió el proyecto de la dictadura,
se está cumpliendo su proyecto económico, se ajusta cada
vez más a los humildes y hay que pagar sí o sí
la deuda externa. Eso es lo que quedó, pero no fue en vano porque
aprendimos a luchar, estamos predicando el nunca más, acá
y en el exterior. Yo estaba en Roma cuando en el 98 se creó
el Tribunal Penal Internacional que es muy importante. Lamentablemente
nuestros hijos perdieron, los mataron a casi todos, pero felizmente
hubo sobrevivientes, no pudieron con todos. Están los hijos también
y hoy, cuando aparece un pibe victimizado por la policía, la
gente sale a la calle. Y algún día vamos a conseguir justicia,
porque sino seguiremos siendo una sociedad enferma; fijate vos que estos
tipos torturaron, mataron, violaron, robaron hasta niños, ¿y
nosotros consentimos que estén libres?
¿No le parece que mucha de esa condena institucional y
de grandes organismos es retórica? Porque el mismo Carlos Ruckauf
que las propone para el Premio Nobel de la Paz es quien alienta el discurso
de la mano dura, la tolerancia cero y hasta pidió que no se aplicara
en este país el Pacto de San José de Costa Rica. ¿No
es eso una continuidad del aparato represivo?
El gatillo fácil es una continuidad; la mano dura puede
ser, pero nosotras y la gente lo denuncia. Mirá el caso de Miguel
Bru, por ejemplo. Ya dije que a mí me parece una ganancia que
un tipo como Ruckauf, que tiene una historia y un presente, exponga
en los fundamentos de susolicitud que aquí hubo terrorismo de
Estado, que hubo robos, secuestros, violaciones...
¿Es necesario entonces ese tipo de legitimidad para denunciar
el terrorismo de Estado?
Es importante que sea él porque fue quien firmó
aquella ley que hablaba de aniquilar a la subversión. Y además
nosotras no se lo pedimos; él es gobernador electo de la provincia
y no es lo mismo que Bussi o Rico. Luder también firmó
esa ley y estuvo postulado para presidente. Ellos argumentan que aniquilar
no es crear 450 campos de concentración. Eso lo hicieron los
militares. Para ellos aniquilar puede querer decir desarticular; son
sus palabras no las mías, a lo mejor necesito más pruebas
fuertes en su contra sobre lo que fue y lo que es. Convivimos con mucha
gente que es de terror, que golpearon cuarteles y que ahora resulta
que son grandes señores. El blanco y el negro no existen a veces.
Y a nosotras nadie nos cierra la boca.
Tal vez la propuesta del premio podría haber sido una oportunidad
para denunciar actitudes peligrosas como haber puesto a Aldo Rico como
secretario de Seguridad en su momento.
¡Pero si todo esto lo decimos igual! Lo dijimos en su momento
y lo seguiremos denunciando, hasta Ruckauf sabe que no puede cerrarnos
la boca. Si sale el premio, nos vendría bien porque muchas veces
la falta de dinero nos impide buscar a nuestros nietos, pero no queremos
premios, queremos a nuestros nietos. Y eso lo dijimos tanto a Ruckauf
como a Aníbal Ibarra que también nos propuso, que ya que
están buscando firmas que desarrollen proyectos y políticas
que nos ayuden en la búsqueda de nuestros nietos y que podamos
saber dónde están los 30 mil desaparecidos.
¿Cuáles son sus límites para el diálogo,
con quién no se sentaría nunca?
Con ninguno de los militares de la dictadura, no con los actuales.
Porque son corporativos, porque se defienden, no reconocen y no han
hecho un solo gesto para recomponer las Fuerzas Armadas. Alguna vez,
obligada por las circunstancias, aunque no soy ninguna tonta y sabía
a dónde iba, me encontré con (Martín) Balza en
un programa de televisión. Y creo que lo hice quedar bastante
mal. Tampoco me sentaría con un Alvaro Alsogaray, o un Martínez
de Hoz. Pero hay que tener cuidado, (Ricardo) Brinzoni está instalando
un discurso muy peligroso, llegó a decir que los chicos desaparecidos
ni existían. Yo se lo dije a (Fernando) De la Rúa que
Brinzoni está amparando a los delincuentes; él lo defendió,
dijo que eran cuestiones de protocolo y no es cierto.
¿Usted cree que De la Rúa no sabe lo que piensa
el jefe del Ejército?
Claro que sí, por eso hay que estar alerta. Nosotras trabajamos
con otros organismos por la libertad de los presos de Tablada y ahora
corre el rumor de que el Presidente planea detener los Juicios por la
Verdad, ¡que ni se le ocurra decir una palabra en ese sentido!
Eso da la pauta de que todavía está todo por construirse,
porque hay gente que sigue levantando la teoría de los dos demonios
y eso no se puede permitir.
La
sangre no es agua
Le hubiera gustado ser actriz, y algo de artista debo tener, confiesa
mirando fijo al lente de la cámara que la fotografía.
Pero eligió la docencia, que era también una manera de
pararse frente a un auditorio y seducirlo como lo hizo aquella vez,
antes de cumplir los siete, cuando su mamá la puso en un tren
junto a su hermano para que viajara desde Villa Sauce, en La Pampa,
hasta Retiro, donde la esperaba su abuelita. Fui cantando rancheras
todo el viaje; el vagón entero me aplaudía; imaginate
lo que sería, un piojito. Después aprendió
a bailar, a actuar, hasta bailó clásico un verano porque,
en definitiva, se animaba a todo. Su padre era empleado de correo, eterno
itinerante de los pueblos chicos del interior del país donde
cumplía su rol en la oficina postal con la responsabilidad de
quien tiene en sus manos una gran tarea. Mamá seamoldó
a él, ella era inglesa, se dedicaba al diseño de modas
aunque después de casada tuvo que dejar de trabajar; papá
era muy machista.
Sólo
hubo un hombre en su vida, Guido, el mismo al que ahora cuida con amorosa
dedicación porque el mal de Parkinson no le permite valerse por
sí mismo. Se ve mucho mayor que ella, aunque sólo le lleve
un año. Lo mismo pasó hace 65, cuando Estela tenía
quince, dos trenzas y medias tres cuartos, y el 16 y un bigote que lo
hacía parecer de 20. Es el amor eterno, dice y disimula
la sorpresa cuando le preguntan si nunca más se fijó en
otro hombre. Claro que no. Ellos son padres de cuatro hijos y abuelos
de 12 nietos, contando a Laura y a su hijo Guido, nacido en cautiverio,
el que todavía no conoce, pero imagina y busca. Yo sé
que la muerte hace que una idealice, pero yo conocía íntimamente
a mi hija y estoy orgullosa de ella; todos mis hijos son lindos y valientes,
pero por ella tengo una gran admiración, por ella y por sus compañeros.
Estela se acuerda con cierta vergüenza de esas discusiones en las
que le proponía a Laura optar por la caridad, eso era lo que
le habían enseñado en el colegio de monjas al que asistió,
a visitar hospitales y donar a los pobres. Pero Laura no quería
parches. Tampoco quería otras cosas, como fiestas de quince
o cualquier otro detalle que tuviera que ver... ¿Con un
estilo de vida burgués? Puede ser. Con lo bonita que era
de pronto dejó de arreglarse, usaba sólo ropa clásica
de la militancia, yo le hacía vestidos, le regalaba cosas y ella
a su vez se las daba a los que no tenían. Algo de ese compromiso
radical de su hija todavía la interpela, aunque defiende sus
opciones, incluso las estéticas, dejaré de maquillarme
cuando esté en el cajón, dice con una sonrisa y
sin perder nunca la apostura de una directora de escuela. Ella se reivindica
como una persona normal, que trabaja limpiamente,
que dice lo que tiene que decir, en donde tenga que decirlo. Y no rechaza
ningún estrado. Nos entrevistamos con los gobiernos democráticos
y eso nos permitió muchas cosas, como la creación del
Banco Nacional de Datos Genéticos, que se alimenta de sangre
nueva todo el tiempo, por nuevas denuncias y también porque se
modernizan los métodos y hay que renovar las muestras.
El
futuro como aliado
La sangre, para ella, no es una metáfora. Habla de sangre
derramada y recuerda el cuerpo de su hija, que le llevaron a La Plata
en una furgoneta, con el vientre y la cara destrozados por un itakazo,
una mano asomando por debajo de la lona, lo único que entonces
pudo tocar de Laura. Tenía un corpiño de encaje
negro, una camisa y bombacha. Esa ropa la vi años después,
cuando exhumamos su cuerpo y se comprobó que había parido.
Era importante el corpiño porque una compañera se lo había
prestado en La Cacha, donde estuvo desaparecida. Esa compañera
salió en libertad y lo reconoció. Estela dice que
fue entonces cuando cerró su duelo, cuando pudo dejar de ir al
cementerio, dejar de poner placas en su tumba, dejar de dudar de todo.
Laura, que había perdido dos embarazos uno de seis meses
cuando estaba contenida y cuidada por su familia y por profesionales,
había tenido un hijo en las catacumbas del terror y lo había
nombrado: Guido.
Cuando se la llevaron ni siquiera sabía que estaba embarazada,
me había escrito que estaba gorda, pero no entendí. Si
la hubiera visto me hubiera dado cuenta, pero no podía verla;
ella y mi marido tenían miedo de que yo metiera la pata.
Estela habla de lazos de sangre y nada más lejos de ella que
una imagen poética.
La sangre no es agua, lo creo muy profundamente, creo en la herencia
como vínculo, se heredan muchas cosas, no sólo el color
de ojos o de pelo, también lo que va por dentro, los gestos,
las vocaciones. Hubo chicos que no se explicaban por qué les
gustaba pintar en una familia donde nadie lo hacía, y cuando
se encontraron con su historia encajaron como en un rompecabezas perfecto.
Eso forma parte de la identidad, un bien y un derecho que no se puede
negar ni desechar. Hay quien dice que hay que dejar a los chicos en
paz, porque hace mucho que están con susapropiadores, que ya
son como los padres... No. Porque hay gente de cuarenta o cincuenta
años que de pronto se da cuenta de que es adoptada y siente el
impulso de saber quién es, de quién es hijo, y busca.
Muchos vienen a Abuelas o a la Comisión Nacional por el Derecho
a la Identidad, es una constante. Es decir que nos convertimos en un
referente de la integración de la familia a través del
recupero de la identidad.
¿La familia como institución se construye con lazos
de sangre?
No solamente, pero son muy importantes. Y cuando alguien busca,
aunque después no se reúna con sus familiares, a su manera
está recomponiendo esa célula primaria que es la familia
y hasta esa supuesta modernidad europea que en algún momento
creyó que podía desintegrarla hoy se arrepiente. En el
caso particular nuestro con más razón, estamos recomponiendo
lo que la dictadura nos arrebató.
¿Se plantean contradicciones cuando esa recomposición
no cuenta con el consentimiento de los chicos apropiados? ¿Hay
alguna alternativa a realizar los análisis de ADN de manera compulsiva?
El ADN compulsivo fue una oferta siniestra de la Corte Suprema
de la Nación cuando declaró prescripta la causa sobre
la identidad de Emiliano Castro Tortrino. A ese chiquito nunca se le
permitió conocer a su familia; ahora sus abuelos murieron, quedan
primos y tíos. Nosotros denunciamos al Estado argentino ante
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y todavía
estamos en conflicto. Pero en ese momento la Corte Suprema intentó
negociar que dejemos ese caso y que a futuro nos daban esta posibilidad
de que el ADN se haga sí o sí. Aceptamos la resolución
sobre los análisis, pero no renunciamos al caso Castro Tortrino.
Ningún caso se puede clausurar eternamente. Estos chicos son
las principales víctimas, de eso no hay duda, pero también
están los derechos de las familias que los buscan y los derechos
de toda la sociedad. Porque la apropiación es un delito de orden
público, nos compromete a todos, y mientras haya un chico con
su identidad cambiada, la identidad de todos es confusa.
El nieto de Estela, el hijo de Laura, el bisnieto de un empleado de
correos que a su vez era hijo de un caudillo político de la localidad
de Moreno, tiene 22 años, los cumplió el 26 de junio.
Tal vez estudie en la facultad, tal vez no. Estela lo busca en cada
chico de su edad, en cada acto, en cada colectivo a que se sube, cada
mañana, a las nueve en punto cuando parte desde La Plata a Capital,
para cumplir con sus funciones en la sede Abuelas. En cada pared de
esa casa del barrio Tolosa, en cada uno de los adornos que se acumulan
como testigos del tiempo del desencuentro, hay una historia que contar;
cada foto, cada recuerdo es como una pieza de un enorme puzzle que conserva
en su centro un espacio vacío. Que dice un nombre, Guido, el
que le puso su madre, el mismo por el que lo conocen sus abuelos, sus
tíos y primos. Esa es su identidad. La que le robaron. La que
las Abuelas están recuperando para cada uno de los jóvenes
que todavía están desaparecidos. Con paciencia, con determinación,
sin pausa.