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TENDENCIAS

Lolas a la vista

En la costa atlántica han caído los corpiños. El gesto de mostrar los senos, que las feministas de los años ‘60 habían convertido en un símbolo político, hoy es un plus para alentar el consumo de los mirones de verano.

Por Soledad Vallejos

Cuando fui al Caribe, mi marido quería que hiciera, pero yo ni loca. Le voy a avisar a mi hijo que llega mañana y compra Playboy.” Dos chicas, que atienden un bar playero en topless por mil dólares al mes, habían dejado estupefacta a la señora, probablemente conforme a su marido, y seguramente contentos a los señores y señoritos que aplaudían (literalmente) la “liberalidad”. De allí al estrellato anónimo (no hay retención de nombres sino de un fragmento corporal) mediaron sólo algunas horas: no hubo noticiero sin una cuota de pecho blanquecino al lado de un daikiri, diario sin foto de las chicas intentando conversar en la barra, ni taxista que no sacara el tema a los pasajeros. Lo que se dice una fiebre de verano, algo inflada por haberse ventilado en la primera semana del año, de acuerdo, pero con suficiente presencia mediática como para no pasar desapercibida. Siguió lo que suele suceder: un pseudo debate sobre la pacatería argentina y la naturalidad europea, consideraciones sobre el topless como hecho estético y, ya sin discusiones de ningún tipo, su contemplación como un exclusivo fenómeno de la moda. El alboroto (los veraneantes, las fotos, la “polémica”) poco y nada tenía que ver con los tiempos en que un pecho desnudo era una proclama política, o un desafío a algún tipo de lógica: reducido a un comentario sobre las costumbres con un tono digno de películas de Porcel, el topless de marras, sin embargo, pareció tener más de gesto y evidencia que de nota de color.

En el principio fue el pecho
Que Eva provocara la decadencia de la humanidad por comer una manzana no fue casual. ¿Por qué no podría haber sido una banana? Tal vez porque, a la hora de las analogías, es más común la que homologa al pecho con la manzana y similares que a las otras. Difícilmente la apropiación de una fruta tan fálica como la banana supusiera la expulsión del Paraíso: si al disponer de la manzana Eva estaba ostentando la toma de posesión del propio cuerpo (una banana, ya que estamos, podría haber sido el poder sobre el cuerpo del hombre), pues es lógico que eso haya significado el destierro, el castigo eterno ejercido por el patriarcado. En adelante, las mujeres deberían poner su corporalidad a disposición de los señores. Y eso, claro, incluía especialmente el pecho, la zona que lidera el ranking de representaciones históricas. Tal como afirma Marilyn Yalom en Historia del pecho –ed. Tusquets–, el pecho femenino ha constituido “un ámbito edificado mediante las fantasías de los hombres”. Sus representaciones, por ejemplo, en el campo del arte, han ido construyendo y reflejando los papeles que, mediante su control social, debía desempeñar la mujer “ideal” del momento. Si la madonna nutricia de la Edad Media (siempre dando de mamar al pequeño Jesús) dio paso, en el Renacimiento, a damas nobles con pechos para el placer masculino y nodrizas equipadas para alimentar a niños ajenos (léase: pechos para la lujuria y otros exclusivamente destinados a “funciones biológicas”), el siglo XX retomó ciertos tópicos previos para (re)politizarlos a más no poder. En tiempos de la Primera Guerra, una Marianne de alto voltaje erótico desafiaba, mano derecha sobre un cañón, a los alemanes. Las pin ups siempre alegres daban aliento a los soldados norteamericanos en escenarios, aviones y calendarios Vargas. “Los italianos –dice Yalom– mostraban mujeres de pechos generosos que rezumaban fuerza y sensualidad; los austríacos utilizaban a heroínas populares con los pechos embutidos tras motivos nacionales o mitológicos; los ingleses confiaban profundamente en su leal Britania, con su casco, su coraza, su espada y su escudo.” Pero terminados los enfrentamientos, las mujeres debieron abandonar el rol estelar. Los hombres retomaron los trabajos y las empujaron nuevamente al hogar. El retorno de los corpiños inmensos, con copas armadísimas en los años ‘50 significaba la rentrée del arquetipo de la madre y esposa, la que cocinaba galletitas mientras esperaba amorosamente que su marido y sus niños volvieran al nido.

El tamaño es lo que cuenta
La variación del volumen a lo largo de los años es un indicador bastante preciso del espíritu de una época. En los dorados ‘20, las chicas, cuanto más parecidas a un muchacho, más guapas eran. Liberadas de corsets apretados y protocorpiños cocasarliescos, sólo se dedicaban a dar placer, a bailar, a vigilar que sus curvas desaparecieran por completo bajo las fajas inhibidoras de protuberancias. Ya no eran matronas sino muñequitas de lujo para la diversión. En cambio, los períodos más conservadores, con sus elevadas preocupaciones por los valores tradicionales y la familia, destacan inevitablemente el rol de los pechos como guardianes de la vida. La feminidad, resumida en las mamas (un nombre que las confina al campo de la reproducción), es el ángel del hogar; se reivindica el amamantamiento como algo noble, a veces como una acción patriótica, aunque privada. En eso estaban los ‘50 cuando terminaron y los ‘60 asombraron con, nuevamente, figuras andróginas y aniñadas. Fue entonces, con el apoyo de la píldora, cuando las mujeres empezaron a reclamar el control de sus cuerpos. Los corpiños que las encerraban en el papel de la chica amable encarnaron el símbolo de la opresión, las integrantes del Partido de Liberación de la Mujer se decidieron a cortar por lo sano y armar con ellos la famosa pira. Empezaba el topless como acto político. En Estados Unidos, hombres y mujeres marcharon juntos en cueros para reclamar por la igualdad; la Riviera francesa del ‘68 estrenó la monokini; las feministas hacían gala de sus pechos como provocación al mandato de exhibirlos sólo en la intimidad. El topless de esos años era, claro, un desafío, una reafirmación del poder que las mujeres estaban obteniendo sobre sus propios cuerpos. El pecho no estaba allí sólo para placer de los hombres y alimento de los bebés sino para ser utilizado por su, digámoslo así, portadora. Y ella lo usaba como arma política. “El pecho en libertad de finales de los años ‘60 –continúa Yalom– representó una forma de desenfreno, una falta de regulación.” Ahí está la clave: falta de regulación, aunque, en realidad, era más el quebranto del interdicto.
Pero la primavera duró poco. Hacia 1971, las starlettes que andaban por el Festival de Cannes resignificaron el topless como elemento de propaganda. El hecho de que algunas estrellitas alicaídas convocaran a la prensa para que las retratara tomando sol sin brassière generó un mini escandalete en el que ya no contaba movimiento de liberación alguno sino la lógica del mercado. De a poco, algunas legislaciones europeas fueron acomodándose para, inclusive, alentar este “destape”. Claro que, cuando algo está avalado por ley, difícilmente sea una provocación a nada. Al autorizarlo, el Estado estaba apropiándose del topless, dando vuelta el tablero y esterilizando el contenido político del gesto. Se empezó a hablar, con algarabía inusitada, de una nueva “revolución sexual”, de que las mujeres ya no tenían tapujos ni pudores en mostrar su cuerpo, en adoptar una postura “menos hipócrita y más natural”. Pero, como reflexionó Shere Hite en una de sus últimas columnas para el diario El País, las “imágenes de las presuntas jóvenes sexualmente liberadas” no son genuinas representaciones de la libertad sexual de la mujer sino versiones bastante estereotipadas de viejas actitudes masculinas que pretenden volver del revés la tradición (para escandalizar) e imaginar que todo lo que estaba reprimido ahora es bueno, “merece la pena” y viceversa. Hite destacó otro elemento importante para leer el topless de estos años: quienes se deshacen en elogios a la “belleza femenina liberada”, o dibujan argumentos en su contra, probablemente estén pensando sólo en mujeres jóvenes, turgentes y rozagantes, y no en un amplio espectro de edades. ¿A qué otra cosa podía deberse el festejo de la revista Gente el año pasado? “El verano del 2000 trajo consigo el destape y hoy ellas se animan sin pudor al topless, su primera gran conquista del nuevo milenio. Una conquista que llevó décadas, pero al fin (señoras y en especial señores) surge natural delante de sus retinas.”
En la Argentina, las rebeliones del topless nunca fueron, hay que decirlo, demasiado radicales. Una de sus principales impulsoras, Moria Casán, dio cuenta del contradictorio significado que se le suele atribuir en estas playitas: “El topless va más allá de sacarse el corpiño. tiene que ver con la libertad. Por ejemplo, a Playa Franka [su parador, en el que todos los años, tijera en mano, corta los corpiños de algunas colaboradoras para inaugurar la temporada] una vez vino una mujer de 70 años que se paseó con su marido en topless. ¿Y sabés lo que decía? ‘Había hecho esto en Europa. Por fin lo puedo hacer en mi país’. Que en estos tiempos a la gente le impresionen dos lolas me parece hipócrita, porque tienen un valor maravilloso: son las que amamantan a un ser humano”. Con tres años de ventaja sobre Brasil y Uruguay, que lo autorizaron a fines del año pasado, un señor de Mar del Plata había presentado en 1997 un proyecto para alentar y, así, utilizar la desnudez femenina como estimulante económico: “Es una forma más de incentivar el turismo y nuestra ciudad no debe estar alejada de las costumbres veraniegas del turismo internacional”. La iniciativa pasó sin pena ni gloria por la Legislatura local, pero en su momento tuvo repercusión nacional, para más precisiones, de escándalo. Por ofensa al pudor y a la moral criolla, claro.
En estos momentos, si un gesto puede tener la misma fuerza que consiguió el topless en los ‘60, no es un nuevo pecho sin corpiño y punto sino el pecho relacionado con las intervenciones médicas. Los reclamos por políticas de salud especialmente diseñadas para las mujeres han tenido como estandarte privilegiado el cáncer de mamas, una patología largamente descuidada y postergada por el ámbito público. Pero, mientras que en el terreno político la lucha es básicamente discursiva, hubo y hay mujeres que pusieron, literalmente, el cuerpo y, con ello, quebraron un silencio. Hacia principios de los ‘80, la escritora Dana Metzger fue una de las primeras en mostrarse desnuda y feliz tras la mastectomía. Reivindicaba, así, no sólo el derecho a seguir disfrutando de su cuerpo después de la extirpación de uno de sus pechos, una posta que recientemente tomó la poeta argentina Gabriela Liffschitz con la muestra Recursos humanos, sino que estaba poniendo en evidencia el escozor que, todavía hoy, genera este poder. Lo subversivo sigue estando en el pecho, en las formas en que es mostrado, asumido y leído por las propias mujeres.
La aparición de las meseras playeras de Pinamar respondió, como lo reconoció el responsable de marketing del parador, a la lógica publicitaria. Una lógica, claro, pensada por hombres para atraer, mayormente, a más hombres. De acto político a desnudo rentado con fines propagandísticos y de empresa (algunos testigos afirman que las chicas sólo se quitan el corpiño cuando localizan una cámara), el desplazamiento de significados es evidente, aunque el encargado de la campaña alegue un fin casi de beneficencia para la humanidad en general: “Es el momento justo para hacer que el mundo cambie y es hora de darle a la gente la oportunidad de sentirse mejor”. Ya saben, chicas: el permiso está dado, a desprenderse el bra por el bien la humanidad, un sueldo y algunos aplausos. Liberación. ¿Liberación?