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AYUDA A NIÑOS MALTRATADOS

102

Esos tres dígitos que aparecen en algunas facturas de servicios, junto a otros “teléfonos útiles” son los de la línea de emergencia que en la Ciudad de Buenos Aires, sirven para pedir ayuda en caso de certeza o presunción de que un menor de edad está siendo víctima de maltrato. Crónica de un día al lado de esos teléfonos, y el testimonio de los operadores de calle que salen a verificar las denuncias.

Por Marta Dillon

La radio está encendida y un rumor de canciones entrecortadas hace tararear de a ratos a una de las operadoras telefónicas. Se llama Irina y tiene 21, la mirada perdida en una de las ventanas altas, inalcanzables, que traen a la oficina un retazo de la calle Perón en pleno microcentro. Por ese rectángulo de vidrio a más de dos metros de altura, Irina puede saber si llueve o si sale el sol, a qué ritmo el día se hace noche. Pasa muchas horas frente al teléfono, junto a otros tres compañeros, y sabe que aunque la ventana estuviera abierta, entre el adentro y el afuera el clima nunca podría ser el mismo. Afuera la gente se agita en el horario de los bancos, hierve cuando termina la jornada laboral y directamente huye por las noches. Adentro la luz es siempre la misma y por el teléfono llegan atisbos de realidades muy distintas, escenas de violencia relatadas apuradamente y con temor a los operadores, abandonos, conflictos, denuncias que en todos los casos tienen como protagonistas a niños, niñas y adolescentes. Irina atiende la línea 102, un número de tres dígitos que aparece en la guía telefónica o en la factura de algunos servicios, junto al del SAME –emergencias médicas– o al del Comando Radioeléctrico –de la Policía Federal–, sólo que ésta es una línea de emergencia a la que se puede acudir cuando existe la presunción o la certeza de que hay un menor de edad en riesgo. Y tal vez ese peligro lo esté cercando en su propia casa.
El murmullo y el sonido de alerta de las llamadas es constante. La oficina la arman cuatro tabiques, cuatro escritorios pegados y cuatro teléfonos. “Consejo del Menor”, dicen, con voz monocorde, los operadores cada vez que levantan el tubo, son demasiadas las veces que cuelgan de inmediato, con violencia. Enseguida adivinan cuándo del otro lado de la línea se insinúa una cargada, alguien que no encontró una forma mejor de perder el tiempo. Otras, en cambio, se recogen en su silla como buscando silencio, ahuecan la mano sobre el receptor para que su voz se escuche clara y entablan una conversación de la que van tomando nota prolijamente. Ahora es una mujer la que llama, dice que en el piso de arriba de su edificio se escuchan gritos permanentemente, gritos de niños, dice que supone que la madre les pega o los deja solos. No conoce al grupo familiar, no sabe ni siquiera sus nombres y tampoco quiere dar el suyo, su única intención es dar una voz de alerta. Irina le pide que busque más datos, que se fije si los chicos lloran siempre en el mismo horario, si puede encontrar alguna constante más que sirva como punta para saber si su llamado es efectivamente una denuncia. Después le dará un número a la voz en el teléfono, es el que tiene que invocar la próxima vez que llame si tiene algo más que decir. No es una llamada distinta a otras, al contrario, pero, igual que muchas, puede ser un primer paso para descubrireso que a diario sucede subterráneamente hasta en las mejores familias: el maltrato o la violencia contra los niños.
“Vos preguntás sobre casos concretos, todos lo son, la mayoría son casos de violencia: ¿qué podría contarte de uno o de otro?”. Serenela se impacienta, es asistente social y operadora de calle de la línea 102, pero el verano la obligó a sentarse otra vez en el escritorio. Su trabajo es verificar las denuncias y hacer un informe socioambiental de las familias en las que podrían estarse dando situaciones de maltrato, de abuso o de violencia. Desde que se recibió trabaja en el Consejo Nacional del Menor y la Familia, en la línea de emergencias. Para ella el mapa de la ciudad se divide en tres zonas, la suya es zona norte. No sabe cuántas de las 8.540 llamadas recibidas entre enero y diciembre le tocó verificar –y en algunos, muchos casos, intentar resolver–, sabe que la mayoría fueron por casos de violencia, aunque no maneje las cifras oficiales del Consejo que dicen que el 35% denunciaban un caso de violencia familiar y maltrato. De hecho la línea es la principal boca de ingreso de personas asistidas por este ente nacional que en plena transición hacia la descentralización atiende por teléfono sólo los casos de Capital Federal. No es la única transición que atraviesa el Consejo. Aun cuando su función específica sea la de ser garante del respeto a la Convención de los Derechos de los Niños, niñas y adolescentes, todavía quedan demasiados resabios de lo que se conoce como doctrina de la “situación irregular” de los menores y que propone como respuesta la asistencia y la institucionalización, un circuito cerrado que lejos de integrar a los más chicos a la sociedad, los toma como objetos de tutelaje y los lleva de la mano por un laberinto de institutos asistenciales que los marca y los excluye. La carta de intenciones de la transformación del Consejo, existe e incluye además impulsar la derogación de la Ley de Patronato que rige desde 1919 y que no considera a los chicos como sujetos de derecho sino como incapaces. “Por ahora –dice Marita Montes de Oca, directora de Admisión del CNMyF– atendemos la emergencia aunque la idea es que este organismo se convierta en un trazador de políticas”.

Los gritos del silencio
Cuando logra desprenderse de su impaciencia, Serenela Menéndez no sólo recuerda muchos de los casos que le tocó atender sino que tiene sueños recurrentes en los que recorre las casas de esas familias que entrevistó y que le mostraron una realidad que hasta ese momento sólo conocía por las películas. “Pero las películas de algún lado salen”, dice como quien repite una obviedad. Ella hace dos años y medio que trabaja en el 102, desde hace uno es operadora de calle. “Lo que hacemos cuando salimos a la calle es visitar a quien hizo la denuncia en caso de que se halle identificado, hablamos con el vecino, con el portero si es que hay, a veces tenemos la oportunidad de conversar con los mismos chicos y eso es muy valioso porque los chicos son espontáneos y no hablan sólo con las palabras”. No puede seguir con el relato porque el teléfono que le toca atender suena una vez más. Del otro lado está Laura, una adolescente que tiene una beba y un embarazo que ya pasó de su término. Llama desde un hospital en el que quedó internada por ese motivo, pero no hay nadie que pueda hacerse cargo de su beba, nadie a quién acudir para que la vaya a buscar, su familia no tiene teléfono y recurre a la línea para pedir ayuda. Alguien dentro del Consejo había tomado su caso antes, Serenela no sabe por qué, pero busca a esa persona, y el caso es derivado. “No todos los casos son de violencia, también recibimos otro tipo de llamadas, a veces ésta es una línea de contención o de asesoramiento”. Está acostumbrada a cambiar de tema rápidamente y a entrar y salir de realidades completamente distintas. “A veces es un poco agotador porque también atendés diez llamadas que son jodas y de pronto entra ese llamado que te hiela la sangre y tenés que prestar toda la atención”. Así empezóuno de los casos que recuerda más nítidamente. Era una mujer que vivía en Recoleta, de muy buena posición económica. Sin embargo, en ese departamento de cinco ambientes dormía la mujer con sus tres hijos en un sillón. “La gente piensa que los casos de maltrato se dan sólo entre personas de bajos recursos y no es así, sólo que en la clase media los mecanismos de encubrimiento funcionan mejor”. Serenela soñó más de una vez con el caso de Recoleta, veía a la nena mayor de la familia abriendo sólo una rendija de la puerta, diciendo que la mamá no estaba, que no podía salir, que no la dejaban abrir la puerta. “Nos costó un perú entrar, pero ahí ves el valor que tiene la observación, hay datos del desorden de una casa que son indicativos, también se evalúan las respuestas y las actitudes de los chicos. Siempre intentamos resolver el conflicto sin judicializarlo porque a veces es peor, sugerimos tratamientos, buscamos dentro de los recursos de las familias, por ejemplo ver si tienen obra social y si dentro de ésta hay profesionales que pueden tomar el tema. Pero muchas veces no queda más posibilidad que separarlos de los padres, y eso es lo más doloroso”.
En cuatro horas los teléfonos han sonado infinidad de veces, diez casos han merecido que se abran fichas. Muchos otros han sido derivados a una línea similar en la provincia –0800-6666466–, y las cifras que manejan en el Consejo están acordes con las cincuenta denuncias diarias sobre maltrato infantil que se reciben en las Defensorías de Menores de la Ciudad de buenos Aires, aunque no es posible saber si algunos de estos casos se reiteran en ambos lados. Aunque es posible que la difusión de estos temas y el trabajo de muchas organizaciones sociales sobre la violencia familiar –además de la sanción de leyes punitivas– haya hecho posible visibilizar el tema y favorecer que se quiebre el silencio, lo cierto es que desde 1997 las denuncias por maltrato físico o psicológico se duplicaron. Y últimamente se han empezado a recibir llamadas de los mismos chicos afectados, “aunque en los casos de violencia, ellos son los últimos en hablar”, dice Serenela.
“Es muy difícil que un chico vaya en contra de sus padres y por eso no es esperable que sea él o ella quien haga una denuncia, no sólo por el temor a las represalias. Existe también una figura, la captura del amor, por la cual los chicos quedan atrapados por sus padres en función de ‘todo lo que hicieron por ellos’”, dice la psicoanalista Alicia Lo Giudice, coordinadora del área de salud mental de Abuelas de Plaza de Mayo, en donde ha visto más de un caso de este tipo. “Es un tema complejo el de la victimización de los niños o niñas –agrega Lo Giudice– porque si bien hay dificultad para escucharlos, pero hay que tener cuidado cuando se lo deja estancado en el papel de víctima, porque los chicos son activos, tienen recursos de resistencia y a eso hay que valorarlo porque si no, caemos en la concepción del chico como objeto, como objeto a tutelar, pero también como objeto de consumo”. Aun cuando el padre de la psicología, Sigmund Freud en su estudio sobre lo siniestro a lo familiar como lo más extraño –y en consecuencia, siniestro– hasta bien entrado el siglo pasado no se había descripto el síndrome del maltrato infantil. Es lo que cuestiona hacia adentro de cada sociedad y de cada persona lo que hace que esta problemática sea tan difícil de visualizar. Incluso en casos como por ejemplo el de Rufino en que un matrimonio de profesionales dio muerte a su hija, el pueblo entero, en principio, los apoyó más allá de las pruebas judiciales. Y hubo fiscales y jueces en Mar del Plata que habiendo recibido la denuncia de Adriana García sobre las amenazas y las agresiones que ella y sus hijos recibían de su ex marido no pudieron evitar que éste degollara a los dos pequeños de 4 y 2 años. “Mamá, escondámonos en un pelotero así papá no nos encuentra”, había dicho el mayor poco antes del desenlace ¿Hubieran cambiado las cosas si alguien hubiera escuchado a ese niño? Darles palabra, escucharlos, observar sus síntomas son las herramientas con las que cuentan quienes están en contacto con niños que han sido maltratados. “Muchas veces todo lo que necesitan para empezar ahablar es justamente eso, que alguien los escuche, que esté creado el espacio”, dice Serenela. La línea 102 podría servir aunque la principal dificultad está en la difusión, aun cuando no fue pensada estrictamente para que se comuniquen los chicos, tampoco son demasiados los adultos que saben de su existencia y son muchísimos los que llaman pensando que es un número de informes o simplemente porque quisieron llamar al Comando y se equivocaron. Aun así la mayor cantidad de familias que fueron asistidas por el CNMyF el año pasado, llegaron a través de la línea 102, más del doble que por “demanda espontánea” –son quienes se presentan en el edificio para pedir ayuda– o por pedidos judiciales de atención o internación en institutos correccionales o de asistencia.

Patear la calle
Después de las cuatro de la tarde el ritmo de oficinas que rodea los escritorios de la línea empieza a hacerse lento, a las cinco sólo quedaran en el inmenso edificio del Consejo los operadores telefónicos. Con el atardecer los llamados se hacen más intermitentes. Es la hora en que se va Rodrigo, con su bastón blanco y su computadora para escribir en sistema Braille. Este abogado es el que se encarga de contestar el cúmulo de llamados que piden asesoramiento legal, casi siempre se trata de divorcios conflictivos o de un padre o una madre preocupados porque su ex cónyuge no trajo a los chicos a la hora convenida. Rodrigo habla en tono que es difícil de escuchar, tal vez por la costumbre de hablarle al receptor tan cerca que nadie más puede oírlo, es una manera de respetar la intimidad de los que llaman. “Estoy desde que se creó la línea, no puedo decir si sirve mucho o poco, lo que sé es que está creado el espacio y de alguna manera puedo ser útil”. Justo cuando Rodrigo se está despidiendo Mónica Defalco, a cargo de los operadores y de su propia “obsesión” que muchas veces la lleva a quedarse en el escritorio hasta bien entrada la madrugada, atiende a un Oficial de Justicia que pide asistencia para un secuestro. “Es una fea palabra, pero es la que se usa cuando hay que separar a un chico de sus padres por su propia seguridad”. No es una tarea fácil, pero Mónica la asume con pocas contradicciones, no es la primera vez que lo hace, no será la última. Entonces la reemplaza Miguel, un trabajador social de 34 que este año quiso que lo relevaran del turno de la noche porque tres años en ese horario fueron demasiado. “No es sólo porque te cambia el ritmo de vida, sino porque a la madrugada llaman siempre por urgencias o por casos que necesitan contención inmediata. Me ha pasado de escuchar en una noche dos casos de abuso sexual a chiquitos de dos o tres años y muchos más de violencia. Yo le puedo decir a la mamá qué hacer, pero no puedo cortar enseguida, la tengo que escuchar ¿quién más lo va a hacer a las 3 de la mañana?”. Miguel también está en la línea desde 1995, cuando se creó y sólo se limitaba a la atención de las llamadas y la derivación a otros programas del Consejo. Frente a su escritorio hay una foto en la que sonríe junto a la ranchada de chicos de la estación Chacarita, festejando el fin de una campaña de vacunación. Miguel empezó a trabajar con esos chicos que viven en la calle por voluntad propia “haciendo onda, tratando de escucharlos”. Y aunque ahora es operador de calle y su zona va de La Boca a Lugano, sigue visitando “a los pibes”.
“En el verano me desespero porque tengo que cubrir los teléfonos y no puedo tener el contacto que da la calle. Desde acá me siento impotente, hacés la ficha, después la evalúan y después recién va alguien al domicilio, a veces es demasiado tiempo perdido”. Los meses de vacaciones traen riesgos que no tienen que ver con las operadores que se toman su descanso, “se siente mucho cómo bajan las llamadas porque al no haber escuela, algunos chicos que necesitan ayuda quedan aislados y ya no está la maestra que denuncia o la mamá de un compañero que llama para ver cómo puede ayudar. Esos llamados son masivos en el período lectivo. En esta época no sabe qué pasa porque que haya menos denuncias no quiere decir quehaya menos casos”, dice Miguel. Según la Ley de Protección contra la violencia familiar, maestros y maestras tienen la obligación de denunciar los casos que conozcan, y de hecho, la escuela sirve de red para contener a esos chicos mientras están escolarizados. También existe en la Ciudad de Buenos Aires un Programa por la No Violencia en las Escuelas que tiene una línea directa (4811-2158) que hasta julio había recibido 300 denuncias confirmadas.
“Yo me aflijo por la mayoría de las cosas que me cuentan, a veces es muy difícil irte a tu casa y olvidarte del trabajo, porque se mezcla, se mezcla la impotencia de pensar en todo lo que está pasando simultáneamente”, dice Serenela. Miguel ha llegado a solicitar apoyo psicológico para los operadores, fue después de que una mañana, parado en la estación de un subte se descubriera mirando a cada persona que iba con niños y preguntándose cuál de todas les habría pegado, cuál de ellas sería un abusador. Hay un contraste difícil de digerir entre los relatos y la voz de la locutora que emite esa radio siempre encendida, el tono demasiado agudo cuando grita los “Top ten”, los anuncios de hamburguesas o de boliches son demasiados estridentes. Los operadores se ríen cuando se les pregunta si no les molesta. “No –dice Serenela– no es eso lo que molesta, en todo caso me joden las cargadas o esa gente que llama para que saquemos a un chico que duerme en la puerta de su casa como si fuera una bolsa que hay que retirar”. Y es que ese es el otro gran universo de llamados, los que denuncian que hay chicos durmiendo en la calle o mendigando. “Nosotros los conocemos, los atendemos en la medida de lo posible, no podemos retirarlos de la calle y muchas veces no es lo que quieren o lo que necesitan. Muchas veces los invitamos para que vengan a comer o a bañarse, pero si no quieren no los podemos obligar a no ser que haya una orden judicial y eso no es lo que queremos, así les complicamos más la vida”. Serenela no sabe cuál es la salida para esos chicos, ellos son los que sufren una violencia cotidiana y sostenida, una violencia para la que no hay respuestas a la vista. “Hay que tener en claro hasta dónde podemos llegar, somos apenas quienes podemos dar asistencia y la mayor parte de las veces lo hacemos porque queremos, por nuestra propia cuenta”, dice Miguel y entre los dos se cuestionan “¿De qué se tratará nuestro trabajo si todos los días salimos y vemos cada vez más chicos durmiendo en la calle? ¿Les damos monedas porque sabemos que si no las consiguen no vuelven a casa o no se las damos para no fomentar el negocio? ¿Estarán mejor en un instituto? ¿En qué instituto? Preguntas que, sin duda, ninguno de los dos puede contestar.