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Martel se fue a Berlín

Su primer largo, “La Ciénaga” –estupendamente protagonizado por Graciela Borges y Mercedes Morán–, competirá la semana próxima en Berlín. La película, más allá de la suerte que pueda correr, significará el arribo de la salteña y jovencísima Lucrecia Martel a un primer plano cultural. Ella afirma, en voz templada, que no cree estar representando absolutamente a nadie.

Por Moira Soto

Los tres vendedores internacionales más importantes del mejor cine (léase Kiarostami, Kitano, Von Trier, etc.) se han peleado por vender en el exterior La Ciénaga, el magnífico film de Lucrecia Martel seleccionado –después de 13 años de ausencia del cine argentino en esa muestra– para la competitiva del Festival de Berlín. Sin embargo, como se advertirá a través del reportaje que sigue, a Martel –pulverizando cualquier estereotipo de director argentino en condiciones parecidas– se la ve tan tranquila, reflexiva y cuestionadora como siempre. Es decir, se trata de la misma actitud que tuvo cuando se conoció públicamente, integrando el largo Historias Breves I, el sorprendente corto Rey Muerto. Aquel donde una madre, la Juana, atraviesa altivamente con sus hijos, bajos cielos enrojecidos, en un pueblito escenográfico de spaghetti western, abandonando a su marido maltratador.
No suena exagerado afirmar que La Ciénaga, cuyo estreno local está previsto para el 5 de abril y que previamente se presentará –fuera de concurso– en la apertura del Festival de Mar del Plata (el 8 de marzo), marca absolutamente una fecha en la historia del cine argentino. Lucrecia Martel, con unos pocos y relevantes trabajos en el cine y la TV, desarrolla escenas de la vida familiar lejos de toda romantización y de una progresión dramática lineal. El relato, espléndidamente fotografiado e interpretado, va tomando forma, espesor y complejidad sin apelar a facilidad alguna, con rigurosa maestría, para trazar un retrato desencantado y perturbador de un grupo familiar de clase media.
Afortunadamente Lucrecia tiene dos proyectos en camino: para este año, uno que define como “pequeño” –La niña santa, sobre una adolescente de la parroquia– y para el próximo, una de terror. Ahora está marchando hacia Berlín, donde el 8, en la primera función, se proyecta La Ciénaga. Crucemos los dedos.
–Al revés de lo que pasa con muchas/os jóvenes directores que hacen su primer largo, para usted el cine no parece ser el centro de su vida creativa, menos aún una vocación definida y de larga data.
–Y creo que tampoco lo es hacia el futuro. No fue que yo me agarré del cine, creo que a mí me agarró como una forma de expresión en la que mostré alguna habilidad. Lo que sí parecía seguro por todo mi recorrido desde chica era que alguna forma expresiva yo necesitaba ejecutar. No creo que sea algo privativo mío, pero desde temprano tuve mucha conciencia de ser chica y de lo que pasaba. Esto me llevaba a estar todo el tiempo sacando conclusiones. Y cuando una se ejercita así, definiendo cómo es el mundo, en algún momento necesita expresar toda esa carga.
–¿Qué cosas le preocupan particularmente?
–De chica, el problema siempre fue teológico, con distintos perfiles. Aunque mi familia es católica, pero no de manera tradicional: a mi viejo no le importa nada la religión, a mi vieja un poco mas, sí estaba presente todo el folklore religioso, que es muy atractivo. Criada en ese ambiente, me resultó muy angustiante empezar a dudar de todo ese orden. Yo había apasionadamente abrazado la fe, con el misticismo que tienen los chicos: por ejemplo, ser los guardianes de la familia a la noche, cuando todos duermen. A los nueve años yo tenía insomnio al punto que hubo que medicarme porque no dormía pensando que alguien tenía que estar despierto mientras todos dormían. Entonces, cuando abrazás así estas cuestiones y llega un momento en que empezás a dudar de todo ese esquema, se vuelve imperiosa la necesidad de redefinir las cosas porque ha caído el eje principal que lo sostenía todo.
–¿Superó esa idea que impone la religión católica sosteniendo que quien ha pertenecido a ella está marcado a fuego para siempre?
–Bueno, a mí eso me gusta, lo mismo que muchas cosas del folklore católico. Para mí, la desgracia que tuvo la Iglesia Católica fue que Simone Weil se muriese a los 34 años.
–¿Cree, por ventura, que la Iglesia oficial le hubiese dado bola?
–No, quizás no. Pero ella tenía una conciencia absoluta de que hacía falta una limpieza filosófica en la doctrina cristiana. Es cierto: el que haya pasado tanto tiempo sin publicarse la obra de Simone Weil es como una clave.
–¿Acaso porque las respuestas plenas las da el dogma?
–Bueno, claro, seguro. Si al menos el dogma sirviera para obrar bien moralmente, pero no.
–¿No es su interpretación lo que no sirve?
–Seguramente. Te digo que a todo este proceso se sumó el que yo fuera a un colegio muy clasista salteño, de la Curia, muy católico. Había entrado porque quería estudiar griego y latín. El último año tenía 16; el profesor de filosofía, que era capellán del Ejército, nos contó, como si fuéramos sus cómplices, que había confesado a chicos que fusilaron, de nuestra edad. Para mí fue un shock terrible. Yo, a pesar de todas estas dudas existenciales, había tenido una infancia y una adolescencia muy felices. Después de ese relato, cosas gratas del colegio secundario se tiñeron de una oscuridad siniestra. Como haber sido engañada de una manera bastante infame. Por supuesto, cayó por tierra el poco respeto que podía tener por una institución que todo el tiempo actúa sobre una cuestión de vida o muerte: salvarse o no salvarse. Si una institución con este discurso dejaba pasar esta situación, protegía a estas personas, ya no se podía confiar. Mirando para atrás, empecé a ver todas las agachadas del colegio con respecto a los deberes mínimos de caridad, de piedad. Todas esas cosas que serían lo rescatable de la doctrina cristiana sucumbían, se volvían una especie de máscara payasesca con esa revelación.

El cine, probablemente
–¿Cuándo aparece el cine como ese medio de expresión que andaba necesitando?
–Antes de venirme a los 19 años a Buenos Aires, mi viejo había comprado una cámara de video y yo había filmado mucho a mi familia, sólo con el manual de funcionamiento de la cámara. Las únicas ideas estaban sacadas de películas de Franco Nero: bueno, Rey Muerto tiene una deuda con ese cine. Contaba con muchos actores, con seis hermanos de distintas edades, mi vieja que es un personaje muy particular, mi viejo... Tenía ahí como el permanente circo para estar filmando. Por supuesto que La Ciénaga le debe bastante a esta experiencia.
–¿Creaba algún tipo de situación, de improvisación o filmaba tipo documental?
–Filmaba la nada familiar. En el ‘83 las cámaras eran superpesadas. Bueno, colocaba todas las cosas en una mesa, en una carretilla, ponía el trípode en la cocina que era el lugar donde más estábamos y ahí filmaba. Sin ninguna idea ni de experimentar ni artística. A veces no veía los videos que filmaba, pero cuando lo hacía, me daba cuenta de que había algo que sucedía de manera solapada. A veces, cuando hay muchos chicos, no se percibe de primera intención quién es el narrador de la escena. No importa que se trate de una tontera familiar, siempre hay alguien para quien esa escena va a ser inolvidable y la va a recordar el resto de su vida. Hay que prestar una cierta atención para captar esto, sobre todo cuando hay mucha gente.
–Aparte de sus descubrimientos personales, ¿estas filmaciones le sirvieron para ir encontrando un sistema narrativo?
–Claro, como yo no participaba de ningún ambiente cultural donde habría podido encontrar referentes narrativos audiovisuales, los fui diseñando a través de esta experiencia. Para mí el montaje es la estructura de la memoria. Cuando empezás a manejar los elementos que después te das cuenta de que son de la narrativa audiovisual, es como que te apropiás de una manera muy corporal del cine. Y sin la mediación de la cinefilia, que está buena para muchos directores, pero que a mí no me sirvió, bueno, porque estaba en Salta. Yo me enteré de que existía el cine Arte cuando tenía más de 20.
–¿Lo tenía entre manos y no se habías dado cuenta de que podía ser el camino?
–Y cuando vine a Buenos Aires, tampoco me lo imaginaba. Me fui huyendo de la desesperación de no saber qué quería hacer, qué quería estudiar, desorientadísima. Mi prima, que estaba en la misma que yo, tenía una Guía del Estudiante. Todo lo que aparecía ahí –balística, química, física– lo miraba con atención porque podía ayudarme a decidir mi vocación. Vi lo del cine, me anoté en Avellaneda en dibujos animados. Estuvo bueno, tenía un contacto muy artesanal con la película. Después, entré al CERC en un momento crítico, no había clases, no podíamos hacer ejercicios, hubo algunos directores con los que tuve mala relación, como toda esa generación. Finalmente aprendí a trabajar en cortos de amigos, conversando, viendo películas.
–¿Empezó a volverse más cinéfila?
–Nunca mucho, no llegué a tener el hábito. Y te digo: no es lo que prefiero ir al cine, aunque obviamente me gusta y las películas que me entusiasman las he visto cinco veces el mismo día. Por ejemplo, El silencio, de Bergman, que la descubrí tarde, hace cuatro años. Pero creo que no llegué a la categoría de cinéfila. Tuve una etapa muy de cine de terror porque con unos amigos hacíamos un programa que se llamaba “Noche de espanto”, por una señal para el abonado de Cablevisión. Lo que me gusta de los directores con cierto gusto por la clase B es que se liberan de ciertas normas. De hecho, aparte del proyecto pequeño que quiero hacer este año –La niña santa–, estoy escribiendo algo más del género de terror, en los términos que a mí me da: el terror superdoméstico, que es un poco el que viví en la época del Proceso. Con mi hermana, que me visitó mientras estábamos terminando La Ciénaga, charlamos de las cosas que nos daban miedo cuando éramos chicas. Llegamos a la conclusión de que era la época misma. No se trataba de terror tan asociado directamente con el aparato de Estado y su violencia, sino con la inseguridad de la existencia humana, la situación de amenaza. Ese terror estaba presente en un montón de cosas y, si bien lo que estoy escribiendo ahora no se refiere a esa época, se trata de ese tipo de miedo, de esa sensación de una grave complicidad en un espantoso crimen que para mí es como un gran peso quelleva toda la sociedad argentina. No sé si hay alguna escuela filosófica aquí que analice la terrible herida que es no lavar los crímenes. No hablo de los directos implicados sino de la complicidad silenciosa. Creo que la debacle política actual es consecuencia de la masacre de personas, pero también de la masacre espiritual.

Bordeando la ciénaga
–¿Cómo fue la experiencia de comenzar a filmar ya con una base teórica, técnica?
–El primer corto, El 56, al rendir la tesis de dibujos animados, lo hice con dibujos de un tipo increíble, Jorge Lumbrera. Después en la escuela tuve que filmar un minuto de video que me sirvió para extremar ciertas posibilidades técnicas. Más tarde, un documental, La otra, sobre los travestis de la calle Scalabrini Ortiz. No sabés lo que fue: estuve yendo durante tres, cuatro meses a los bares, de 3 a 6 de la mañana, no me daban bola, por supuesto. Hasta que logré empezar a charlar con ellos y a descubrir su verdadero mundo: está el que los maneja y que no puede dejar que se distraigan con vos porque le quitan tiempo al trabajo. Cuando ya habíamos conversado para poder filmar, el tipo me dice: bueno, ahora quiero tanta plata. Plata yo no tenía y todo el trabajo previo se fue por la borda y la película terminó siendo más sobre transformismo que sobre travestismo. Tenía filmadas como seis horas de conversaciones y las borré de la bronca que me dio. Me generó mucha angustia ese ambiente que está todo el tiempo caminando sobre la muerte, un mundo terriblemente violento. Después, hice un corto en video llamado Besos rojos, producido por mí. Un mal corto, pero una buena experiencia.
–Y llegamos a Rey Muerto, que no sólo fue un muy buen corto sino además su presentación ante la crítica y el público al estar incluido en la primera edición de Historias Breves.
–Rey Muerto apareció cuando dudaba bastante del cine. Yo estaba en Salta y un amigo me dijo: mandá un guión que hay un concurso. Lo eligieron y frente a la posibilidad de hacer el corto, lo asumí jugándome todas las fichas, porque era como mi última chance por lo inaccesible que me resultaba hacer cine. Lo que sucedió con Historias Breves, particularmente lo que me pasó a mí, fue completamente inesperado. Ese guiño de afuera que a veces una necesita para seguir adelante. Me angustia pensar la cantidad de gente de talento que no ha tenido ese guiño y no ha podido realizar nada. Me inspiré en un episodio que ocurrió una mañana, cerca de mi casa, una pelea entre una mujer y su marido. Alguna cuestión de infidelidad, estaría harta ella, no sé qué le pasaba, pero la mina blandía un cuchillo zapallero gigante. El tipo trataba de defenderse con un cajón de frutas. Se acercó gente que intentaba pararlos, aunque era la mujer la que estaba armada, parecía que la que necesitaba protección era ella. Y la mujer amenazó a todos para que se alejaran, como intentando enfrentar la situación sola. Esa fue la génesis de la historia de Rey Muerto.
–¿Rey Muerto te llevó a La Ciénaga?
–Mientras pasaba todo lo del corto –las críticas, los festivales–, cosas como muy reconstructivas del espíritu, empecé a escribir La Ciénaga. Primero fueron cuadernos y cuadernos y cuadernos. En esa época de conversaciones, me contaron una anécdota familiar que está en la película. ¿Viste cuando hay una cosa explosiva de un personaje que te lleva a hilar las otras situaciones? Aunque no exactamente ligadas a mi familia, sino más bien a una situación social que yo conocía. Pero muchos de los textos de Mecha y Tali –Graciela Borges y Mercedes Morán– son expresiones de mis abuelas, de mi mamá.
–¿Qué importancia narrativa les da a los diálogos, al lenguaje de los personajes?
–Creo que el tema del lenguaje, de la palabra en el cine es fundamental. Hay un pudor que tenemos los que pertenecemos al mundo del cine argentino en torno del uso de diálogos, un temor sobre todo de la gente joven a repetir ciertas cosas declamatorias y sentenciosas. Creo que tiene que ver con algo que ha pasado en el país en la época que mencionamos antes, que es la devaluación absoluta de la palabra. Si no se entiende qué pasa cuando se habla, es muy difícil que escribas un diálogo más o menos bueno, o que filmes bien un diálogo. Una cosa es que no pase nada en un diálogo y otra cosa es que los personajes no hablen de nada en concreto. Para mí esa falta de claridad ha hecho que mucho cine joven y también la televisión tengan una debilidad nueva, como el polo opuesto de la sentencia.
–¿Se propuso deliberadamente que por la película circulara un cierto humor más bien negro, nunca explícito? Incluso hay detalles de la ambientación como la lámpara típica de los negocios de “Todo por 2 pesos”.
–¿Sabés que yo pensé que este humor se había perdido? Lo de la lámpara fue una idea de la Gra (Borges). Ensayábamos en un hotel acá en Buenos Aires, en una habitación con cama doble. Un día Graciela recordó que en Tortuguitas tenía una lámpara en el baño que “le pego así y se enciende”. Fue tan gracioso que le dije: buenísimo, pongámosla en la mesa de luz. Porque Graciela Borges, cuando se abandona y se muestra tal cual es, tiene mucho humor. Un humor tan maligno, tan negro, tan propio de las minas del interior. Yo me divertía muchísimo con ella.

La transfiguración de Graciela y Mercedes
–¿Cómo procedió con Graciela Borges y Mercedes Morán -.cada una en su estilo y con distintos antecedentes– subidas al carro estelar?
–El personaje de Mecha fue el primero que definí en 1997 y hablé con Graciela antes de que estuviera Lita Stantic en el proyecto. La vi un día en televisión, hablando con una chica que hacía de su hija, y tenía una cosita de mujer perdida en la mirada, que pensé: esta mina puede estar perfecta. Fui a su casa, le llevé el libro. Enseguida de haberlo terminado me llamó para decirme que estaba maravillada. Volví a verla, me hizo una devolución muy aguda del libro y una pequeña imitación de un personaje cercano a ella, una mujer alcohólica. Me caí de risa, porque fue supersutil, muy graciosa. Después, para el otro personaje, Tali, era muy difícil pensar en una actriz. Lita fue la primera que me habló de Mercedes. Pero a mí me molestaba mucho el naturalismo de “Gasoleros”, la forma de hablar del mundo gasolero. Por supuesto, que yo sabía que era una actriz muy profesional, pero no si daba para el personaje, hasta que vi una foto de ella que me resultaba tan familiar. La foto era de una revista de mierda, una de esas fotos que se les roba a los pobres actores cuando están en su vida privada, y me dije: tal cual. A Mercedes también le gustó el guión.
–Sin duda, ambas actrices confiaron mucho en usted: Borges no está favorecida físicamente ni luce vestuario; Morán carece de todo brillo o glamour. Como si hubiesen recibido un baño purificador.
–Creo que eso es lo que más impacta de la decisión de Graciela. Para mí las dos están tan seductoras. Sí, la confianza de ellas fue fundamental: pensá que era mi primera película y que yo no daba todo el tiempo una imagen de total seguridad, porque no es mi estilo. Fue una gran generosidad de parte de ellas.
–La Ciénaga tiene una cualidad táctil muy física con esa presencia del agua –estancada en la pileta, casi violenta en la lluvia–, las lágrimas, la sangre, el vino, el calor, la humedad...
–Quisiera decir esto sin resultar pretenciosa: por esta falta de perspectiva histórica de la clase media argentina, por esta imposibilidad de conciencia del pasado, sin ningún intento de purgar culpas, me pareceque hemos caído en la manifestación más clásica de la tragedia que es la ceguera. Y creo que cuando sucede esto, frente a la ceguera, hay que prestar atención a los otros sentidos, porque la visión ya no sirve. Entonces, el tacto, la cosa auditiva se vuelven significantes de alguna forma. Porque ya no vemos lo que está pasando. Y me parece que esto es lo propio de la película, ¿no? Puede resultar táctil porque no existe ninguna posibilidad de iluminación, de verdad.
–Se podría decir que ya en la primera secuencia se advierte una mirada diferente sobre los cuerpos maduros en traje de baño, cerca de la pileta: ni regodeo en la decadencia ni exhibición de físicos jóvenes y perfectos, preferentemente de mujeres.
–Esa visión tan plástica, tan “Baywatch” en el extremo apoteótico, es como negar la fisiología del cuerpo, su complejidad. La capa de piel que cubre todo ese mecanismo y que se rasga con tanta facilidad. Como dice mi hermana más chica: qué combustible que es la piel. Mirá, cuando descreés de todo, fundamentalmente de lo más esencial, es necesario volver a mirar las cosas. Me parece que los momentos críticos existenciales de las personas, a cualquier edad, producen esos rajamientos en el velo de lo cotidiano. En el desprejuicio que da pensar todo de nuevo, sin duda está la percepción del cuerpo. Y de las relaciones entre las personas de la familia, que nunca son tan claras como dicen los manuales. Siempre el erotismo que fluye en torno de la familia es altísimo y no necesita de ninguna concreción sexual.
–Le escuché decir por Radio Nacional, en el programa “Platea”, que después de terminar La Ciénaga notó que había usado la forma de narrar de su madre.
–Sí, siempre me resultó muy atractivo su estilo loco de conversación, estoy muy atenta a su forma narrativa. Mi viejo, que nos contaba cuentos por las noches cuando éramos chicos, tiene su propia forma, más de hombre. Con mi mamá, la situación de relato era permanente. Porque ella hizo algo de una gran delicadeza, de un costo altísimo, impagable: se dedicó a sus siete hijos de una manera entusiasta. Con mis hermanos nos burlábamos a veces de su forma de narrar, porque nunca sabés dónde empieza y dónde termina la historia, cuyas estribaciones suelen ser el nudo fundamental. Y cuando vi armada La Ciénaga, sentí que tenía esa forma.
–¿Con qué espíritu marcha a Berlín?
–Capaz que allá me acelero un poco, pero ahora estoy relajada. Mi parte del camino ya la hice. Lo que pase en el festival, en el estreno, es todo añadidura. No siento que mi película represente al cine argentino que tiene tanta diversidad, ni al latinoamericano ni a las mujeres. No me siento más que representado a mi compromiso con mi propia obra. El otro día me preguntaron en Salta cómo me veía representando a la cultura salteña. No, respondí, la cultura salteña es de una vastedad tal que esta película no la puede representar nunca. Es apenas la pequeña lonja donde yo he circulado.