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INTERNACIONALES

Rehenes de la aldea global

 

Desde mediados de enero, la nueva ley de extranjería española hace pesar sobre 20 mil extranjeros la amenaza de la deportación. El 30 por ciento de los inmigrantes que no están en condiciones de regularizar su situación son mujeres. Algunas de ellas son “mujeres anclas”: llegan embarazadas y a esperar que el hijo les dé la nacionalidad. Otras ven degradarse su forma de vida, que ya era mala en los países de los que el hambre las expulsó.

Por Cristina Civale,
desde España

Son mujeres ilegales. Clandestinas. La nueva ley de extranjería del gobierno del Partido Popular liderado por José María Aznar creó esta figura aberrante a una semana de asumir la mayoría absoluta en el Parlamento en abril del año pasado. Y desde hace una semana, su vapuleado proyecto de ley –fue rechazado por todos los partidos de la oposición, por las organizaciones sindicales, de derechos humanos y por las ONGs– es ley. Por ella casi 20 mil personas provenientes de todo el mundo –en su mayoría de Marruecos; los argentinos están en tercer lugar entre los latinoamericanos luego de los ecuatorianos y los colombianos– están fuera de la ley por no ser españoles. Con el lema que “todo ser humano es legal”, estos 20 mil extranjeros están implementando diferentes maneras de permanecer en España, suelo que desde que dejaron su propio país se convirtió en tierra prometida, la tierra del futuro. Ellos constituyen una nueva forma del exilio, la del exilio del hambre.
Aproximadamente el 30 por ciento de estos ilegales para el gobierno español son mujeres. Las/12 accedió al testimonio directo de tres de ellas. Tres voces silenciadas por la ley. Representativas de una realidad escandalosa. Por ser extranjeras no pueden reunirse, manifestarse y, por supuesto, tampoco trabajar o simplemente vivir, caminar por las calles, soñar con otra vida. Si no hacen el largo camino de los papeles que les otorgan documentos la única salida es la salida, es irse de España, por la misma puerta por la que entraron, ahora sin esperanzas, con vergüenza, humilladas y endeudadas. No es que no hagan ese camino de legalización porque no quieran o por haraganería: ya lo han hecho y sus peticiones de residencia fueron rechazadas. No reúnen las condiciones para vivir en España. ¿Y cuáles son esas condiciones? Ser hijas de españoles o pertenecientes a un país de la Comunidad Europea, demostrar tener suficiente dinero en el banco para poner una empresa –a veces ese requisito tampoco alcanza– o tener un contrato de trabajo por no menos de un año. Quienes tienen dinero suficiente no tienen problemas para exiliarse; quienes son europeos por alguna remota razón tampoco. Sólo son mal mirados –y ahora amenazados– quienes nacieron fuera de las fronteras de Europa, sin recursos, con apenas dinero para pagar un billete a España, antes franquista y atrasada, y ahora próspera, sectaria y a la cabeza de un racismo avergüenza incluso a muchos españoles.

C.
Es el caso de C. Tiene cuarenta y dos años y una hija. Nació en Paternal, en la ciudad de Buenos Aires. Estudió en un colegio religioso. Se casó. Se separó. Hizo dos años de universidad, en la Facultad de Filosofía y Letras, en la carrera de Historia del Arte, cuando tal cosa existía. Veraneó muchas veces en Brasil. Conoció una vez Madrid como turista. Trabajó muchos años como fotógrafa en bodas, cumpleaños y de vez en cuando vendía algo a alguna revista o trabajaba para alguna banda de música o para alguna agencia de publicidad. Su verdadero sueño. A partir de 1995, comenzó a disminuirle el trabajo. Fue de las primeras que soportó el cimbronazo sobre la clase media en veloz extinción. En 1999, sintió que la situación era desesperante. Ya nada la ataba a Buenos Aires. Su hija es una adolescente. No está en pareja. Sus padres no dependen de ella. Vino a España a probar y se quedó. Se pagó un billete en turista ida y vuelta con duración de tres meses. En efectivo traía algo más de mil dólares. Las noticias que le llegaban de Buenos Aires no le hacían imaginar que allí el futuro podía ser mejor.
C. llegó en marzo de 2000 a Barajas con la intención de armarse una nueva vida en Madrid. Durante seis meses paró de garrón en la casa de una amiga argentina, instalada en la ciudad desde hace más de diez años y ya portadora de pasaporte español, casada con un francés, madre de un hijo y con otro en camino. Empezó a volantear su currículum de fotógrafa en agencias de publicidad, editoriales y productoras de cine. Creía que aquí iba a poder hacer todo lo que Buenos Aires le había negado. Vino sin contactos. Los encontró en la guía. Nadie la llamó. Para eso se necesita tiempo, paciencia y algo de dinero para el aguante. Pero C. estaba de últimas y no contaba con ese resto. Igual no se desesperó. A su amiga le gustaba la comida que cocinaba y la seguía bancando en su casa. En julio, cuando pasaron los tres meses legales como turista que le permitía el único pasaporte que tiene, el argentino, se quedó. Los pocos dólares de reserva se le acabaron y la hospitalidad de su amiga llegó a los límites de la impaciencia. Ya estaba por parir a su segundo hijo y C. era una carga. Ella lo entendió sin rencores porque era así como debía ser. Su amiga ya la había ayudado demasiado. Tenía que hacer su movida. Eligió un camino rápido y seguro para hacerse de unas pelas y poder pagar un cuarto en una casa compartida: trabajar de mesera. Lo consiguió en un bar de copas nada fashion en el barrio de Usera. Consiguió vivir de prestado en un cuarto que le daban unas amigas francesas, conocidas del marido de su amiga. En tanto, en el bar de Usera –algo así como Avellaneda– debía atender la barra y todas las mesas y también tenía que limpiar los baños. Estaba dispuesta pero no le dieron contrato y aguantó hasta que la espalda le dijo basta. No tenía obra social y se aguantó el dolor automedicada. Decidió irse de Madrid. Le habían contado que fuera de la ciudad habría más posibilidades. Partió hacia Santiago de Compostela, donde le pasaron un contacto. Allí, en Galicia, provincia de la que tantos hombres y mujeres vinieron a hacer la América. Con su cámara a cuestas hizo algunos trabajos en fiestas. Siempre cobrando en negro. El cuento del huevo y la gallina se le hizo carne. “Porque soy argentina no me dan contrato de trabajo y no puedo sacar los papeles y para sacar los papeles de residencia tengo que tener un contrato. Es una trampa.” Desde que la nueva ley de extranjería entró en vigencia es una ilegal. Volvió a Madrid, a la casa de su amiga que ha vuelto a hospedarla. Allí se refugia. “Sé que a mi amiga le da culpa echarme pero yo no le puedo pedir más. Ella no es responsable de esta situación.” Mientras hace tiempo y cuenta las monedas, le cuida los chicos a su amiga a cambio de techo y comida. “Ahora lo tomo como un trabajo. Le pedí que no contrate niñera, que me contrate a mí. Que se lo estudie. En ninguna parte nadie me espera y de acá no puedo irme. No puedo cruzar ninguna frontera porque me deportan. Sólo necesito tiempo para poder mejorar mi condición. Todavía no hace un año que llegué y las cosas no son fáciles. Yo pongo a disposición mis dos manos para trabajar y me volvería a romper la espalda, pero esta vez sí quiero que me den lospapeles. No lo voy a hacer por nada.” Seguramente C. pueda quedarse gracias a la solidaridad de su amiga argentina que está viendo la manera de contratarla como empleada doméstica. A C. no le importa. Le limpiará la casa y le cuidará a los hijos. Ya tendrá tiempo para las fotografías. En tanto, la amiga sabe que le hace un favor, pero un favor a medias. La amiga dice: “C. está para otras cosas en la vida y me da apuro tenerla como asistenta, pero me lo pidió por favor y lo estamos viendo con mi marido. Para nosotros también es una responsabilidad hacerlo y nos genera gastos. No pagarle el sueldo, sino todo lo demás: la seguridad social y todas esas cosas y sobre todo el miedo de que a lo mejor no podamos tenerla un año y todo para que ella vuelva a cero. Para mí también esto es una encerrona. Lo que están haciendo con los extranjeros es una putada”. C. ya lo sabe y va a quedarse. Aguanta esta ilegalidad porque ve una pequeña salida. Tiene más de cuarenta años y está dispuesta a empezar de nuevo, de cero y desde lo más abajo.

TH.
TH. es de Nigeria. Tiene 24 años y ahora está haciendo huelga de hambre en la iglesia del Pi de Barcelona junto a otras doscientas personas. Llegó a España desde Almería en una patera, un barco clandestino en el que cruzó el estrecho que separa Africa de España. Las pateras son todas una institución en el drama de la inmigración. Las manejan mafias africanas que, sin escrúpulos, cobran a sus compatriotas un billete de casi mil dólares para traerlos sin ninguna garantía a España. A los viajeros incautos les mienten, les dicen que les conseguirán trabajo y papeles. Cuando los inmigrantes llegan a España, no hay nada de nada. Y eso si tienen suerte de que el dueño de la patera no los tire al agua porque fue avistado por una guardia civil. En ese caso, no tendría ningún empacho en tirarlos en el medio del mar en plena noche con tal de no caer preso. Pero por suerte TH. llegó sin tener que ser rescatada del agua. Llegó en agosto con una esperanza puesta en el cuerpo. Estaba embarazada de tres meses. Era el típico caso de “mujer ancla”. Su futuro hijo, al nacer, le iba a dar la nacionalidad española. Y eso sí es legal. Cualquiera que nazca en suelo español tiene derecho a la nacionalidad y en forma directa le otorga esta nacionalidad a sus padres. Pero TH. no tuvo suerte. A poco de llegar, sufrió un aborto natural y allí las cosas comenzaron a complicarse. Compuso su salud y decidió irse de Almería, donde la había dejado la patera. Como es peluquera, pensó que en una ciudad grande tendría más posibilidades y en noviembre llegó a Barcelona. Habla muy poco y mal en español pero sabe maldecir. Apenas perdió a su hijo, intentó hacer los trámites para conseguir permiso de trabajo pero se lo negaron. Desde noviembre, espera este momento. Sabe que en cualquier momento la pueden cazar en la calle y deportarla. Por eso se refugió en la iglesia junto a otros en su misma situación. Por necesidad se hizo amiga de dos marroquíes y de una colombiana con los que hace banda. La colombiana es la que les traduce todo lo que va sucediendo. Hace una semana que no comen y piensan resistir hasta que todos los inmigrantes de la región, los de Catalunya, consigan permiso de residencia. En Nigeria, TH. malvivía de su profesión y siempre había soñado con viajar a Europa. Sólo después de un rato de charla, confiesa que sí, que quería tener un hijo para poder ser legal en Europa. Ahora sólo le queda esperar encerrada en la iglesia, su último refugio. Aunque quisiera irse, Nigeria no reconoce a los inmigrantes de su país como ciudadanos nigerianos. ¿Una mujer que es capaz de dar vida para poder seguir teniendo ella una vida mejor tiene que ser clandestina?

Y.
Yenny es ecuatoriana y es la única que no tiene miedo de decir un nombre. Seguramente no sea su nombre, pero eso no es lo importante. Está en las proximidades de la iglesia del Pi. No puede hacer la huelga porque tiene una hija y “si me muero, quién la va a cuidar. Ya la traje acá, pobrecita”. Su hija de 8 años está escondida con unos amigos ecuatorianos que están legales. Yenny hace de enlace entre los de la iglesia y los de afuera, pasa información. No tiene miedo porque sabe que pese a todo el gobierno todavía no dio la orden de cazar ilegales. “Nos están metiendo miedo pero todavía no se están metiendo con nosotros. Hay mucha presión de todas partes, inclusive de adentro de Europa”. Yenny estudió hasta los 15 años y a los 17 tuvo a su hija. Ahora tiene 25 y hace un año pidió un préstamos en Quito para poder venir a España. Llegó a Madrid pero enseguida pasó a Barcelona. Tenía claro que iba a trabajar de sirvienta. “Todas mis amigas lo hacen. A mí no me gusta limpiar casas ajenas, pero me estoy haciendo buena en eso. Mis patrones saben que no tengo papeles pero ellos no pueden darme un contrato. Yo trabajo por horas y todavía no conseguí nada mejor. Mi idea era trabajar como doméstica un tiempo y después pasar a algún comercio, como vendedora, pero no me dio tiempo.” No le dieron tiempo. Se gana razonablemente la vida limpiando casas, sus patrones la recomiendan entre sus amigos y ella está dispuesta a hacer lo que sea. “Yo ahora no me puedo volver. Tengo que trabajar porque tengo que pagar la deuda del pasaje que es con intereses y además tengo que enviar dinero a mi familia. Allá tengo a mi mamá y a dos hermanas más chiquitas, a las que me quiero traer, pero si las cosas siguen así....” Yenny tiene esperanzas. “De acá nos van a sacar muertos y no se van a atrever a tanto.” Yenny es inteligente, sensible, trabajadora y solidaria. Tiene una medida humana de la ambición, la de progresar y generar un futuro mejor para su hija, para ella y para su familia. Por el medio más legal del mundo: el del trabajo honrado.
¿Hay derecho a llamar a esta mujer clandestina?
Más de 8 mil mujeres esperan en España una decisión humanitaria por parte del gobierno. No son turistas ni adineradas y por eso las maltratan. La aldea global las convierte en vagabundas, cuando lo único que quieren es un lugar en el mundo para trabajar y una pequeña razón en la vida para seguir respirando.