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ANTICIPO

SEXO
en Nueva York

Candace Bushnell comenzó hace unos años a escribir columnas cortas en el New York Observer, en las que retrataba a personajes sofisticados, cínicos, triviales y desencantados que frecuentaban bares de moda y constituían la crema de una ciudad fascinante y difícil. De esas columnas surgió la serie “Sex and the City”, que aquí primero se vio en cable y ahora llegó a la televisión de aire. El libro de Bushnell (Plaza y Janés) llega a las librerías en marzo.

Por Candace Bushnell

Todo comenzó como siempre comienzan estas cosas: inocentemente. Me hallaba en mi apartamento almorzando galletas saladas con sardinas, cuando me telefoneó un conocido para contarme que un amigo suyo había ido a Le Trapèze, un club para parejas, y todavía no había salido de su asombro. Había visto a gente desnuda copulando delante de sus narices. A diferencia de los clubes sadomasoquistas, donde no hay sexo real, allí la cosa era muy pero muy real. La novia del amigo estaba espantada, pero cuando una mujer desnuda la tocó al pasar, “le hizo gracia”. Según él.
En realidad, el tipo estaba tan encantado con el lugar que no quería que escribiera sobre él porque temía que, como ocurre con los lugares que valen la pena de Nueva York, la publicación lo estropeara.
Empecé a tener toda clase de visiones: parejas jóvenes y guapas, cuerpos firmes, caricias tímidas, chicas rubias con guirnaldas de hojas de parra, una servidora con un vestido supercorto y un hombro al descubierto. Entrábamos vestidos y salíamos iluminados.
El contestador automático del club me devolvió bruscamente a la realidad.
“En Le Trapèze no hay desconocidos, sólo amigos que todavía no has conocido”, dijo una voz de género indeterminado, y añadió que había “un bar de jugos y un buffet frío y caliente”, cosas que yo jamás había relacionado con el sexo o el destape. “El 19 de noviembre, día de Acción de Gracias, celebraremos la Noche Oriental”. Qué interesante, pensé, pero al final descubrí que se referían a comida oriental, no a gente oriental.
Hubiera debido abandonar la idea en ese mismo instante. No hubiera debido escuchar a Sallie Tisdale, la escritora que en su libro yuppie-porno Talk Dirty to me defendía el sexo en grupo: “Es un tabú en todo el sentido de la palabra... Si los clubes sexuales hacen lo que están destinados a hacer, se producirá la caída, esto es, el desmoronamiento de los límites. El centro no aguantará”. Debí preguntarme: ¿y qué tiene eso de divertido?
Pero tenía que verlo con mis propios ojos. Así pues, el miércoles por la noche mi agenda marcaba dos acontecimientos: 21 horas, cena con el modisto Karl Lagerfeld, Bowery Bar; 23.30 horas, club Le Trapèze, 27 Este.

Mujeres desordenadas, calcetines hasta la rodilla
Al parecer a todo el mundo le gusta hablar de sexo, y la cena de Karl Lagerfeld, repleta de hermosas modelos y redactores de moda con los gastos pagos, no fue una excepción. De hecho, nuestro extremo de la mesa estaba cada vez más animado. Una morena despampanante de pelo rizado y con esa actitud de estar de vuelta de todo que sólo los veinteañeros son capaces de adoptar dijo que le gustaba ir a bares de topless, pero sólo a locales sórdidos como Billy’s Topless, porque allí las chicas eran “auténticas”.
Entonces todo el mundo estuvo de acuerdo en que unos pechos pequeños eran preferibles a unos pechos falsos y se llevó a cabo una encuesta:¿quién, de los hombres de la mesa, se había acostado alguna vez con una mujer que llevara implantes de silicona? Aunque nadie lo reconoció, hubo un hombre, un pintor de treinta y pico, que no lo negó con suficiente firmeza.
–Tú sí –le acusó otro hombre, un importante hotelero con cara de querubín– y lo peor es que te gustó.
–No me gustó –protestó el pintor–, pero no me importó.
Por fortuna, llegó el primer plato y todo el mundo se sirvió vino.
Segundo asalto: ¿las mujeres desordenadas son mejores en la cama? El hotelero tenía una teoría:
–Si entras en el piso de una mujer y no hay nada fuera de lugar, enseguida comprendes que no querrá pasarse el día en la cama ni encargar comida china para engullirla entre las sábanas. Sabes que te obligará a levantarte y a comer tostadas en la mesa de la cocina.
No supe qué responder, porque yo soy, literalmente, la persona más desordenada del mundo. Y es probable que en estos momentos haya más de una caja de cartón con restos de pollo agridulce debajo de mi cama. Lo malo es que ese pollo me lo comí sola.
Sirvieron la carne.
–Lo que de verdad me excita –dijo el pintor– es una mujer con falda escocesa y medias hasta la rodilla. Si la veo, no puedo trabajar en todo el día.
–Lo peor –replicó el hotelero– es seguir a una mujer por la calle y descubrir, cuando se da vuelta, que es tan hermosa como la habías imaginado. Representa todo aquello que nunca tendrás en la vida.
El pintor se inclinó hacia adelante.
–Una vez dejé de trabajar durante cinco años por causa de una mujer -dijo.
Llegó la crema de chocolate y también mi cita con Le Trapèze. Puesto que sólo aceptaban parejas mixtas, había pedido a Sam, mi último ex ligue, que me acompañara. Era la mejor elección, en primer lugar porque fue el único hombre que aceptó acompañarme, y en segundo lugar porque él ya tenía experiencia en estas cosas. Hace un millón de años fue a Plato’s Retreat. Una desconocida se le acercó y le agarró lo innombrable. Su novia, que había tenido la idea de ir allí, salió gritando del local.
La conversación se desvió hasta lo inevitable: ¿qué clase de gente frecuenta los clubes de sexo? Yo parecía ser la única que lo ignoraba. Aunque nadie había estado en ninguno, todos afirmaron que los clientes de los clubes de sexo eran “perdedores de Nueva Jersey”. Alguien dijo que no podías ir a un club de sexo sin una buena excusa, por ejemplo, exigencias de trabajo. La charla no me estaba haciendo ningún bien. Pedí al camarero un tequila.
Sam y yo nos levantamos. Un escritor que escribe sobre cultura popular nos dio su último consejo.
–Será bastante desagradable –dijo, pese a no haber pisado en su vida un club de sexo–, a menos que se hagan con el control. Tienen que tener el control de la situación.

La noche de los muertos sexuales vivientes
Le Trapèze se hallaba en un edificio blanco cubierto de graffiti. La discreta entrada tenía una barandilla redonda de metal, versión chabacana de la entrada del Hotel Royalton. Justo cuando nos disponíamos a entrar, salió una pareja. La mujer, al vernos, se cubrió la cara con el cuello del abrigo.
–¿Es divertido? –le pregunté.
Me miró horrorizada y corrió hacia un taxi.
Dentro del local, sentado en una pequeña cabina, había un joven con una camiseta de rugby. Aparentaba unos dieciocho años. No levantó la vista.
–¿Te pagamos a ti?
–Ochenta y cinco dólares por pareja. –¿Aceptan tarjetas de crédito?
–No.
–¿Puedes darme un recibo?
–No.
Tuvimos que firmar sendos cartones donde jurábamos que cumpliríamos las normas sobre sexo seguro. Acto seguido, nos entregaron unas tarjetas de socio donde se nos recordaba que estaban prohibidas la prostitución, las cámaras y las grabadoras.
Yo esperaba encontrarme con una actividad sexual humeante, pero lo único que echaba humo era la mesa del mencionado buffet. No había nadie comiendo. Un letrero advertía que PARA COMER ES OBLIGATORIO IR VESTIDO DE LA CINTURA PARA ABAJO. Luego vimos a Bob, el director, un hombre corpulento con barba, camisa a cuadros y jeans, que igual podría dirigir una tienda de animales en Vermont. Bob nos dijo que el club había sobrevivido durante quince años gracias a su discreción. Nos dijo que no nos preocupáramos si hacíamos de mirones, porque así era como empezaba la mayoría de la gente.
¿Qué vimos? Pues una gran sala con una enorme colchoneta donde algunas parejas borrosas se lo estaban montando. Había una “silla de sexo” (desocupada) que parecía una araña y una mujer regordeta, vestida con un albornoz, sentada junto al jacuzzi, fumando. Había parejas con los ojos vidriosos (la noche de los muertos sexuales vivientes, pensé). Y muchos hombres con dificultades para estar a la altura. Pero, sobre todo, estaba ese maldito buffet humeante (¿qué contenía?, ¿mini perritos calientes?). Desgraciadamente, poco más hay para contar.
Le Trapèze era, en definitiva, un timo.
A la una de la madrugada la gente ya empezaba a irse. Una mujer nos dijo que era del condado de Nassau y que deberíamos volver el sábado por la noche.
–El sábado –dijo– hay “smorgasbord”.
No le pregunté si se refería a la clientela. Temía que se refiriera al buffet.