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CHICHES

El vicio de la tinta

 

El gusto por las estilográficas sobrevive a Internet y sigue siendo señal de personalidad aún para firmar una factura de súper, un contrato millonario o una partida de defunción.

Por Maria Moreno

“RIP” es la palabra que más le gusta a la posmodernidad. Se la endilga a los objetos más diversos como los libros, las ideologías, la historia, la pintura de caballete, la vida privada y... las estilográficas. Pero como siempre hay resistencia, alguna lindante con el fanatismo. Por ejemplo, en plena era de Internet se sabe que los italianos compran más de dos millones de lapiceras al año. La revista Penna vende 10.000 ejemplares que son literalmente devorados por esos clásicos perversos que son los “estilografistas”.
En el número 17 de la calle Fontanela de Barcelona funciona con éxito la Casa de la estilográfica , empresa fundada por Gerardo Candales, un gallego que fue entrenador de boxeadores y mesero hasta que descubrió la veta de la tinta. La Central estilográfica, de la misma ciudad, tuvo como el negocio anterior que mudarse de local por aumento de la clientela. fundamentalmente la del taller, ya que las lapiceras antiguas suelen tener desperfectos. Un milanés llamado Ariberto La Rocca tiene un negocio floreciente llamado Antica Cartolería 900, donde los devotos consumen, arreglan o estudian todos los ejemplares que reemplazaron a la pluma de ganso.
“Con la lapicera sucede realmente lo que pasa con un viejo amor -teoriza La Rocca–. En nuestro tiempo lleno de crisis, la búsqueda de un objeto duradero responde a la necesidad de seguridad y estabilidadresistencia. Y es por esto que la lapicera no es sólo un objeto para escribir, sino un objeto por el que responde el mago de la historia.”
Genios en su tinta
Imagínese tener que tipear las páginas del Ulises de Joyce escritas con una ordinaria lapicera de baquelita y repletas tachaduras, llamadas al pie y borrones de cólera vanguardista sólo porque el autor es un genio que no ve cinco en un burro. Eso fue lo que le pasó a su editora Sylvia Beach durante l920. Para colmo, la letra de Joyce era pequeña e ininteligible. Se necesitó la tarea de cinco mujeres sucesivas para descifrar el manuscrito al que su autor agregó correcciones larguísimas hasta último momento. (Entonces los que sufrieron fueron los empleados de la imprenta.)
Joyce tenía una flamante máquina de escribir Remington Noiselle, pero él insistía con su viejo ejemplar de baquelita. Cualquier mecenas amigo le hubiera regalado la ya clásica Marbled Green que había diseñado el señor Parker. No había caso, Joyce prefería un ejemplar que multiplicaba los borrones o se atascaba bruscamente arañando la hoja.
Colette escribió gran parte de su obra con una Mont Blanc de las grandes, gorda como un habano, subrayando la importancia de que una mujer pudiera acceder a la escritura.
Pero hay también ascetas de la pluma como Copi, que se jactaba de llenar páginas con un vulgar bolígrafo Bic. David Viñas prefiere lapiceras anónimas y variadas pero siempre de trazo fluido, ya que él necesita velocidad porque prácticamente suele reescribir con sus anotaciones loslibros que lee. “Escribir en computadora –suele decir– es como bañarse con medias.”
El mensaje más gracioso enviado por una lapicera fue la respuesta de Virginia Woolf a Lyton Strachey, que le proponía casamiento. Decía: “Ja, ja, ja”. Era una Waterman. Hay autores fundamentalistas que se jactan de no recordar ya el uso de la lapicera y dejan escritos en la pc hasta los mensajes para la empleada doméstica. Pero la mayoría de los usuarios de estilográficas no son escritores y las utilizan para llenar sus memos –dicen que el puño y letra fija más la memoria–, sus anotaciones íntimas, hacer dibujitos en una servilleta mientras escuchan una conversación aburrida o sostienen a través del celular una conferencia de negocios. En 1993 alguien compró una lapicera Aurora en dos millones de liras y otro una Mont Blanc en cuatro y ninguno era Umberto Eco.

Historia con borrones
Hasta 1800, se llamara uno Goethe, Mozart o García, para escribir debía tener un tintero con tinta y una pluma de ganso. Imposible salir a intentar hacerlo en campo a menos de llevar el pupitre, cosa que molestaba a los cocheros. En 1809 Inglaterra impuso una pluma con tanque incorporado. Pero el demonio de la tinta solía hacer de las suyas: o el tanque fluía torrencialmente o se quedaba seco como un pozo luego de una temporada sin lluvias. Hasta que en 1884 un vendedor de seguros norteamericano llamado Waterman –paradójicamente su apellido quiere decir hombre de agua– decidió mejorar la estilográfica con el invento de vasos capilares: muchos tubitos en lugar de uno que evitaban el pasaje brusco entre sequedad y excesos. Un maestro llamado Parker –su nombre llegó a ser sinónimo de lapicera–, enfurruñado por la desprolijidad de los exámenes escritos entregados por sus alumnos, inventó un diseño con tanque de aire que perfeccionaba el sistema anterior.
Durante la guerra, un ingenio anónimo ideó la pastilla de tinta seca que podía disolverse en el tanque y permitía no andar con tintero encima. De ahí que aún desembarcando en Normandía se pudiera hacer un alto para escribir a las madres y las novias anhelantes y preocupadas. El sistema de pistón que al principio funcionaba como una jeringa, el tanque de goma fueron algunas variables que mejoraron la estilográfica, pero quienes fueron niños antes de 1954 pasaron por una experiencia crítica: se agitaba una lapicera atascada como si se estuviera tratando de bajar la línea de un termómetro y el chorro iba directo al cuaderno de clase. Fue Waterman -sólo los psicoanalistas sospechan cuánto le debe la historia a los neuróticos obsesivos– el que patentó el cartucho, declarando la democracia y la limpieza de la estilográfica.
Hoy la obsesión de los inventores se ha desplazado al descubrimiento de nuevos materiales. El celuloide que permite ser teñido por más de cincuenta colores tarda seis meses en secar. La baquelita es difícil de modelar. El oro total encarece el producto.
La carrera de perfeccionamiento ha tenido resultados increíbles: por ejemplo, un material que resiste los 800 grados de temperatura, de lo que se deduce que si alguien le prende fuego a su casa lo único que quedará de usted es su lapicera. El dimonite g de 14 kilates es, según los herederos de Parker, un acabado de gran dureza color champagne y chapado en oro que se consigue mediante la acumulación de vapor físico de oro fino y nitrato de titanio en una estructura microlaminar. Menos aparatosa que una Mont Blanc, fina por despojamiento. Otros modelos son las Sonnet de plata esterlina maciza o de laca china que cubre polvo de oro (algunas tienen plumines para zurdos). Namiki, actual Pilot, logró fijar con laca pinturashechas a manos (miki’e) . Montegrappa no se ha privado de mezclar los excesos barrocos de sus estilográficas de efecto filigrana con el homenaje político: ha patentado dos modelos, uno llamado Mandela y otro Lech Walesa. Omas fabricó plumas con termómetros incorporados y Bucherer con relojes en el capuchón. El modelo Manhattan de Visconti contiene cinco cartuchos de tinta. La Radita de Shaeffer es ascética pero también pela sus quilates. Sin embargo hay quienes prefieren las lapiceras-broma como las que ha impuesto el arte kitsch y que tienen un tanque de glicerina en donde flota un torero que –según la dirección en que se las mueva– avanza con su banderilla sobre un toro, todo de plástico. O las lapiceras que tienen radio o reloj incorporados. Incluso las de hueso donde los presos han ido grabando durante su condena diversas escenas de la Biblia, las hazañas de San Martín o el Código Penal. Si ése parece un gusto cruel, se puede cambiar de preferencia y elegir una forrada con cabellos de mujer en distintos tonos y que está en la gruta de la Virgen de Luján.