DISEÑO
VESTIDA
PARA FILMAR
En
el Museo del Cine exhiben la muestra 12 mujeres, algo así como un Frankestein
de divas de diferentes épocas que, a través de su vestuario, componen
una breve historia de la mujer argentina.
Por
María Moreno
El
límite es el cielo le dijeron al diseñador Adrián
cuando llegó a los estudios de la Metro, pero el límite
era la pantalla. Porque vestir a una estrella significaba hacerlo en
función de lo que podía verse a través de una cámara
y del revelado final y no de las exigencias del ojo callejero. Si la
belleza de las divas de Hollywood era más producto de la luz
que de las formas de la carne, el vestuario era un argumento: más
que vestir, tallaba, más que seguir los contornos de un cuerpo
perfecto, lo construía por partes en un mapa complejo de cortes,
pinzas y fruncidos. Los vestuaristas del cine nacional también
tuvieron el límite en la pantalla. No fueron menos ambiciosos
ni menos brillantes que los de Hollywood y el perímetro perfecto
de las estrellas locales se debió en parte al trazado de sus
moldes. En el Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken, se exhibe
la muestra 12 mujeres, un Frankestein de divas de diferentes épocas
que, vestidas por grandes costureros del celuloide, componen algo así
como una breve historia de la mujer argentina a través de su
actrices, desde Amelia Meirel que protagonizó en 1923 Midinettes
porteñas de Rafael Parodi (según un cartelito de época,
obra altamente moral que refleja uno de los más interesantes
ambientes que presenta la vida femenina) hasta la Susú
Pecoraro de Camila (1984). Claro que las actrices han sido reemplazadas
por calvos maniquíes que exhiben el vestuario de su personajes.
Así el público se entera de que el vestido de la protagonista
de Camila, diseñado por Graciela Galán, en algodón
estampado tuvo un doble de cuerpo. El original está
apenas manchado con barro, el doble, utilizado durante la escena del
fusilamiento, está agujereado y manchado con símil de
sangre. En la muestra están el traje de Carnaval de lamé
de tul que Paco Jaumandreu diseñara para Isabel Sarli en Favela
de Armando Bo, el traje de chantun y raso blanco, plumas de avestruz
y broche de strass con que Horace Lannes cubriera a Libertad Lamarque
para La sonrisa de mamá de Enrique Carreras, el que lució
Luisina Brando en la Boquitas pintadas de Leopoldo Torre Nilsson, acompañado
por sombrero con velillo y fresas disecadas, obra de Leonor Puga Sabaté.
El boato está encarnado por el vestido de lamé dorado
de Luis Bocú y que lució Julia Sandoval en Interpol llamando
a Río, de Leo Fleider, y el de lentejuelas que Mecha Ortiz se
puso en Piedra Libre de Leopoldo Torre Nilsson.
Cuando hay que hacer vestuario de época, hay dos líneas
teóricas: están los arqueológicos que hacen la
réplica del vestido y los que hacen una versión actual
para que la gente pueda identificarse con él explica Susana
Saulquin, autora de La moda en la Argentina, verdadero tratado de historia
nacional en el ámbito de lo que podría llamarse las
apariencias.
Las versiones
históricas de 12 mujeres son todas arqueológicas, desde
el vestido de terciopelo que Mario Vanarelli diseñó para
Fanny Navarro en El grito sagrado, con unas hombreras en forma de medialuna
que fueron reflotadas en La guerra de la galaxias (es improbable que
se trate de un plagio) hasta el traje de raso bordó de la Amalia
interpretada en 1936 por Herminia Franco y dirigida por Moglia Barth-
el diseño es de Haidée Gindre. María Julia Bertotto,
aunque todavía no visitó la muestra, recuerda perfectamente
su versión 1971 del traje que realizó para Thelma Biral
en Argentino hasta la muerte de Fernando Ayala. Tiene un miriñaque
mayor del período 1860-65. Es un modelo neorromántico
con un background histórico atrás, no hay que olvidar
que el personaje era una espía paraguaya. La clave para que no
pareciera una pantalla de velador era la ropa interior y las enaguas.
Hacerlo de otro modo es imposible, no cae como se debe, quedan defectos.
La tela es taffeta de seda gris acero con rayas blancas combinada con
taffeta morada y lo realizó Jorge Micheli. Recuerdo que fue una
lucha con la producción para que no se hiciera un contrato de
alquiler. Tanto insistí que no sólo logré que se
realizara el vestido de los protagonistas sino también el de
todos los que participaban en la escena del baile. Tuve el orgullo de
que Ayala me dijera: María Julia, es una satisfacción
para mí que pueda verse debajo de las polleras.
En 12 mujeres hay trajes que permanecen futuros, como el que María
Duval a quien en asociación metonímica con sus personajes,
el texto de presentación atribuye la bondad de Lassie y de Debora
Kerr lució en Las tres ratas, de Carlos Schlieper. Es de
crèpe de seda con un melifluo cuellito en forma de cepo y fue
diseñado en 1946 por Luis Rivero. O el enterito de jersey de
Eduardo Lerchundi usado por Mirtha Legrand en La señora de Pérez
se divorcia, de Carlos Hugo Christensen, película que se estrenó
en 1945.
Roberto Gorosito, quien organizó la muestra, dice que cada vez
que sale un vestido del depósito del museo, se festeja como si
se hubiera descubierto la tumba de Tutankamón.
Claro, antes de poner en exposición hay que restaurar.
Por ejemplo, al traje de Libertad Lamarque hubo que reemplazarle las
plumas. También se restauró el tul del de Isabel Sarli.
No es que se hagan agujeros; lo común es que se desprenda de
la tela. Se lo cose, se lo moja y se lo pone al sol. Ahí, es
increíble, toma vida nuevamente. Al planchado, no cualquiera
puede hacerlo por el tipo de tela y la cantidad de años. Se trabaja
con esas planchitas verticales, a vapor.
Los
defectos de Venus
Barbra Streisand tuvo que defender el tamaño de su nariz
como si fuera su patria; los pies de Sofía Loren eran mucho más
grandes que los de su amante Carlo Ponti; Liz Taylor puede caerse al
suelo bajo el peso de sus pechos y entonces sí tendría
pretextos para decir su célebre frase soy lo que queda
de mí. Los vestuaristas, mucho antes que los cirujanos,
han practicado la corrección indolora del corte y confección
para mejorar lo que naturaleza no da y Salamanca no presta. Cecilia
Absatz, divóloga, ella misma una diva que sabe reconocer las
virtudes insinuantes del jersey y de la seda de dibujos pequeños
para endiosar sin subrayados estridentes, cuenta cómo el genio
de Adrián, estrella vestuarista de Cecil B. de Mille, remodelaba
a las venus defectuosas.
Sí, las divas eran divinas, pero de cara. Según
un artículo que leí, Norma Schearer tenía talle
largo y piernas regordetas. Greta Garbo era chata de busto y encorvada.
Constance Benett tenía omóplatos como alas. Joan Crawford,
cuando Adrián la vio él mismo lo cuenta se
preguntó por dónde empezar. En Letty Linton se vio obligado
a hacerle mangas como faroles chinos. Es que tenía una cabeza
enorme.
Enrique
Astesiano, fundador de la Sociedad Argentina de Boutiques, le contó
a Susana Saulquin que Delia Garcés tenía caderas muy estrechas,
entonces le diseñaban con basque que era una suerte de pollerita
rellena de fieltro que, si bien no dibujaba curvas, creaba un efecto
visual encubridor.
Contrariamente a Joan Crawford, Zully Moreno tenía 53 cm de cintura,
es decir dos menos que el contorno de su cabeza, de acuerdo con las
medidas tomadas por su vestuarista Horace Lannes cuyas creaciones para
la diva eran reproducidas en Antena, Radiolandia y Radiofilm, de donde
las copiaban las modistas de barrio. Lannes suele contar un episodio
en donde una estrella, en lugar de aprovechar un vestuario para corregir
susdefectos, los subrayó. Fue durante la filmación de
La madre María en Lobos. Tita Merello, enfundada en un vestido
de seda crèpe azul de Lannes, parecía gorda. Se había
puesto debajo los calzoncillos largos del puestero de la estancia donde
se filmaba y dos sueters. Es que con este frío y con esta
tela tan finita, che... se justificó.
Amelia Bence, que tiene los ojos tan verde azulados que parecen de ese
color aun filmados en blanco y negro fue la inspiradora y protagonista
de Los ojos más lindos del mundo una vez se negó
a hacer de una virtud una carencia.
A Dior, como seguramente odiaba a las mujeres, le molestaba el
busto -ésta es un ocurrencia mía. Y yo desde los
doce años soy muy pechugona. Tenía que caminar así
(se encorva), porque me había desarrollado fuerte, otra que las
siliconas que se ponen ahora. Me acuerdo de que Vanyna de War me había
hecho un traje estilo Gina Lolobrigida con el talle muy fino que se
inspiraba en ropa de Dior y con el pecho totalmente aplastado. Entonces
yo le dije yo no me aplasto. Y cuando me fui a la España
de Franco donde las mujeres estaban de manga larga, con un vestido escotado
de Vanyna, fue un éxito, pero no era con uno de esos escotes
que usan tanto las chiquilinas de ahora y que dejan los pechos al aire.
Si parecen africanas. No sé si en el 3000 andarán desnudas.
Pero evidentemente Amelia Bence no debe tener defectos, a juzgar por
la insistencia de uno de sus directores, Daniel Tinayre:
Nunca en la vida me desnudé y menos ahora. Daniel Tinayre
me lo propuso para una película que después hizo Egle
Martin. Yo quiero que vos seas la Jean Moreau argentina.
Acababa de ver Los amantes en Nueva York. Yo le dije: Yo nunca
me he desnudado, ni lo voy a hacer. Pero cuando hicimos La danza
del fuego, él quería que yo saliera casi desnuda en un
deshabillé de nylon color beige transparente. No, absolutamente
no y me puse un corpiño. El, que era un pícaro,
me tiró agua para que el deshabillé se volviera aún
más transparente.
Divismo
y democracia
Susana Saulquin explica la falta de originalidad en la manera que
los argentinos tienen para vestirse por la colonización cultural
de un país donde el peso de la inmigración trazó
una voluntad integradora que empezó por las apariencias. También
por la lejanía de los principales productores de moda del mundo,
los gobiernos autoritarios que no favorecen experimentar con las diferencias
ni siquiera exteriores, la sujeción de las mujeres a la mirada
masculina: seríamos dependientes aun a través de las pilchas.
El resultado sería para ella el cultivo de un estilo mayoritario
que privilegia pensarse como fondo y no como figura. Durante el período
de oro del cine, el internacionalismo de la moda evitó las grandes
antinomias.
En esa época no había imagólogos dice
Saulquin, pero el director elegía una casa de modas que
se mataba por hacer los mejores vestidos y el director, junto con el
vestuarista, lo que trataban de enfatizar era el estilo de esa diva
que permanecía igual a través del tiempo. Zully Moreno,
vestida por Horace Lannes, era la estrella por excelencia en la época
de los teléfonos blancos. Porque cada época del cine argentino
ha tenido su connotación social. En la década del 40 era
la alta burguesía, entonces se construía a la diva con
el maquillaje, con el peinado pero sobre todo con el vestido. El vestuario
te marcaba el lugar que una mujer tenía en la sociedad, cosa
que ahora no sucede: ahora la ropa se usa, antes construía. Por
ejemplo a las divas, y una diva era una mujer que estaba por encima
del resto de las mujeres. Hoy la sociedad no se lo permite ni ella tendría
interés.
Tampoco existía el canje.
Por supuesto que no. Se reunía el director con el modisto
y la actriz a la que iban a diseñarle. Cuando llegaban las actrices
a las casas demoda, se cortaba el tránsito y se armaba un corrillo
de gente para ver cómo entraba a elegirse su vestuario.
Cada película incluía seis o siete vestidos de alta costura
que valían el equivalente a dos o tres mil pesos de ahora. Los
talleres tenían hasta 250 personas. Los presupuestos para hacer
películas eran enormes. No como ahora que se gasta en efectos
especiales, no en ropa.
En los 50 los vestidos se hacían con algo llamado toile que era
el molde de medio vestido hecho en liencillo con todos los cortes que
se usaban. Toda esa complejidad desapareció en la cultura de
masas.
Lo que importaba era la calidad de acuerdo con los modelos internacionales.
No la originalidad.
Yo diría que las actrices empezaron a marcar su personalidad
a partir de El ángel azul, de Marlene Dietrich. Hubo siete u
ocho actrices alrededor del mundo que tenían su réplica
acá en Buenos aires. Paco Jaumandreu me contó que tenía
ocho tías y que cada una seguía a una estrella norteamericana.
Marlene Dietrich, Rosalin Russell, Greta Garbo... Joan Crawford se paraba
con el brazo estirado sobre el marco de la puerta. Y todas la imitaban.
Entonces los gestos que acompañaban el vestuario eran importantísimos
para bajar a la moda oficial. Ahora las actrices usan ropa propia y
por canje que nada tiene que ver con su personalidad.
El boom de la intimidad orienta el interés sobre la vida real
de las actrices, sobre aquello que pueda seguir atisbándose detrás
de las máscaras de sus personajes. En la televisión el
vestuario hace mucho que dejó de ser un argumento, si lo fue
alguna vez, convirtiéndose en síntoma del desinterés
por la composición del personaje. Quien ve un teleteatro de Andrea
del Boca no quiere ver a Antonella sino a Andrea del Boca.
A la vestuarista y escenógrafa María Julia Bertotto a
veces le dan ganas de trabajar sólo con premios Oscar:
La televisión, gran prostituyente, ha acostumbrado a la
ropa de boutique. Aun las primeras actrices, sin tener en cuenta que
a la ropa la van a mostrar en un escenario, con otra luz y en función
del personaje, a la primera prueba hacen cambios de acuerdo con su reflejo
en el espejo. Si pueden, hablan con el realizador y te saltean. A lo
mejor se les propone una pollera evasée y se les antoja que les
queda mal. Entonces insisten en que sea una pollera tubo o recta. A
la segunda prueba la tienen, entonces dicen: Ah, pero ahora no
tiene la gracia que tenía en el dibujo. Una vez diseñé
un vestido largo, de gala del Colón, blanco, para un personaje
histórico aunque la obra no se pretendía documental. A
la actriz se le antojó que iba a tropezar en el escenario cuando
la línea de las enaguas dejaba muy lejos de la tela los tacos
y las puntas de los zapatos. Hubo que reformarlo: quedó parecido
al tutú de Giselle. Por eso yo digo en broma que de ahora en
adelante sólo voy a vestir a los que se hayan ganado un Oscar:
cuando hice el vestuario de La peste, ni William Hurt ni Raúl
Julia quisieron cambiar la ropa que exigían los personajes.
Cecilia
Absatz concluye que no existe relación entre la industria del
espectáculo y la de la moda.
Cuando los artistas internacionales van a recibir el Grammy o
el Oscar o el Emi, llevan ropa de Valentino o joyas de Tiffany, o las
dos cosas. Así crean una gran expectativa. Cuando Natalia Oreiro
fue a recibir el diploma del Martín Fierro, estaba vestida con
un tapado de leopardo y una remera turquesa. Agustina Cherri, con algo
parecido a la pantalla de un velador; Inés Estévez, demasiado
escotada. Florencia Raggi, que bien podría arriesgarse ya que
es la más divina, apenas con un vestido negro. Ni una joya. Podría
haberse puesto por lo menos zapatillas de cristal o coloradas, en fin,
algo, para no decepcionar al público. Madonna, en cambio, cada
vez que se muestra en público convierte su vestuario en un acto
artístico. Su ropa es una declaración ya sea cuando hace
de chica material con un par de conos como corpiño, como cuando
impone las medias corridas y los calzoncillos de hombre. Vanyna de War,
que antes de la Segunda Guerra tenía su casa de modas en la rue
18 Jean Goujon de París, diseñó gran parte de los
trajes de Amelia Bence que se asombra de que ninguno de esos trajes
mereciera un lugar en 12 mujeres. También está ausente
Zully Moreno, esa estrella que, según Horace Lannes un
valioso artista local que desde 1960 envía sus creaciones a París
y diseñó para la casa De Lema de Nueva York, llevaba
al set sus joyas auténticas, también accesorios y bijouterie
para las segundas figuras y los extras.
Amelia Bence dice que en materia de joyas ella se comportó siempre
como una huevona:
Yo he perdido aros muy lindos. Si no están sujetos al agujerito,
se me caen. O he perdido pulseras al sacarme un guante. Viviendo en
Nueva York una temporada tuve un festejante que me dijo voy a
regalarte un reloj. Entonces quiso regalarme un Cartier que es
mucho más importante que el Rolex. ¿Sabés lo que
le contesté? (Yo soy una huevona, no me funciona la cabeza).
Como fumaba le dije que prefería un encendedor.
12 mujeres es un homenaje a la película del mismo nombre, dirigida
por Moglia Barth y en donde el genio de Olinda Bozán que interpretaba
a una celadora de colegio inventó un latiguillo correctivo en
idioma inexistente: ¡Du Silans!.
La muestra, aunque discutible en sus criterios de selección,
ilustra sobre un conjunto de heroínas y un tiempo donde las modistas
y sus clientas se permitían el regodeo en el bordado a mano y
el reemplazo del dobladillo por el rouloté o el vivo de color
contrastado. Un tiempo donde la existencia de la diva de apariencia
lejana dependía exclusivamente de la mirada de otro. Amelia Bence,
una de ellas, supo transmitir esa especie de dependencia soberana a
través de una frase:
Ni el hombre ni la mujer pueden estar solos. Lo único,
para mí, es la relación. Aunque una sea actriz, empleada
o abogada, tenga la edad que tenga. (Desgraciadamente mis relaciones
están todas muertas.) No es por el sexo sino por la amistad amorosa,
como dicen los franceses. Para mí el trabajo, las condiciones
que se tengan, el éxito son el marco, algo que puede estar o
no. La relación, en cambio, es el cuadro. Está en el centro
de la escena.