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INDUSTRIA

LA RESISTENCIA DE LA TELA

Una empresa textil convocó a jóvenes diseñadores en un concurso en el que se propone que el diseño llegue hasta la factura misma de la tela. La iniciativa es una manera de llamar la atención sobre ese sector de la industria: lejos del circuito del design, las fábricas de tela pelean diariamente por su supervivencia.

Por Sandra Russo,
desde París

El hecho de pensar en telas puede asociarse a muchas imágenes, desde los secretos del ámbito doméstico hasta la intimidad más pública. Algún espacio desbordado por metros y metros de lino crudo; el peso de cortinados de damasco; el roce de unas sábanas de algodón rústico. Las combinaciones más estridentes en los estantes de alguna vieja tienda de tela por metro. Pero, inevitablemente, pensar en telas genera una asociación directa con la moda, el diseño, todo un circuito de producción y consumo cultural del que, por lo general (especialmente en los últimos años), suele pasarse por alto la base: la industria textil. En plena época de auge del design, las estrellas son los productos finales y sus realizadores, pero en esa cadena no se estila mencionar el otro diseño, el textil, el que determina patrones, estampados, colores y texturas de los géneros. En nuestro país, desde ya, no es casual la invisibilidad de este sector: en medio de un panorama industrial en crisis, cuando no inexistente, las hilanderías y tejedurías no son excepciones. A principios de los 90, con la política de apertura irrestricta de mercados, los productores locales (por lo general, pequeñas y medianas empresas de origen familiar) empezaron a sentir los efectos de una competencia en la que, cuestiones impositivas mediante, llevaron las de perder de entrada. Quedaron unas pocas, aproximadamente 1500 fábricas textiles cerraron sus puertas con la consolidación del proceso neoliberal. Algunas sobreviven, mantienen un ritmo constante de producción, abastecen una demanda local, pero, especialmente, dirigen sus esfuerzos a gestar cambios en el circuito de la indumentaria. Con ese objetivo, por ejemplo, el año pasado la hilandería TN & Platex convocó a jóvenes diseñadores y estudiantes para participar de un concurso de diseño de indumentaria en el que, y ésta es la novedad, también pudieran decidir sobre el diseño textil. “Fue una idea”, explica Aldo Karagozian –director de la empresa–, “para lograr un acercamiento entre diseño y fibras, porque muchos aspectos de la producción son desconocidos para los diseñadores y conocerla al detalle puede beneficiar a todo el circuito”. Es probable, hay algo encantador en eso de seguir de cerca la transformación de un fardo de algodón en un retazo de tela.

Domando algodones
Ante todo, el shock cultural: para obtener un mísero cono de hilitos blancos de un fardo de algodón hacen falta 15 días con una serie inimaginable de máquinas y maquinitas trabajando 24 horas de corrido. La elaboración requiere un seguimiento cuidadoso y arduo, además de ciertas condiciones en las que a nadie se le ocurre pensar ni siquiera cuando usa su remera fetiche favorita. Dentro de una planta hilandera, por ejemplo, hace calor y hay un nivel de humedad que no puede compararse con el de Buenos Aires en estos días, pero que tampoco es para despreciar. Y es que, éste es el tipo de razón que resulta obvia una vez que alguien la menciona, la única manera de evitar que las pelusas de los fardos vuelenpor todos lados, y que los protohilos se estremezcan (y se quiebren) por la pilosidad y los niveles de energía estática que pueden alcanzar en alguna de las muchas fases de su tratamiento, es apabullarlos desde su llegada con 29 grados de temperatura y un elevado nivel de humedad. Entonces, ahí están los fardos, mullidos, simpáticos, blancos a simple vista, pero llenos de impurezas descalificadoras para la mirada de los profesionales. Los beneficios de la tecnologización de trabajos artesanales como el hilado se dejan ver en todas las etapas del proceso. Por ejemplo, una primera máquina que, con un par de modificaciones, hubiera hecho las delicias de Cronenberg, desarma en cuestión de minutos todo un fardo, corta y abre la fibra para darle una predisposición lineal, y transporta los copitos a un silo (que mezcla distintas calidades de fibra para conseguir cierta uniformidad). A partir de allí, se suceden distintas etapas de limpieza, en batidores y tambores con púas de variados calibres, a lo largo de las cuales se va depurando cada vez más el algodón de sus cascarillas. Y repentinamente las pelusas absolutamente limpias, tras pasar por un último cardado, adoptan la forma de trenzas gruesas con una textura absolutamente perfecta. Otra vez el ciclo se repite: esas trenzas van convirtiéndose en trencitas cada vez más finitas y con más torsión, se van mezclando con más algodón o con fibra sintética (según quiera obtenerse hilo de algodón, acrílico, viscosa o algún otro). El camino, a pesar de las estrictas condiciones de vigilancia atmosférica, está algo invadido por pelusas diminutas. El funcionamiento de las máquinas es, prácticamente, automático. Y es importante el “prácticamente”: durante todo el día, toda la semana, unas 200 personas van relevándose para vigilar, remedar y ultimar detalles que sólo pueden ser manuales. Son hombres y mujeres que, por lo general, van tapados de pies a cabeza con ambos, gorros, guantes, anteojos, en ocasiones barbijos; algunos, los que se abocan a los equipos más ruidosos, suman a eso unos protectores auditivos. En los últimos pasos, poco antes de dejar que los hilos se estabilicen durante dos días en un ambiente húmedo al cien por cien, la fibra se parafina, se verifica el grosor que fue adquiriendo para obtener un producto homogéneo y se termina de definir qué tipo de calidad tendrá (fibra solamente natural, o natural mezclada con sintética).

Mundo hilito
El sistema industrial basado en el clásico telar que todavía puede verse en algunos talleres artesanales no es el único para obtener telas de una serie de conos de hilo. Una fábrica de San Martín, por ejemplo, elabora tejidos de punto utilizando exclusivamente máquinas circulares, con lo que se obtiene no un género simple, sino tubular. Pero la tela, en esa etapa, se encuentra en estado crudo; al no tener ningún tipo de tratamiento, es un tejido tosco, de textura casi rugosa aun en los casos de los de algodón. Es por eso que la tela va derechito a una suerte de lavarropas inmenso en la que una serie de productos químicos realiza el descrude; le sigue, claro, un lavado para despojarla de cualquier resto químico y recién entonces, cuando ya está bastante más dócil, se le da algún color. Esos tejidos teñidos, centrifugados y secados, llegan, entonces, al terminado: máquinas con cepillos de acero que convierten una suerte de frisa burda en un suave polard, o en corderoy. A estampar, diseñar, cortar. Y vestir, claro.