Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

SOCIEDAD

Los de adentro
y los de afuera
 

Tres reality shows, con distintas reglas, escenarios y modalidades, inundan la televisión argentina con una misma premisa: mostrar “la vida en directo”. Sus protagonistas se someten a la gran prueba que consiste en ser privados de intimidad, a cambio de ser rápidamente “alguien”. El debate abarca tanto a los que miran como a los que se dejan mirar.

Por Marta Dillon

Había una vez una mujer que se dedicaba a promover el deseo a través de la danza. Que allá por la década del 70 se contorsionaba sobre un escenario buscando una reacción rápida en la entrepierna de quienes la miraban. Una mujer que pronto supo que para sostener la atención debía empezar a desvestirse. Y lo hizo. Y le pidieron más. Entonces comenzó a tener relaciones sexuales sobre la pasarela, relaciones tradicionales y de las otras, las más variadas. Pero le pedían más. Y ella dio más. Inventó un espectáculo en el que, siguiendo la tradición, se desnudaba lentamente, completamente, provocativamente, se quedaba sin nada, se subía a una mesa, abría las piernas y se colocaba un espéculo en la vagina. ¿Quieren más? -parece haber dicho Annie Sprinkle, la mujer en cuestión–, tomen más, pasen y vean lo que tengo dentro, más allá no hay nada. La experiencia sucedió en Estados Unidos –aunque después los shows exhibicionistas de Sprinkle hayan desconcertado al resto del mundo– y guarda más de un paralelo con cierta desesperación de la televisión por mostrarlo todo, cada vez más, mostrarlo todo ya no desde la ficción o desde la vida real de quienes eran sus naturales protagonistas –actores y famosos varios– sino mostrar eso que sucede a diario en cada casa, con toda la espectacularidad que puede ofrecer el tedio de las rutinas cotidianas. ¿A pedido del público? Pregunta difícil de contestar, sobre todo en relación con un medio que se reproduce a sí mismo y que ya instaló su omnipresencia cumpliendo con las peores pesadillas de la ciencia ficción. Aunque ni Orwell en 1984, ni Ray Bradbury en Farenheit, adivinaron el goce que hoy supone el rating que se ofrece a los reality shows, de mirar y ser mirado hasta en las escenas más íntimas.
Siguiendo la saga de Sprinkle, se podría decir que primero fueron los programas de chusmeríos sobre ricos y famosos en los que se examinaba –y examina– los amores y conflictos de sus vidas privadas. Más tarde llegaron los talk shows, con la disección programada de vidas menos luminosas, conflictos de gente común que en apariencia volvía visible eso que se tendía a ocultar: la violencia familiar, el incesto, los conflictos entre vecinos y parientes. Y ahora, caminando sobre el siglo para el que se escribió la mayor parte de la ciencia ficción, los reality shows, esos que ya no preguntan a la gente “común” sobre sus angustias y desvelos sino que directamente la encierran en determinado lugar para ver cómo interactúa, reacciona, cómo se viste, se baña, come, se enamora o mantiene relaciones sexuales. ¿Quedaría algo más que es posible mostrar?
“Se dice que esto es vida real –dice Nora Mazziotti, investigadora en medios y directora de la Unidad Centenario de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA–, pero es la primera mentira. Hubo un casting que analizó desde los roles hasta la telegenia. Esto es un programa de juegos que sigue el principio de Andy Warhol sobre los 15 minutos de fama, por más que sean aburridísimos, no le quita la intención del juego”. Mazziotti augura corta vida a esta nueva generación de programas: “En el ‘97 había diez talk shows y ahora si queda uno es mucho”, dice a modo de prueba y esmás, considera que el negocio montado es poco redituable: “Con todo lo que invirtieron en ‘Gran Hermano’, por ejemplo, conseguir 17 puntos de rating es mal negocio. Además ficciones como ‘El sodero de mi vida’ o ‘Betty la fea’ –que veo con entusiasmo por todo lo que rompió en el género telenovela– miden mucho más. No se puede negar la larga tradición ficcional de los telespectadores argentinos. Yo no puedo creer que durante cinco minutos se esté mostrando un plano general de un cuarto con personas durmiendo; ésas son cosas con las que los productores se enganchan porque creen que vender televisión es como vender cebollas, pero hay culturas atrás, culturas de espectación y de producción”. Sin embargo, las mediciones de “Gran Hermano” registran una suba que la Bolsa de valores debe envidiar. A pesar de que el formato de los tres reality shows que están en pantalla (“Gran Hermano”, “El Bar” y “Expedición Robinson”) es exportado hasta en sus mínimos aprontes, la fórmula parece haber entendido de qué se trata la globalización.
Por supuesto Mazziotti no está sola con su desagrado, son muchos los que se niegan directamente a mirar lo que sucede en la casa de “Gran Hermano” en Martínez o en “El Bar” de San Isidro que sale al aire por América. Pero a pesar de que no es fácil sustraerse de lo que a esta altura está planteado como fenómeno, los productores tienen sus propios recursos para justificar el encierro programado y vigilado de sus observados –a quienes en Telefé se los menciona siempre como “chiquitos”– y facilitar lo que se supone el principio básico del reality show: la identificación. Se montan debates en Internet y en la televisión abierta y quienes son expulsados de cada casa aparecen en los programas asociados. Alejandra, expulsada de “El Bar”, visitó el programa de Juan Di Natale, también producido por Cuatro Cabezas, y Patricia y Lorena transitan los pasillos de Telefé como antes lo hacían por la casa de Martínez. Este, se suponía, era el efecto buscado, transformarse en celebridad sólo por haberse mostrado. “Puede tener algo de gozoso salir del anonimato, aunque de esta manera es sumamente paranoico. Es más un gesto de desesperación de jóvenes –los participantes tienen una media de entre 24 y 34 años– con dificultades generacionales para ubicarse en la sociedad. Antes para existir ante los ojos de los demás había que hacer algo, ahora la fantasía es ser percibido, mostrarse. Así es posible salvarse, tener acceso al trabajo, pertenecer”, dice Irene Meler, coordinadora del Foro de Psicoanálisis y género de la APBA. Pero mostrarse, “abrirse”, parece ser algo más que la tabla de salvación para los protagonistas de los reality shows. Ese aparece como un valor supremo. Llegados a la hora de votar a quién se eliminaría, en muchos de los casos las razones son “porque no es sincero”, “algo oculta” o como le dijo, cargado de dramatismo, Martín, participante de “Gran Hermano”, a Natalia, la nominada para dejar la casa: “¿Por qué mierda no te abriste en 18 días?”.
La posibilidad de exhibirse que, según Alberto Quevedo, uno de los sociólogos que participó como asesor en el casting de “Gran Hermano”, es una característica nacional; encontró adeptos en todo el mundo a partir de las posibilidades técnicas de hacerlo. En Internet cientos de páginas web exhiben a sus propietarios en sus funciones íntimas y sin cortes publicitarios. “Yo no sé si hay un interés por mirar detrás de las paredes o por mostrarse mayor que en otros tiempos, esa pulsión no puede existir sólo por el momento de la tecnología –dice el semiólogo Oscar Steimberg-, en todo caso mostrarán un momento político ambiguo. Pero la señora de barrio que mira sobre la medianera y pasa la vida comentando nimiedades, ¿era mejor que las personas que ven esto? Ni en la peor de mis pesadillas quisiera volver a esos momentos, aun cuando me hicieran mirar estos programas 24 horas. Yo no creo que esta época sea peor que cualquier otra”.

Carne para los leones
Si alguna distinción puede hacerse para el pionero de los reality shows en Argentina, “Expedición Robinson”, es que en este programa, como dice Mazziotti, “está presente el deseo de aventura y ésa es una pulsión humana, y un género que está siempre presente”. En ese sentido “El Bar” propone otro tipo de aventura, más acorde con los tiempos que corren, y que tiene que ver con volver redituable un bar que los participantes atienden recibiendo al gran público –que asiste como a tantos otros programas, munidos de carteles con saluditos y con la esperanza de que los vean los amigos–, aunque esto no alcanza para volver emocionantes las alternativas cotidianas que, como todos y todas sabemos, suelen ser tediosas. En “Gran Hermano” lo primero que aparece es la ausencia total de conflicto. Los iniciales 12 participantes –se eliminó a una y otra se fue por su propia cuenta, aunque ya la hayan reemplazado– no tienen mucho que hacer, más que algún juego de destreza que propone la voz en off del omnipresente hermano mayor. “Acá también hay un conflicto y es muy importante, se trata de cómo se tolera la convivencia con otro, cuáles son los límites. No es que no pasa nada; el grupo intenta resolver el conflicto de la intolerancia, que el otro sea distinto, aceptar que el otro diga no. Una de las consignas del respeto a la otredad es que se pueda decir no, vos te mostrás y yo no, y sigo siendo un sujeto valioso”, dice Irene Fridman, coordinadora de Programas de Posgrado de Psicoanálisis y Género. Lo que afirma parece estar muy lejos de la experiencia de, por ejemplo, Natalia.
Como sucedió el año pasado con la primera edición de “Expedición Robinson”, el nudo del reality show, más allá de la aventura o el desafío, es ver cómo los participantes se van eliminando de uno en uno, con la diferencia en que en esta nueva generación de shows, los compañeros eligen a dos y el público define quién de esos dos se irá. “Me preocupa este festival de la exclusión –continúa Fridman–, que se vote a quién sacar, es como una visualización de algo que está oculto y es que a los distintos hay que sacarlos. Se está poniendo el énfasis en que no es el grupo el que logra algo, que sería el símbolo de la trama social; sino la fuerza de la competencia por desbancar a alguien es la que logra el éxito. Es la banalización de la ruptura de la red social. Se visualiza como diversión algo que tiene un sentido político: el ejercicio sistemático de la exclusión, y así se deniega su efecto social. Es trivializar una situación durísima que vivimos todos y poner en acto, sin ningún costo, el ejercicio de la discriminación”.
Lo inesperado que puede suceder en la pantalla cuando lo que se muestra no está representado ni existe la mediación de guión alguno formó parte de la promesa con que se presentaron los reality shows. Sin embargo entre el conjunto de reglas que Johnn De Mol, el creador de “Gran Hermano”, entrega como condición sine qua non para vender su programa, existen pautas para la elección de los participantes y desde el vamos se piensa en la homogeneidad del grupo, con mínimas variantes. “Pautas hay muchas –dice Luciana Castagnino, coequiper de Quevedo en el asesoramiento sociológico del show–, pero son flexibles. Tenía que ser gente interesante o que tuviera una historia, que tuviera un discurso y que tuviera claro para qué quería entrar en la casa. Estaba muy presente esa idea de que había una vida distinta que no era la que estaban viviendo, había un deseo muy fuerte de ruptura, el premio de cien mil dólares importa, pero casi nada”. El resultado fue un grupo bastante homogéneo que empezó expulsando a la que a todas luces era diferente. “Se expulso a Lorena –dice Castagnino– porque era la ley, era la única que permanentemente decía que esto era un juego. Es evidente por lo que vino sucediendo que para sobrevivir hay que homogenizarse”. Y por eso tampoco el casting eligió entre una franja etaria acotada, pensando que a alguien mayor se lo expulsaría enseguida. No sucede lo mismo en “Expedición Robinson” que en su segunda edición se planteó, obviamente, mostrar otro tipo de diversidad, siguiendo la tradición de Canal 13 por la “televisión verdad”. Entonces se incluyó a ungay, una mujer madura y un hijo de desaparecidos, entre otros. En “El Bar” el gusto por la diversidad obedece al mandato de la productora –Cuatro Cabezas–: jóvenes más marginales, con cierta vocación artística y en su mayoría ligados al rock and roll. Aunque también se preocuparon por la diversidad, incluyeron una travesti y una católica a ultranza que, por supuesto, fue eliminada en la primera oportunidad. En el universo de “El Bar” queda mal tener remilgos sexuales, aun cuando fue notoria la sorpresa de los participantes de encontrar un “ser humano” en el cuerpo de Celeste, que alguna vez fue Carlos.
Lo inesperado que puede traer el experimento –aun cuando no esté planteado como tal es difícil dejar de verlo de esa manera– de encerrar a determinado número de personas en un lugar para que el gran público observe cómo se comportan tiene alguna relación, según Steimberg, con un momento social de incertidumbre. “En las primeras décadas del siglo XX, cuando tenía auge el teatro naturalista, mi abuela y sus hijas decían que el teatro servía para educar a la gente, había una intención social, se había llegado a una conclusión sobre la sociedad y se intentaba develarla. Acá se parte de algo distinto, no sabemos, nadie sabe y entonces es interesante ver qué pasa. Se han caído las hipótesis, las teorías, las utopías, entonces queda la búsqueda de un saber que no puede definirse y que difícilmente pueda hacerlo cuando un fragmento de ese saber parece concretarse. Y sin embargo parece ser la única posibilidad abrirse a la percepción, al registro del reconocimiento del hecho y sus novedades”. Algo así como ver cómo se comportan los participantes de un grupo y por qué razones deciden eliminarse.
Para quienes crean que este tipo de espectáculo es nuevo, Irene Meler acerca un antecedente que aunque remoto comparte el placer del público por ver cómo se elimina a uno u otro participante. “Si bien lo que ha transcendido durante más tiempo en la cultura es el teatro griego que representaba los grandes relatos, la cultura romana tenía espectáculos que no eran de ficción: cacerías que se hacían a la vista del público, luchas de gladiadores o el circo de los cristianos y los leones”. Como en los reality shows actuales, entonces era muchas veces el público quien con sus ovaciones obligaba al emperador a subir o bajar el dedo que condenaba a muerte.

Arquetipos
Cuando ya ha pasado el primer mes de los shows de la realidad hay un fenómeno que no se puede pasar por alto: las primeras eliminadas son mujeres. ¿Por qué? A simple vista de la pantalla es fácil ver que contra todos los pronósticos –incluso los que Soledad Silveyra hace durante la conducción de la versión en TV abierta de “Gran Hermano”, diciendo que las mujeres tenemos fama de “terribles conspiradoras”–, fueron varones los que organizaron los primeros complots para resistir en el “adentro”, ya que la exclusión genera, igual que en la vida real, un manantial de dolor que los participantes convierten, sin pudor, en una catarata de lágrimas. En “El Bar”, cuatro de los varones se reunieron en un grupo denominado La cumbre con el objeto de cerrar filas y no votarse nunca entre ellos. Las chicas del programa hicieron otro grupo, La pradera. Cualquier parecido con la anatomía de unos y otras corre por cuenta de quien lo imagine, aunque los varones no dejan de comportarse como jugadores de fútbol en un vestuario y las chicas se desvelen por conseguir a quien enamorar. “Muchos de los roles de género conformados socialmente se cumplen aquí. Igual que cuando en ‘Expedición Robinson’, el año pasado, una mujer se retiró para dejar lugar al éxito del varón. Las chicas son todas delgaditas y lindas, ¿qué pasaría si hubieran puesto una mujer gorda? Hasta ahora esa posibilidad fue una excepción entre los hombres”, dice Fridman. En “Gran Hermano” la conspiración también corrió por cuenta de los varones que evidentemente no temen quedarse solos dentro de la casa. Otro de los componentes supuestamente atractivos de los shows es la posibilidad de ver a la gente seduciéndose y teniendo relaciones sexuales. Una promesa que hasta ahora no ha tenido grandes concreciones, es más, la escena que la semana pasada se promocionó como “la sorpresa de ‘Gran Hermano’” mostraba a una chica impávida mientras el varón la tomaba de atrás sin más trámites que taparse con una frazada hasta la oreja. Ver no se vio nada; suponer, se puede que a la chica le pasó poco y nada y que todo el asunto fue poco más que una tarea cumplida. “Hay como un mandato para las mujeres de que no tener prejuicios es cumplir con las relaciones de manera masculina, un poco evacuativa”, dice Meler, y las chicas cumplen. Algo que podría ser resumido en la célebre frase de uno de los participantes de “El Bar”, quien dijo de una compañera: “Mónica fue la única que tuvo huevos para coger”. Vaya paradoja.
En los complots es evidente que a las mujeres se las percibe como peligrosas y que el pacto sólo puede darse entre hombres, hombres que comentan las relaciones como si fueran partidos de fútbol, frente al horror de los opinólogos citados para el debate que Telefé presenta sobre “Gran Hermano” los lunes a las 23, y que también reflexionaron –en especial su conductor, Juan Alberto Badía– sobre lo que iba a pasar con esa chica que se metió en la cama de un conviviente cuando salga a la calle. “¿Qué le gritarán a la Colo?”, se preguntaba apesadumbrado Badía, dejando en claro su empatía con el imaginario popular. Sin embargo son éstas las cosas que al parecer generan expectativas, tantas como la cámara que en el baño de la casa de Martínez muestra a los participantes mientras se duchan, ya sin ropa interior como lo hacían al principio. En las pocas escenas de sexo que se vieron hasta ahora hubo cierto pudor que se tradujo en taparse con frazadas, o en el caso de “El Bar”, de usar el baño, único lugar sin cámaras. Pero si como se ha dicho hasta ahora hay un placer en exhibirse y un placer voyeurista de quienes miramos, ¿tendrá esto algo que ver con la pornografía? “Sí –dice Fridman–, es un ejemplo de pornografía para ojos femeninos, habilitada a los ojos de la audiencia como esa cosa ligth que se supone que está permitida o que tiene que ver con el gusto de las mujeres aunque aparecen las mismas temáticas que en el porno duro: la dominación, la exclusión y la sexualidad”. Para Steimberg los puntos de contacto son otros: “El género porno se caracteriza por el hecho de que se necesita la seguridad de que en algún momento el actor deja de actuar y creo que es por eso el gusto por mostrar la eyaculación, porque sino no hay prueba de que hay algo de real en ese acto. Sin eso no hay porno. Y acá en alguna medida hay eso, estamos asistiendo a una relación, a triunfos y fracasos que creemos reales. Al que lo echan, lo echan. En ese momento en que se está viendo un acontecimiento absolutamente falto de escritura es donde veo un fuerte parecido con la pornografía. Y el aburrimiento que produce es similar al que produce la pornografía”. Sobre las cosquillas que el porno puede proveer para ánimos alicaídos, nada de nada. Pero ya está visto que lo que natura no da -lo que en la vida real de cada uno no sucede-, ni el más realista de los shows lo presta.