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DISEÑO

Aquella luz de los ‘70

Laura Rey ya era rara de chica: en lugar de querer ser médica o maestra, quería ser anticuaria. Hoy es restauradora, pero no de cualquier cosa: de lámparas que se hayan producido entre los ‘30 y los ‘70. Su trabajo artesanal le permitió contactarse con otros artesanos que a veces ignoran su propia condición: ferreteros o electricistas que la ayudan a encontrar el repuesto exacto.

Por Soledad Vallejos

Y... hay que reconstruir la época un poquito, ponerse en ese momento. Por eso está bueno.” Laura Rey, podría decirse, habla desde dos lugares: el de la fanática impenitente, y el de la fetichista perdida. La cuestión es que, desde cualquiera de esos enfoques, no puede evitar transmitir algo de ese fanatismo por los objetos, pero no por los de cualquier clase, nacidos en cualquier época ni sin señas particulares. De ninguna manera. Como puede verse en las fotos, la chica tiene bien en claro que lo suyo son las lámparas, los artefactos de iluminación, acotaría, más precisamente las que se hayan producido entre los años ‘20, ‘30 y la década del ‘70. No por nada cada vez se pasa más tiempo dejándolas casi como fueron concebidas.
“Anticuaria. ¿Viste cuando sos chiquita? Que las nenas dicen: ‘Yo quiero ser bailarina’, ‘yo...’, y así. Bueno, yo quiero ser anticuaria”, dice Laura, y empieza a enumerar las mil y una maravillas de una mega-reunión de anticuarios en Nueva York; o salta de uno de los pocos bares detenidos en el tiempo de Palermo para imaginarse de safari, presas: objetos de diseño (el bien entendido, digamos, el que inauguró la Bauhaus) en plena Escandinavia. “Es que desde los años ‘50, como coletazo tardío de la Bauhaus, hubo ahí otra escuela. Y todo esto siguió generando un movimiento de diseño industrial muy fuerte en los Países Bajos.” Pero para eso, por ahora, falta. De momento, suficiente asombro tiene por ver cómo una inocente laborterapia creció, empezó a devorar más y más tiempo, inundó su casa, y la obligó a desalojar algunos de sus bebés a electricidad en ventas a amigos, primero, y en una breve exposición en un comercio –el sótano del restaurante Wasser, hasta el 15 de abril–, después. “Empezó como un momento para dejar la cabeza en remojo”, y, tal vez por eso de que el agua tiene vida propia, o porque “había que hacer algo con esa necesidad”, la búsqueda asistemática de lámparas bonitas, pero viejas y en plena decadencia, la arrastró por cuanta venta, depósito o mercado hubiera cerca. “Antes, por ahí, las compraba en mejor estado, pero después, cuando me enganché, encontraba cosas alucinantes en muy mal estado, y entonces las restauraba completas. Fui aprendiendo sobre la marcha, diría que fue algo totalmente instintivo. Tenía que pulir todos los metales, recuperar las partes de vidrio que se habían roto...” Y así, fanatismo creciente mediante, descubrió todo un circuito, en realidad, lo que queda de un circuito de producción, de una concepción de los objetos funcionales del hogar, que le encantó.

Expedición repuesto
“Entonces –detalla la diseñadora gráfica devenida restauradora– entré en un mercado de repuestos en extinción. Son cosas que casi no se fabrican, y me empecé a enganchar más en la búsqueda, en la historia de que algo quedara como era. Y eso es la conservación. Agarrar, por ejemplo, libros para descubrir cómo era un objeto que te da pocas pistas.” Así fue coleccionando, por ejemplo, conocimientos de profesiones tan imposibles de imaginar como la de un maestro de metales, o de otros señores “que fuiencontrando en el camino y a los que les pregunto todo... Porque es un mundo”. No cualquier mortal, admitámoslo, va a andar dándose cuenta de que los baños de cromo no sirven para todos los metales, o va a andar acordándose de que antes las instalaciones eléctricas se hacían con cables de tela. “Después está el mundo de las pantallas. Porque ahora está todo más estandarizado, está estandarizada la producción, pero en esa época había más artesanos. Se hacían pantallas con las telas y las texturas que se te ocurrían, y era normal mandar a hacerlo. Ese trabajo se hace a mano, y ahora es carísimo, tenés que encontrar un artesano. Y a mí me encantaría hacer pantallas, pero ese rubro todavía lo tengo que investigar un poco más.” Insaciable, Laura, cuando habla de restaurar artefactos de iluminación. “Antes me quedaba muy apegada a las cosas, y decía: ‘Ay, ¿la voy a vender? No puedo, no’. Porque es un acto de amor toda esa cosa de arreglarla. ‘Es mía. ¿Yo la puedo vender?’, decía. Pero después me dio gusto meterlas en circulación.”

Trabajo de campo
Tal vez, las lámparas se ven tan atractivas por el relato que Laura hace de todo el proceso: las horas que puede dedicarse a dejarla brillante, cómo se consiguen determinadas maderitas, lo que cuesta aprender a pedirle a un ferretero el repuesto preciso (“porque son guachos, es un mundo de hombres”). O tal vez porque detrás de cada una de las piezas cuenta, seguramente, su propia historia. “Trato de buscar, también, en las casas de la provincia. Son casas que quedaron congeladas, ahí, con todo igual. Si las ves, te morís. Son casas de clase media, porque antes la clase media compraba. Por ahí, una pareja se casaba, tenía un par de hijos, tenía la guita y decoraba o se hacía la casa, ponía las cosas que quería y después no volvía a hacer ese gasto, y quedaba así. Te das cuenta de que esas casas fueron armadas en momentos de prosperidad. Yo he entrado en cada lado... Unas camas llenas de botones para luces, ventiladores tipo Austin Powers. O esas luces que son como manojos de fibra óptica en movimiento; hay casas que están con eso funcionando, como si el tiempo no hubiera pasado. Es genial. A mí me divierte. Muchas veces me pierdo a la hora de medir los costos para arreglar las lámparas... Es que a veces me empieza a agarrar una calentura con la lámpara, y la quiero dejar bien.” Y en medio de esa pasión, claro, hay una pulsión irresistible hacia otras épocas, cuando todavía había algún tipo de discusión más o menos orgánica en torno a la intervención del arte en la vida cotidiana. “El Art Déco es lo que más me gusta, aunque me parece que tiene una cosa muy elitista, es de las clases altas. Pero la adaptación, es decir, cómo sobrevivieron las formas del Art Déco en los años ‘50, ‘60, ‘70 de una forma mucho más utilitaria. Son cosas más populares. Se vendían en negocios, pero eran muy locas, casi de gente border. Hay algunos materiales, algunos arreglos, algunos diseños que son locos. Es como que había artistas ahí. El artista al servicio de una industria, lo que instaló la Bauhaus. Me parece genial que en los ‘50, que es una época tan tradicional, se hayan metido esas locuras adentro de las casas.” Y ahora, como se ve, Laura quiere volverlo ahí, de ahí su exposición-salón de venta.