CULTURA
De
memoria
El
28 de marzo se cumplió un nuevo aniversario del suicidio de una de las
mayores escritoras de siglo XX, Virginia Woolf.
Por María Moreno
La
noticia apenas ocupó lugar en los suplementos literarios. Quizás
porque el medio siglo es más impactante. El 28 de marzo de 2001
se cumplieron 60 años del suicidio de Virginia Woolf. Ahogada
en el río Ouse, encontrada por unos niños, la escritora
pareció haber acudido al llamado de las voces de la locura que
tanto temió a lo largo de su vida y que suelen adquirir el rumor
de un río encrespado pero monótono. Y su suicidio fue
una suerte de puesta en escena cuya clave mostraba en ella, aun en el
borde de la muerte y luego de haber afirmado que ya no podía
escribir, ni siquiera leer, una última familiaridad con las palabras.
Como si la escritura pudiera conservarse aún sin escribir, a
través del gesto final: caer entre las olas luego de haber escrito
un libro con ese nombre y en donde los personajes son voces que recorren
la totalidad de sus vidas al ritmo de un agua que parece seguir las
leyes de la marea. Marea mental, angustiada y lírica, que pone
ante los ojos del lector la ilusión de una presencia. La escritura
por otros medios, también esta muerte, porque Virginia Woolf
ha entrado en el drama con los atavíos del lobo, en el cuento
de Los siete cabritos: grandes piedras en los bolsillos del abrigo,
un bastón que dejará clavado en el barro que bordea el
río. El lobo muere a través de una escena idéntica.
Woolf quiere decir lobo, a Virginia le decían La Cabra.
¿Qué ha querido decir ese gesto final? ¿Esa voluntad
de que su muerte fuera encarnación del colapso entre sus nombres?
Se puede soñar allí un sentido que nunca podrá
desentrañarse del todo ahora que ella ha callado. Rastrear en
sus palabras escritas... acompañar su agonía...
Hay gestos de lenguaje y hay gestos que se sustraen a él, pero
cuya riqueza hace hablar.
Joyce
& Woolf
Escribir para ella era un vicio y una prórroga. Al vicio
lo prodigó en varias, notables novelas como La señora
Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Las olas (1931), Los
años (1937), donde hizo creer que una diadema de palabras deslizándose
en una música perfecta desde la querella hasta la exclamación
gozosa, de la observación intelectual a la descripción
de una punzada de desdicha, constituían un monólogo interior.
James Strachey, su amigo, ha editado las obras de Freud. Y si Virginia
no lo había leído, estaba en el aire de su época,
permitiéndole tentar la retórica del inconsciente. El
feminismo del siglo XX no ha podido escapar a la tradición de
libros de ensayos como Un cuarto propio, Tres guineas o La torre inclinada.
Y eso que su autora era escéptica y políticamente incorrecta.
Palabras, palabras inglesas, en las casas, en las calles, en los
campos; a lo largo de tantos siglos... Las palabras pertenecen a las
otras palabras. Pero sólo un gran poeta sabe que la palabra incardine
pertenece al océano de lo inefable. Para usar nuevas palabras
habrá que crear un nuevo lenguaje. Se llegará a ello,
pero no es cosa nuestra. Lo nuestro es unir viejas palabras en un orden
nuevo para que subsistan y creen la belleza, para que digan la verdad,
dijo alguna vez en un programa de radio. Era su manera de preservar
de Joyce a la lengua inglesa, aunque él ya estaba allí.
Las relaciones de la flaca de barbilla afilada hija deun patriarca
libresco y cascarrabias, el erudito Leslie Stephen con el autor
de Ulises fueron difíciles o nada. En 1917, la editora de Joyce,
Miss Waever, depositó en un escritorio de la Hogarth Press (perteneciente
a los Woolf) un paquete envuelto en papel madera que contenía
los originales de Ulises. Katherine Manfield lo encontró y lo
leyó en solfa ante Virginia, aunque demudándose de a ratos
y reconociendo que tenía algo. Virginia comentó
que el autor era iletrado, grosero, falto de educación,
obrero autodidacta. Un error o una paradoja.
Barthes definía el texto como un fragmento de lenguaje
infinito que no cuenta nada, pero donde algo inaudito y tenebroso pasa.
Virginia Woolf renovó la lengua inglesa arrastrándola
hasta los límites de su integridad; Joyce la hizo estallar desde
el centro de un gesto que descubría al mismo tiempo algo
inaudito y tenebroso. Ella no franqueó el silencio victoriano
sobre la sexualidad, Joyce hizo decir de todo al deseo sexual. ¿Es
Molly Bloom (Ulises) lo reprimido de Rhoda (Las olas)? Pero ella, Virginia,
fue radicalmente futura cuando describió la pasión en
términos no genitales, como un continuo soberano de donde el
posterior feminismo de la diferencia extrajo algunas pruebas para fundar
su teoría de la sexualidad femenina.
Lo cierto es que debe ser el amor de estas dos obras (la de Joyce, la
de Woolf) por la lengua inglesa lo que ha engendrado el texto contemporáneo.
La torre inclinada con sus once ensayos constituyen una larga y a menudo
velada alusión a Joyce y su escandaloso producto. En él,
Virginia Woolf augura el ansiado maridaje entre verdad y belleza, la
disolución de las fronteras entre los géneros, y una crítica
literaria con rango de ciencia. No ve a Joyce en ese futuro, y ella
misma renuncia a él, ya que su misión continúa
siendo la de unir viejas palabras en un orden nuevo para soltarlas en
las casas, en las calles, en los campos.
Se ha insistido
en mirar a Virginia Woolf con lentes psicoanalíticas: una seducción
temprana por parte de un hermanastro que comienza cuando muere su madre
y habría generado cierto disgusto por el sexo, el duelo congelado
por su brillante hermano Toby muerto tempranamente, un Edipo victoriano
de mala resolución. Todo convergiría en el suicidio. La
crítica feminista hoy explica éste menos por las razones
personales que por el horror de un mundo dominado por un sádico
antisemita, Hitler los Woolf planearon en algún momento
suicidarse juntos, unos avatares de la relación entre la
artista y su escritura. La carta final a Leonard Woolf parece justificar
la versión del psicoanálisis. Pero fue su fundador el
primero que hubiera diagnosticado que la misma Virginia no tenía
acceso a sus verdaderas razones (¡como que él
no la había analizado!).
En 1941, Ulises pertenece definitivamente al presente. El doctor Freud
y sus discípulos, reunidos los miércoles como Bloomsbury
el grupo de luminarias de las artes y de las letras del que participaba
Virginia, han puesto un sentido a las voces oídas por el
doctor Scherber, el caso de paranoia analizado por el maestro. Tres
años antes, Freud había desistido, en un ambiguo episodio,
de analizar a Virginia. ¿Fue un tanteo de los Woolf, un pedido
denegado? Freud regaló a Virginia una rosa. ¿Negligencia
romántica o temor a un genio con faldas?
La
gentil rosa freudiana
El 28 de enero de 1939, Virginia Woolf y su marido Leonard visitaron
en Londres al profesor Freud. Los nazis habían entrado en Austria.
Londres era un refugio: había allí un cuarto claro en
donde el profesor había reunido sus queridas tallas egipcias.
Un jardín bien cuidado asomaba por la ventana, libre de toda
interpretación. Puede imaginarse la mundanidad cordial de Leonard.
Su pequeña falta de tacto al contar al profesor que un juez le
había dicho a un hombre, a quien se juzgaba por ladrón
de libros, que lo condenaría a leer un libro de Freud. El profesor
entristeció, perosin perder su afabilidad abstracta, propia de
los acorralados entre la muerte y la obra.
Virginia Woolf era socialmente una loca, el profesor Freud un psicoanalista.
La entrevista no tuvo una dirección Leonard Woolf la relató
en su breve texto La muerte de Virginia, pero las fantasías
debieron inquietar los corazones.
El encuentro no fue gran cosa. Sólo el arte de la conversación
ligera hizo retroceder el silencio. De pronto, Freud tomó una
rosa de una jarra y la puso en la mano de Virginia Woolf. Este gesto
era perfectamente convencional. Pero, ¿se puede soñar
allí un sentido? ¿El profesor Freud entregó una
rosa a Virginia Woolf porque en la Europa victoriana se solía
regalar una rosa a la más pura y bella? ¿Este
caballero victoriano hizo un modesto homenaje a una mujer tímida,
precozmente limitada en su vida sexual, como él? ¿Este
investigador honesto, pero desgarrado, que ha puesto en duda que las
mujeres sublimaran, le estaba dando un trofeo a la excepción?
¿O es el Freud de las certezas casi de iluminado quien entregó
su rosa para sellar un pacto, el que permitía continuar a un
genio hacia la muerte, cuando él ya iba en dirección de
la suya?
El 24 de marzo Virginia escribió en su diario una extraña
frase: Y ahora con un cierto placer descubro que son las siete
y que debo hacer la cena. Bacalao y salchichas. No cae duda de que se
consigue cierto ascendiente sobre el bacalao y las salchichas al describirlas.
Y unos párrafos más arriba: Mantenerse ocupado es
esencial. Cuatro días más tarde, el 28 de marzo
de 1941, algo inaudito y tenebroso había sucedido.