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TELEVISION

El oficio de

PALMER

Patricia Palmer acaba de ser nominada a un Martín Fierro por su trabajo en “Ilusiones”. Su carrera empezó hace muchos años, cuando llegó sola y con una hija desde Mendoza a aprender un oficio que todavía reivindica como tal. En él, la Palmer se mueve cómoda: actúa, escribe, ha producido y hasta fue funcionaria de un canal.

Por Marta Dillon

Como una heroína de telenovela, llegó a Buenos Aires desde Mendoza, con una mano atrás y otra adelante, aferrando la de su hija de un año y medio. Vivió en pensiones, sin amigas en quienes confiar, sin nadie a quien dejarle la nena mientras ella se buscaba la vida. Entonces era Patricia Palmada y se sentía, literalmente, para el cachetazo. Pero no fue por eso que decidió cambiarse el apellido: para entonces las cosas ya habían cambiado, y una promesa empezaba a tocarle los labios para curarla de tanta soledad. “Me dolió en el alma cuando me dijeron que mi apellido no iba, pero era parte del juego y era el primer trabajo que me permitía pensar que iba a poder vivir de lo que más me gustaba en la vida: ser actriz.” Fue Alejandro Doria quien impuso el nombre artístico a quien ahora es conocida como Patricia Palmer y acaba de ser nominada para los controvertidos premios Martín Fierro por su papel en la tira “Ilusiones”. Del bautismo pasaron 20 años, antes había hecho teatro independiente en su provincia natal y hasta había sobrevivido a un atentado en el teatro en el que presentaba con su elenco la obra El avión negro. La sala en la que explotó la bomba que mató a uno de los compañeros de Patricia se llamaba, en una paradoja tan oscura como el color del avión, TNT. “Se supone que fueron paramilitares por el contenido de la obra, pero era algo que yo no podía dimensionar. Fueron momentos muy difíciles y no porque tuviera alguna intención claramente política, pero dedicarse al teatro era subversivo, más si eras medio hippie como éramos todos. Era la manera que encontrábamos para resistir la represión, no nos gustaba cómo vivíamos y queríamos hacerlo de otra manera.”
Su contacto con el teatro en Buenos Aires fue una casualidad, si es que las casualidades existen. “Había ido a caminar por Florida, como una provinciana que se precia y me encontré con Sergio Renán. El me dio direcciones y empecé a vincularme.” Tenía sus objetivos claros, no había llegado a Buenos Aires “a huevear” y por eso tenía plazos concretos, no más de un año y medio para probar suerte. “En un sentido, estar con mi hija fue una ayuda, porque no me dejaba desviarme de mis intenciones, ella tenía que comer y listo. Por otro lado era agotador ir a los castings con ella al hombro y sentirte aislada porque las chicas de mi edad no eran madres.” Lito Cruz, su maestro, tuvo que convencerla más de una vez para que deshiciera las valijas que armaba despechada, aun cuando ya le había tocado filmar un comercial para cine que le dio de comer durante tres meses. La confirmación de que estaba en el camino correcto llegó para ella cuando Lito Cruz fue su pareja de teatro. Y cuando su nuevo nombre empezó a aparecer entre los títulos de su primera novela: “Un latido distinto”.

La renegada
En una pizzería oscura de la que evidentemente es cliente, a sólo dos cuadras de Pol-ka, en donde pasa sus días de 7 a 20, Patricia habla sin inmutarse, haciendo gala de una tranquilidad que no perturban ni los autógrafos ni las doce horas de trabajo diario. Es cierto que en estos momentos puede darse algunos lujos, por ejemplo trabajar seis meses por año y el resto dedicarse a “leer, escribir, ver. Es algo que no hace mucho que puedo hacer pero, bueno, es también fruto de mucho trabajo, de resguardar lo que he ido ganando y de una vida muy ascética. No me gusta nada que sea realmente caro, mis placeres son estar con amigos, ver espectáculos, viajar... nada más”.
Parte de esos placeres que se otorga sin culpas es poder decir que no a los trabajos que no le gustan y por eso se ha retirado de la telenovela clásica. “Acepté hacer la tana de ‘Ilusiones’ porque era un desafío, un papel distinto, más ligado a la comedia. Además, ya no era la heroína y todos somos un poco perdedores, un poco antihéroes.” Un elenco del que formaban parte Patricio Contreras, Oscar Martínez y Juan Darthés –su galán en la tira– que influyó para que ella diera el sí a Adrián Suar, con quien ya había hecho “El hombre”. Conocedora del género que denomina sin más trámites culebrón, Palmer es también una de sus detractoras. “¡Jamás me engancharía con una telenovela! Me aburren soberanamente. Tampoco he seguido ninguna, ni siquiera las miro.”
–¿No es contradictorio haber sido la protagonista de tantas, haber escrito e incluso producido telenovelas y no verlas?
–¿Por qué? Me divertía muchísimo hacerlas, pero no mirarlas. No hace falta. Sé lo que se necesita para hacer un buen culebrón y eso es suficiente.
–¿Es decir, chica pobre que se enamora de chico rico o viceversa?
–No hacen falta ricos y pobres. Sí fuertes y débiles, un amor imposible, alguna venganza, un desencuentro y desear aquello que no se puede. No reviste ningún tipo de análisis ideológico, a la gente le gusta y eso es suficiente, entretiene, acompaña. Nunca sé a priori si es buena o es mala, se arma una historia y en televisión es el rating el que manda. Es concreto y real: si una novela no vende publicidad, se levanta y listo.
–¿Esa claridad la impulsó a escribir y a producir sus guiones?
–La doble función tiene la ventaja de allanar caminos. Muchas veces los productores obligan a que se modifique el guión porque no se puede concretar lo que el autor sueña. En cambio, cuando produje “Los ángeles no lloran” sabía cuándo poner una escena en que a ella la secuestran en un helicóptero, por la necesidad de la historia y del presupuesto.
No recuerda por qué a la protagonista verdulera de aquella novela que en el ‘97 lideró su franja horaria la secuestraron con tanto despliegue técnico. No tiene la menor idea; sí recuerda el vértigo de la producción. “La urgencia me excita, la adrenalina que produce, debe ser porque soy tan tranquila que lo único que me mueve es el vértigo. Y el gusto por ordenar, por optimizar los recursos.” Esa capacidad de organización fue la que la llevó a la gerencia artística de Canal 9 cuando todavía se llamaba Libertad y era el reino indiscutido de Alejandro Romay. Duró poco la experiencia: “Renuncié antes de los dos meses; era ridículo, me pusieron en un lugar en el que no tenía ningún poder, el canal ya se estaba vendiendo y yo era poco menos que parte del mobiliario”. Dice que no cobró un peso por esa tarea, que asumirla fue un gesto de agradecimiento al canal en el que tanto trabajó.

Algo en lo patetico
A los 13 años escribió su primera obra de teatro, que se representó con relativo éxito y que proponía una puesta no del todo usual. Sucedía en un circo y los actores se mezclaban entre el público. “No sé por qué me daban bola, porque la verdad es que era una pendeja.” Nunca dejó ese oficio.
Este año tiene que terminar un libro de relatos. Es un compromiso que selló cuando se presentó y ganó un concurso de narrativa de la editorial Cuatro Vientos. “He escrito para teatro, televisión y también narrativa. La forma de escribir en cada caso es bien distinta y me formé para aprender cada código. Pero el proceso, el inicio, es siempre el mismo, arranco de una imagen, jamás de una historia, y después empiezo a preguntarme sobre los personajes, las situaciones. También suelo formularles preguntas a mis propios personajes, sobre todo cuando frente al papel no sé cómo seguir. Y ahí es cuando siento que al escribir no es totalmente mi voz, no sé si soy yo o una mera traductora de otras voces.”
Las imágenes que la tientan tienen siempre algo que ver con lo patético. La obra ¿Dónde estás, Cleopatra? –que ganó un premio Estrella de Mar– nació poco después de ver uno de esos programas en los que Luis Moreno Ocampo trataba de mediar en conflictos y demandas de vecinos de Buenos Aires. “Me acuerdo que había un tipo que quería demandar al dueño de un bar por no permitirle el baño; el pobre hombre se hizo encima y después ningún taxi lo quería levantar.” La historia de una famosa actriz, a quien la mamá le fajaba el pecho en plena adolescencia para que pudiera seguir actuando de niña, también fue para ella materia prima. “Me tienta lo patético, pero siempre tomado con humor; me gusta lo que de ridículo hay en la vida. Cada vez estoy más suelta, la madurez me da mucha libertad para escribir. He dejado de juzgar a los personajes, ya no siento que todo lo que escribo me compromete personalmente.” Además de libertad, la madurez le trajo alivio, ya no la llaman para ser heroína de conflictivas historias de amor, pero tampoco se jacta de eso: “No le creo a nadie que diga que está feliz de envejecer, ni siquiera que es un alivio. Pero no hay otra, no queda más que aceptar y no focalizar en la pérdida de los años, sino en la ganancia que ha ido trayendo. Yo no soy actriz, trabajo de actriz y soy otro montón de cosas, así que no me voy a fanatizar por mi imagen; hago ejercicios, sí, no mucho más. Y no pienso que la vida se está yendo, sino en lo que está viniendo”.