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LIBROS

Las hermanas Bouvier

Las dos hermanas eligiendo grabados. Collar de perlas, tacones aguja... el estilo Jackie va a hacer estragos en Washington.Lee Radziwill nunca tuvo la proyección internacional de su hermana Jackie Kennedy, pero sí fue una celebridad que daba cátedra sobre el buen vivir y que cumplió con creces con el mandato familiar de brillar en sociedad. Ahora, en un libro que acaba de aparecer en Nueva York, Lee, princesa por casamiento y de nuevo plebeya por divorcio, da detalles sobre la controvertida relación con Jackie.

Por Soledad Vallejos

Dicen los hijos de vecino que los de afuera son de palo, pero cuando esos extranjeros de las Una cena de Navidad  con los Radziwill (de espaldas, Stas). relaciones tienen un poder de observación agudo y teñido de veneno, bueno, escucharlos (leerlos) puede ser irresistible. Y hasta puede ser que se les crea, en especial si se llaman Gore Vidal y arrastran un largo tendal de definiciones malvadas. Partamos de allí. “Las relaciones entre Jackie y Lee eran realmente S/M”, dijo el muchacho en un arranque. “... Jackie era la sádica y Lee, la masoquista”. Quién hubiera dicho, ¿no?, que detrás de esas sonrisas de vean-todo-lo-que-conseguimospor-ser-adorables no había ni rastros de amor fraterno, sino algo más parecido a una versión de los Borgia sin los detalles interesantes, que no por nada ambas damas encarnaron a la perfección los anhelos de una sociedad tan ambiciosamente puritana como la estadounidense. Y, claro, tan necesitada de pseudocharm. Pero no todas las visiones externas, desde ya, coinciden. De hecho, apenas se inicie mayo, el Museo Metropolitano de Nueva York abrirá las puertas para mostrar una serie de vestidos originales de la Jackie-Princesa, la que se desvivió por convertir a la Casa Blanca en la central mundial del buen gusto, y es casi seguro que la exhibición será uno de los booms de la temporada. Y también, en eso de deleitarse en el reflejo que brindan los demás, las propias interesadas supieron aportar lo suyo, como hizo Lee en Happy times –Tiempos felices-, una versión de la relación con su hermana capaz de dejar a los Ingalls como unos perversos desamorados. Agradezcamos, entonces, que podemos echar mano de las otras versiones, que por lo menos dejan lugar al cotilleo feliz.

Estrellitas americanas
Papá Jack Bouvier (Black Jack, para los amigos) tenía dos grandes manías: la de los sobrenombres (Jacqueline, por caso, fue “Jacks” toda su infancia y Caroline, “Pekes”, hasta que su presentación en sociedad con fiesta, vestido y todo requirió pasar a los más sobrios “Jackie” y “Lee”), y la de tener dinero. Mucho. No importaba si propio, ajeno, prestado, siempre y cuando sonara a grandes cantidades. Así que, entre el 740 de Park Avenue, New Hampton, Newton, y una vieja casa familiar en Virginia, las niñas aprendieron a la perfección el rol que debía jugar cada una. Claro que a Caroline, versión adinerada de Susanita (se presentaba a sí misma como “la adorable muchacha que parte para casarse con alguien del Racquet Club, y llevar a los doce niños en la camioneta rural”), le gustaba poco y nada que su hermana mayor se llevara toda la atención paterna (al parecer, ella era una Electra perfecta) y el papel de intrépida, pero supo vivir con eso.
1936, contra todos los pronósticos de felicidad eterna, no fue un buen año: papá Jack, de alguna manera, quedó en bancarrota. Mamá Janet, en un acto reflejo velocísimo, decidió abandonarlo; a fin de cuentas, ya habían pasado 22 años juntos. Ni siquiera en su vida adulta las Bouvier dejaron de llorar ese paraíso perdido; el colegio Chapin, de New York, o el de niñas de Connecticut, las clases de equitación, las lecturas de poesía enla playa, todo eso se había ido lejos. Pero no para siempre. Jackie tenía 11 años; Lee 7, pero las dos habían internalizado al detalle qué deberían ser en su vida, mejor dicho, lo que Black Jack decía a todo el mundo: ellas serían estrellas. Y muy probablemente ese destino de brillito llevó a la familia a sostener, durante el año de noviazgo de Jackie con JFK, que ellos, los Bouvier, descendían ni más ni menos que de la casa real francesa del siglo XIV. Sin embargo, ninguna prueba apoyó tamaña afirmación. Ni los Bouvier ni los Vernou (apellido de la primera mujer del primer señor Bouvier en pisar Estados Unidos) tenían algo que ver con la familia de aristócratas de Poitiers. Preguntémosle a Gore Vidal. “Oh, era solamente un truco para los diarios. Si fuéramos a creerle, también diríamos que estaban entre los Plantagenêt y los Tudor, pero, de hecho, no es más que pura espuma”. Ajá.
La adolescencia, era de esperarse, acentuó la rivalidad entre las chicas, pero, pretendida nobleza obliga, aprendieron a limar sus aristas hasta ese estadio encantador en que el veneno es un ejercicio de retórica. Y de acciones, por supuesto. A grandes rasgos, Jackie se esmeraba en hacer pasar sus tendencias dominadoras por simple cuidado, protección de hermana mayor, mientras que Lee se moría de celos por los éxitos ajenos y trataba de ser “independiente”. El caso es que, tras el nuevo casamiento de su madre (con un escocés de lo más acomodado), la vida no tuvo mayores sobresaltos, por lo que vinieron las presentaciones en sociedad (Lee, en 1950, decididamente opacó lo que Jackie había hecho cuatro años antes, porque fue nombrada “debutante del año”) y algunos estudios en lugares exclusivos. Jackie, tal vez algo incómoda por las compañeras que le habían tocado en suerte (las mismas, por ejemplo, que la apodaron “princesa Borgia”), prefirió abandonar los claustros universitarios de Vassar para pasar un año sabático en París, al cabo del cual ganó un concurso de periodismo y vio su artículo (una crónica mundana) publicado en el Washington Times Herald. Lee, que venía de probarse como actriz en el teatro del colegio Sarah Lawrence, rumbeó para Italia.
1952 sería el principio de la nueva vida para Jackie: conoció a John F. Kennedy, pusiéronse de novios y casáronse un año después. Ese mismo año, Lee, apenas regresada de su descanso europeo, hizo lo propio, pero con Michael Temple Canfield, el hijo de un editor cuyo linaje se mezclaba con la aristocracia inglesa. Mientras Lee y su marido se instalaban en Londres, donde él se desempeñaba como secretario del embajador norteamericano, Jackie y JFK se mudaron a Washington, lo más lejos posible de Rose, la matriarca de los Kennedy, que no simpatizaba demasiado con su nueva nuera. La vida matrimonial, al menos en un primer momento, estaba resultando más grata para Lee. Jackie, a decir verdad, no ignoraba los affaires de John con actrices de todo tipo, fama y color de pelo; en 1956 perdió un bebé, quiso divorciarse, pero su suegro la convenció de no hacerlo al aumentar su cuenta bancaria con un millón de dólares; luego falleció Black Jack. Un año después, sin embargo, se convirtió en madre de Caroline y tres después, en 1960, en primera dama.

Chicas materiales
“¿Qué puedo hacer para conservarla?”. Canfield estaba empezando a desesperarse. Desde que el embajador al que asistía había regresado a Estados Unidos, él estaba sin trabajo y notaba que Lee se alejaba cada vez más. Entonces, era un marido angustiado el que pedía consejos a su cuñada, a Jackie. Respuesta obvia: “Pues ganar dinero, Michael”. Michael explicó que claro, que pensaba conseguir otro trabajo, que seguramente podría darle a Lee una vida decente. Jackie sonrió: “Quiero decir verdadero dinero, Michael”. Voilà, la partida estaba perdida. Lee, so pretexto de que su esposo no quería tener niños, obtuvo que el matrimonio fuera anulado por el Vaticano. Claro que unos años antes había hecho los trámites ante el registro civil para conseguir una nueva libreta, una que la convertía en la esposa del príncipe Stanislas Radziwill. De acuerdo conel marcador, Lee iba ganando la partida: vivía a dos cuadras del Palacio de Buckingham, era más sofisticada, todo el mundo (es una manera de decir, vamos) conocía su exquisito gusto para la decoración (de hecho, llegó a haber un estilo Radziwill). Jackie, mientras tanto, acompañaba a John F. en sus giras oficiales y empezaba a hartarse de mirar a un costado cuando él partía con sus amigos en plan de donjuán. Pero, de regreso a la Casa Blanca, decidió poner en práctica la estrategia de Lee y se dispuso a imprimir a la presidencia de JFK un aura nunca antes visto en Estados Unidos. Convocó a un cocinero francés, a un decorador francés, encargó a su hermana ciertas tareas en Givenchy y Chanel, invitó a Nureyev (amigo más o menos íntimo de Lee) a la residencia presidencial. Pero nada, la primera dama seguía sin conseguir todos los réditos que quería. En la angustia por hacer algo y con el respaldo de Truman Capote y Cecil Beaton, llegó a actuar en The Philadephia Story, para el que usó un modelo original que Lee había creado para Yves Saint Laurent. Pero nada. “No ha nacido una estrella”, tituló el Chicago Tribune. Fue peor cuando participó en un telefilm de la ABC: “La señorita Bouvier no es ni mala ni buena. Simplemente no es una actriz”.
De todas maneras, esas incursiones no eran más que escapadas sin importancia. La vida, diríamos, estaba en otra parte, en las veladas decontractées y con clase que organizaban los dos matrimonios, en la belleza fotográfica del estilo Kennedy y el estilo Radziwill, en los paseos en velero. Las hermanas parecían inseparables. Tras el asesinato de JFK, Jackie comprobó que Washington no era el lugar ideal para estar a salvo del asedio de los paparazzi y se instaló en Nueva York, en el piso de la 5ª Avenida que ocupó hasta su muerte. Los primeros tiempos de viudez no fueron de lo más amables; Jackie se entregaba a la bebida y a los amantes de manera alternada, pero en ambos casos sin éxito. Los amigos no la habían abandonado, pero el dinero, el grande, empezaba a escaparse. A pesar del espanto que sentía por esa ciudad, Radziwill aceptó (presuntamente, gracias a la disuasión de Bobby Kennedy, que estaba bastante cerca de Jackie) comprar una casa en NY para que Lee estuviera cerca de su hermana. A decir verdad, Lee sabía bastante mejor que Jackie qué era eso de pasarlo bien: amiga (amiguísima) de Andy Warhol, se impregnó tanto del arte pop y reconoció tan rápido que estaba en el lugar perfecto, que una vez que tuvo una cámara de fotos en la mano no la soltó más. De esa pasión nacida por el aburrimiento de no tener oficio alguno, nacieron las encantadoras fotografías de las hermanitas y sus amigos, siempre en tren de vivir como se debe.
Para Jackie, lo que siguió tuvo tanta cobertura como los años con los Kennedy: Onassis, las cláusulas que establecían cuántas veces por año ella y el griego mantendrían relaciones, el divorcio, el arreglo millonario con la única heredera de su ex marido y los paseos con sus hijos y sobrinos. Lee, en cambio, un buen día de 1974, se hartó del príncipe Radziwill y lo cambió por Herbert Ross, un escenógrafo que conoció trabajando para Armani. En los últimos años juntas, si vamos a creerle a Lee, ambas habían depuesto las armas; la muerte del hijo de lee, Anthony, las acercó. Jackie, además, había encontrado en su puesto de editora un trabajo apacible y satisfactorio; Lee había empezado a abocarse a su libro.