SOCIEDAD
Los
doce
minutos
de Marcela
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Tras
cuatro rounds, ocho minutos de pelea y cuatro de descanso, Marcela “la
Tigresa” Acuña ganó la primera pelea internacional de boxeo femenino,
contra una boxeadora norteamericana. Esa victoria coronó dos años de
trabajo intenso. El mismo que en este momento desarrollan otras 500
mujeres.
Por
Marta Dillon
Como un parpadeo,
así se encendió y se apagó su furia. Hubiera querido
más, la Tigresa lo sabía desde antes de empezar la pelea,
como quien a punto de gozar de alguna tentación se lamenta por
el inevitable final de su goce. Es la regla del deseo al fin y al cabo,
y ella no se arrepiente aun cuando conoce la nostalgia de lo que ha
terminado. Antes de bajar del ring ya sentía la promesa de otras
ansiedades. Antes que los jueces dieran su veredicto, cuando había
sonado la campana del final, abrió la boca, dejó caer
el protector bucal y escupió en su rincón los restos de
esa saliva amarga que destila la violencia. En su paladar empezaba a
acumularse el néctar de la victoria.
En el estadio de la Federación de Box, el público estaba
de pie, masticando la desilusión de que todo hubiera terminado
tan rápido, justo cuando empezaba a descubrir que en ese golpe
recto de derecha, Marcela Acuña tenía su poder y su secreto.
Un golpe preciso destinado a derrumbar esa peyorativa expectativa del
espectá culo circense que darían dos mujeres boxeando.
El fallo se dio primero en inglés, era una pelea internacional
que se transmitía también en Estados Unidos, el país
de Jamillia Lawrence, su contrincante. No lo entendió, pero escuchó
su nombre y levantó los brazos. El árbitro le dio la mano
mientras las tarjetas se leían en castellano, había ganado
por puntos, si le hubieran dado aunque sea dos rounds más estaba
segura de que llegaría al knock out, para eso se había
preparado dos años completos. El triunfo igual fue suficiente,
eran suyos los aplausos, los abrazos de sus hijos, la euforia del marido
que insistía en acomodarle una estampita de San Jorge en el bretel
de su protector pectoral, los pedidos de autógrafos y de notas
de decenas de periodistas que hasta unos instantes atrás dejaban
escuchar sus lamentos por la invasión de las mujeres en esa arena
que antes sólo pisaban los hombres.
Fueron cuatro rounds, ocho minutos de pelea, cuatro de descanso. Doce
minutos históricos que dejaron inaugurada la era del boxeo femenino
profesional. Un camino que la Tigresa hace al andar, dejando una huella
solitaria. La Federación de Box sólo entregó una
licencia para pegar y cobrar por ello, la licencia número 1,
la única. Otras chicas esperan su oportunidad, dicen que son
más de 500 en todo el país las que se entrenan pegándole
a la bolsa en los gimnasios. No todas quieren llegar a profesionales,
pero algunas miraron el combate del sábado pasado como un alpinista
a las cumbres nevadas, ese lugar sobre el que hay que plantar bandera,
cueste lo que cueste. Marcela sabía que estaban allí,
incluso se dejó fotografiar con alguna, pero no le interesaba
intimar con ellas. Prefiero no hablar con otras boxeadoras, por
lo menos hasta no haber peleado con ellas. Si charlo me empiezo a hacer
amiga y ya no les puedo pegar, me da lástima. Necesito el respeto
y la distancia. Por eso tampoco supo nada de su oponente hasta
que la vio en el pesaje, el día anterior a la pelea. Me
ha tocado conocer boxeadoras picudas, esas que hablan y hablan como
si así se fueran a salvar de algo. Para mí que es de nerviosas
que están. A veces hasta te dicen cosas arriba del ring, se ponen
picantes. Yo elijo el silencio. Y el box.
Marcela dice
que no tiene miedo. No lo tuvo ni antes ni después de conocer
a su oponente, no teme que le peguen, que le duela, ni siquiera que
le deformen la cara. Lo dice sentada en un banco de madera, temblando,
acelerada por la excitación de haber peleado y ganado, rodeada
de micrófonos y grabadores, de preguntas que insisten más
o menos con lo mismo. La transpiración es como una malla helada
sobre su cuerpo, hace casi media hora que terminó la pelea, pero
todavía faltan algunas fotos en las que lucirá con el
mismo atuendo que salió al ring. Botines rosas, bata de raso
color salmón, igual que los pantalones, y protector pectoral
rojo. Si algo aprendió desde que empezó a practicar boxeo,
a fines de 1996, es a posar con la guardia alta y la mirada fiera de
quien está dispuesta a buscar la pelea. Por eso le dicen Tigresa,
porque sabe asaltar a sus oponentes. Sus hijos aprendieron la pose y
allí están, abrazados a su cintura, cerrando tanto los
puños que el temblor los agita. Si tuviera miedo no podría
pelear, y además ¿ven? no tengo nada, nada de nada.
Es cierto, la cara está intacta, apenas un enrojecimiento del
pómulo que probablemente termine hinchándose, nada más.
Durante los cuatro rounds las sogas del ring dejaron su marca en la
espalda como latigazos, pero eso ya no se ve, hasta la trenza cosida
con que acomodó el pelo parece haberse compuesto. No se maquilló
para la pelea, tampoco se quitó la pintura con que llegó
a la Federación y es evidente que, al menos para la ceremonia
del pesaje, el día anterior, había renovado el esmalte
de sus uñas. Es cansador estar demostrando todo el tiempo
que se puede ser femenina y boxeadora, dice, pero de hecho es
lo que le piden. Ha llegado a hacer notas vestida para pelear pero con
tacos altos, para que los periodistas vean que sabe usarlos. Ha posado
pintándose los labios con los guantes colgados al hombro para
ilustrar notas que siempre llevan variaciones del mismo título:
rouge en el ring, rímel y guantes de cuero
gimnasio con perfume. O con una ironía aun más
estigmatizante: mujeres golpeadoras.
En su casa de Wilde, mientras pelaba las papas para hacer el almuerzo
del 1º de Mayo, ya no necesitaba impostar su femineidad. Por
una cuestión de imagen mi marido es el que arregla todo y yo
sólo me dedico a boxear, pero no es tan así; las decisiones
las tomamos entre los dos, somos como una sola persona. El es un poco
más acelerado; yo, más pensante. Y en la casa también
compartimos algunas tareas: él es el que más cocina, me
gustan sus comidas y sabe lo que tengo que comer para mantenerme en
peso. Yo hago todo lo demás. Ella lava la ropa, limpia
la casa, prepara a los chicos para salir o para ir a la escuela. De
hecho fue lo que hizo el mismo gran día de la pelea, sin obviar
las angustias de la vida cotidiana. Hasta el momento de salir hacia
la Federación de Box el matrimonio discutía por teléfono
con la propietaria de la casa un desalojo inminente. Entonces no importaba
la fama fugaz que la hizo pasear durante toda la semana pasada por la
mayoría de los canales de televisión. Al contrario, tanta
aparición pública sólo quería decir, para
la propietaria, que le estaban ocultando el dinero. No les creía
que no tenían plata para el remís, que tampoco había
podido invertir los 60 pesos necesarios para comprar el vestido rojo
con el que había soñado atravesar la marea de público
rumbo al camarín donde se concentraría para el combate.
El acoso recién terminó el lunes siguiente, cuando el
matrimonio pudo girar los 400 pesos que debía. Le sobraron 200,
eso fue todo lo que cobró por una pelea que se transmitió
en directo para Argentina y Estados Unidos.
Yo
me pregunto, si a la Tigresa la ponen de cabeza en el primer round,
¿se terminará por fin el circo?. El periodista hace
la pregunta en voz alta para el resto de sus colegas. No disimula su
molestia, que es medianamente compartida, aunque la corrección
política se impone para algunos más que para otros. En
el mismo ring side, detrás de la prensa, una mujer, habitué
del box por lazos familiares, le pide a un fotógrafo del ambiente
que le haga un retrato con alguno de los campeones. ¿Querés
con la yanqui?, le pregunta el hombre. No, con la Tigresa,
dice ella. Pero la Tigresa no va a hacer fotos antes de la pelea, está
concentrada. ¡Resulta que ahora se hace la estrecha!,
se queja la señora. Cuando las mujeres boxeadoras suban al ring,
otras voces darán cuenta del desconcierto: ¡Poné
huevos!, grita alguien desde la popular. ¡Demuestre
cómo pegan los machos argentinos!, se escucha después.
Tendrían que hacer su trabajo y nada más se
queja Marcela, más tarde, por más que no les guste
el boxeo de mujeres ya es oficial desde que se cambió el reglamento
el 23 de marzo pasado. Así que no me vengan a discutir o hagan
como (Horacio) García Blanco que cuando yo salí no me
presentó, se puso a hablar por radio de cualquier otra cosa,
de un lugar histórico de San Telmo. Eso es una falta de respeto,
porque él está ahí para transmitir lo que pasa.
Las razones por las que los especialistas no gustan del boxeo femenino
son difusas, me resisto a ver una mujer cortada, dice alguno,
como si esa visión fuera exclusiva de los rings. Otro alude razones
técnicas (no hay más de dos boxeadoras en el mundo)
o eligen los chistes: prefiero verlas luchar en el barro.
Tampoco fueron muy firmes las razones que se esgrimieron para prohibirle
la entrada a la Tigresa al gimnasio de la Federación de Box cuando
en 1997 se preparaba para luchar por uno de los títulos mundiales
en el box hay más de una asociación que organiza
competencias internacionales y otorga títulos, incluso en el
box femenino hay cinco posibilidades. En un gimnasio hay
50 personas trabajando y no se puede desconcentrar su interés
poniendo a una mujer a guantear, no todos están preparados para
sobrellevar adulta y profesionalmente la circunstancia, escribía
entonces Gustavo Nigrelli, una de las autoridades de la FAB, ¿qué
pasaría si de pronto Marcela coloca una mano a su sparring y
los de alrededor se sonríen o murmuran cosas?, continuaba.
Y de hecho, dentro o fuera del gimnasio de la FAB, las fantasías
de Nigrelli se cumplieron. Mientras un rocío de sudor y sangre
se esparcía desde el ring en las peleas previas a la de las mujeres,
un sparring intentaba sin éxito desmentir que la Tigresa le había
sacado de lugar la mandíbula. El problema de este hombre es que
un canal de cable filmó ese momento aciago en que un descuido
lo dejó con la boca abierta. Fue un mal momento, nada más
dice Marcela con ánimo conciliador, una distracción
la tiene cualquiera. Pero ¡qué dolor?!, ¿no?.
Entre los periodistas especializados circulaba otra pregunta: ¿Es
cierto que hay alguien de la revista Para Ti? Hubo quienes incluso buscaron
a las que suponían de antemano mujeres, quiero saber qué
vinieron a ver, qué perfil les dio la Tigresa, qué vieron,
insistía un angustiado cronista que nunca encontró respuesta
y que se retiró del estadio sin la mitad de la nota, me
falta la mirada femenina.
Hubo momentos incómodos también durante la ceremonia del
pesaje que se realizó el día anterior a la pelea una
modificación que se introdujo en el reglamento junto con la inauguración
de las peleas entre mujeres. El salón de la FAB estaba
repleto y hubo alguna fingida vergüenza entre los boxeadores que
debían desvestirse para subirse a la balanza. Entre las casi
cincuenta personas que colmaban el lugar, cinco mujeres esperaban la
salida de la Tigresa y de Jamillia Lawrence. Esas miradas no obviaron
a los deportistas que, en calzoncillos, exhibían músculos
que muchas ni suponen que existen. Tampoco ellos fueron indiferentes,
hubo uno, incluso desafiante, que subió la apuesta quitándose
hasta el slip. Las mujeres no dijeron una sola palabra. Los hombres
gritaron toda clase de cosas.
A Marcela
le hubiera gustado llevar un vestido rojo el día de la pelea.
Uno ajustado y de color ardiente como el que lucía la señorita
que en las dos peleas más importantes se paseó por el
ring enarbolando el número de round correspondiente. Mi
sueño es poder vestirla como lo que es, como un rubí.
Porque yo también fui joven, y cuando era joven quería
tener una moto, vestirme bien.., dice Ramón Chaparro, su
marido. O su concubino, para ser exacta, un hombre que le lleva 23 años
y con quien convive desde que Marcela tiene 14. Yo lo veía
en el gimnasio y me gustaba, me gustaba cómo me trataba porque
para él yo era siempre la mejor. Y a los 14 se empezó
a prender la lamparita de que había algo más, ese amor
de la adolescencia en que la otra persona es todo, todo. Ramón
muestra el álbum de fotos en el living de su casa, ¿ve?
Acá está Marcela a los siete años, cuando entró
en mi gimnasio, ya era fiera, no había cómo pararla.
Habla de su mujer casi como si fuera una creación propia, como
se podría hablar, en algún caso, de una hija a la que
se educó, alimentó y alentó para que lograra grandes
cosas.
A los siete años Marcela había entrado por primera vez
al gimnasio de Chaparro en el que era entrenador de full contact, una
disciplina marcial profesional que incluye golpes de puño y patadas.
Mi mamá quería que aprendiera danza clásica.
Y lo intenté. Pero yo quería ser diferente, no sé,
había algo que me decía que tenía que ser así.
A los doce años tenía cinturón negro, a los 14
era campeona sudamericana. A los 15 fue madre. Fue difícil
con mi papá y mi mamá, pero tuvieron que aceptarlo.
La Tigresa se fugó de su casa cuando apenas ronroneaba; el padre
la fue a buscar con una denuncia de por medio y una decena de policías.
La llevaron a un instituto de menores, de allí la rescató
Ramón, según dicen, vendiendo su moto, su más preciada
pertenencia, para pagarle a un abogado. Después volvió
a tener moto y una casa en un barrio humilde que pudieron arreglar después
de que Marcela peleara con Lucía Rijker, una holandesa que en
ese momento tenía 11 peleas ganadas, 10 por knock out. Lo
vendí todito para venir a Buenos Aires, para que ella pudiera
progresar.
Marcela sueña con ir a vivir a Las Vegas, con ser campeona del
mundo, con comprarle una computadora a sus dos hijos Maxi, de
8 y Josué, de 6, con una casa propia, con una mensualidad.
A pesar de los títulos la vida nunca fue fácil para ella.
Dice que no llegó al boxeo por el dinero, pero se ilusiona con
la posibilidad de que algún día su habilidad salve a la
familia. Y confía en que ese día llegue. Por lo menos
ya no tiene que enfrentarse en el ring con hombres por un dinero que
nunca excedió los gastos del mes. Eso sucedió en Formosa,
cuando todavía se dedicaba al full contact. Tres veces se enfrentó
con varones. Dos veces los dejó fuera de combate, la tercera
ganó por puntos. Ahora ya no se arriesgaría a tanto. Puede
pasar que en los entrenamientos los técnicos te manden pupilos
picantes para que se te vayan las ganas de boxear, eso me ha pasado,
pero yo no tengo miedo. Duelen más los golpes de los varones,
es cierto, pero igual. Cuando veo que algún sparring me está
buscando veo, mi marido me dice, si es de mi peso me deja seguir, si
no, no.
El padre de Marcela no se enteró todavía de los resultados
de la pelea, o a lo mejor, alguien le contó. El no
tiene teléfono y Marcela tampoco, por lo menos no uno que sirva
para llamar a Formosa. Yo sé lo que es la pobreza, yo tenía
vecinos en mi barrio que no tenían para la comida. Por eso he
prometido que si llego a campeona mundial voy a dar el diezmo, el diez
por ciento, pero no a una iglesia, yo misma voy a comprar zapatillas
y ropa y comida y la voy a repartir allá en mi barrio.
En Wilde, en el lugar privilegiado de la casa, Marcela y su marido tienen
un altar con una vela siempre encendida. Una imagen de un Cristo con
una túnica de lentejuelas, dos vírgenes distintas, estampitas
del niño, la biblia, la Rosa mística, frente a ellos los
dos rezan cada día para que la suerte no los abandone. Los han
estafado más de una vez, los han hecho firmar contratos en inglés
en los que renunciaban sin saber a las dos terceras partes de lo que
les correspondía por la pelea con Christy Martin, cuando inició
su camino como boxeadora, les han mostrado departamentos de tres ambientes
en pleno centro de Buenos Aires, en los que ellos se soñaron
como reyes, para comprar su ingenuidad, pero Ramón y Marcela
se sienten afortunados, más que eso, bendecidos. Siempre
fuimos católicos, pero desde que empezamos en el boxeo nos aferramos
más. Sólo la mano de Dios puede haber hecho que ese día
me llamaran del programa de Mauro Viale para hacer la exhibición
con Christy Martin que por primera vez salía de Estados Unidos,
fue la mano de Dios la que me empujó la derecha cuando le saqué
sangre en ese programa. Y fue el empresario que más tarde
la estafó quien la alentó para pelear contra la campeona
en un ring de verdad y a diez rounds que ella resistió con dignidad
y que la habilitó para su segunda pelea internacional con Lucía
Rijker. Ahí me noquearon por primera vez, me sentí
impotente, quería pararme y no podía, justo cuando estaba
mejorando me entró esa mano en el hígado. Dios aprieta,
pero no abandona, dice la Tigresa, estuve dos años sin
pelear, pero ahora el boxeo profesional existe y ya vinieron muchos
empresarios a ofrecerme combates, creo que voy a Acapulco el 25 de mayo
y en junio voy de nuevo por el título del mundo.
Me acaban
de pedir que no diga cuánto es la bolsa, me acabo de enterar
de que no puedo hablar. Eso contestó Marcela Acuña
cuando un periodista le preguntó, en conferencia de prensa, cuánto
cobraría por la primera pelea profesional del box femenino. Me
dio bronca porque ahí me dijeron que me callara, seguro que porque
no quieren decir que cuánto cobró Jamillia Lawrence, mucho
más que yo seguro, porque ella está en hotel cinco estrellas
y yo apenas puedo llegar a la pelea. Igual no iba a decir la miseria
que es, no es bueno. Porque de ahora en adelante no puedo pelear por
menos de dos mil. Con esa bolsa podría comprar la famosa
computadora que los chicos ya eligieron. Con esa bolsa podría
empezar a imponer algún respeto por su actividad, por su nombre.
Eso creen ella y su marido.
El amanecer después de la pelea llegó en una mesa de bar,
frente a un empresario que lo prometía todo, él
quiere manejar la carrera de Marcela pero con poco, dice Ramón.
Son muy vivos, te dicen que no te tenés que preocupar por
cobrar, que lo importante son los sponsors, que ellos te dan mensualidad.
Pero yo lleno estadios y eso también vale. Ahora me dijeron que
no puedo participar de la televisación porque no soy campeona
del mundo. Yo, para firmar contrato con alguien, quiero que se arriesguen
como me arriesgo yo. No puede ser que tenga que pelear y yo no tenga
plata para hacerme el test de embarazo como me pasó ahora (el
test de embarazo 48 horas antes de la pelea forma parte del reglamento
oficial de boxeo femenino). Por eso prefiero no firmar con nadie, ir
paso a paso, porque el cuerpo lo pongo yo y eso nadie me lo paga.
Todos los días la Tigresa viaja dos horas y cuarto en colectivo
para llegar al gimnasio. Antes ya corrió entre 6 y 12 kilómetros,
hizo gimnasia, desayunó y terminó con las cosas de la
casa. Entre sus sueños se cuenta mudarse a algún lugar
más cerca del gimnasio, no se acostumbra a las distancias a que
la obliga la vida en Buenos Aires. Algún día va a cobrar
150 mil por pelea, como en Estados Unidos, algún día los
empresarios se van a dar cuenta de quién es ella, de lo que vale.
Y si no, va a tener que desmostrarlo. No es un problema para la Tigresa,
demostrar que puede es lo mejor que sabe hacer.