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El cumpleaños del patriarca

El 6 de mayo fue el aniversario del nacimiento de Freud, sobre cuyas obras tantas mujeres se deleitaron en escupir y que tantas otras no vacilaron en expropiar para dar nacimiento a eso que los hombres siguen insistiendo en considerar un enigma: la mujer moderna. Este es un recorrido por sus textos más discutidos sobre la femineidad.

Por María Moreno

En 1856 –el domingo pasado se cumplió el aniversario– nacía en Viena Sigmund Freud. Alguien que rompió el silencio victoriano sobre la sexualidad femenina, invitó a no pocas a acompañarlo por los desfiladeros de la vía regia –el inconsciente–, alguien que prefirió tener amigas como la princesa Marie Bonaparte o la psicoanalista Ruth Mack Brunswick, a amigos que pronto se transformaba en rivales como sus discípulos Carl Jung o Ernest Jones. Alguien que fue el autor de uno de los personajes literarios más famosos del siglo pasado: Dora, la histérica. Ella sería la vedette de un grupo de pacientes que, con sus palabras, contribuirían al avance de muchos conceptos psicoanalíticos como el de escisión del yo y el de transferencia. Por esto, Freud debería estarles agradecidas, aunque hay quien dice que no se sabe si por lo que ellas le daban o lo que él les robaba. Dora –un popurrí de síntomas físicos– era hija de un patriarca como Freud, amiga de un matrimonio que estaba en el entorno familiar: el señor y la señora K.
Su análisis mostrará los secretos de familia, de una familia bien... La señora K era amante del padre de Dora. El señor K se comportaba con Dora con la angurria de Humbert Humbert con Lolita (Dora, a pesar de que se sentía atraída por él, llegó a darle un sopapo), anteriormente había seducido a una institutriz, mientras que la institutriz de Dora estaba enamorada del padre de ésta (todo un folletín vienés). A través de sus asociaciones, Dora mostró su interés por el señor K, amén de una admiración por la señora K. “¿Cómo se explica su repulsa en la escena del lago, o por lo menos la forma brutal, testimonio de indignación, de dicha repulsa? ¿Cómo pudo una muchacha enamorada sentirse insultada en una declaración que, según comprobaremos luego, no tuvo nada de grosera ni de ofensiva?”, se preguntó el doctor Freud (Dora había sentido asco ante una declaración del señor K junto a un lago).
Freud fue armando su teoría sobre Dora: la admiración de ésta por la señora K fue tildada de homosexual, el ataque a K como la pelea entre el deseo sexual y el horror de ceder a él por razones morales y por los fantasmas incestuosos producto de un Edipo cojo. El Dr. ora se contradijo, ora complejizó su hipótesis. Al fin terminará diciendo, luego de que Dora dejara el tratamiento: “Mis esperanzas de que estaban a punto de ser colmadas se redujeron a la nada”. Se refería a su histérica más deseada (ella también cambia a cada instante y se niega a ser poseída): la teoría.
Freud tuvo otras pacientes, reacias a dejarse poseer, incluso analíticamente. Una tal Isabel le dirá: “Sigo mal, tengo los mismos dolores que antes” (o sea, la terapia es tan poco hábil como el señor K). Otra, apodada “la bella carnicera”, le dirá triunfante: “He tenido un sueño que contradice su teoría”.
Freud pondrá, en castigo, la histeria del lado de la enfermedad, de la feminidad anormal que se niega a satisfacerse en el deseo de un hombre.Algunas mujeres harán otra interpretación; por ejemplo, la psicoanalista Emilce Dio Bleichmar, en su libro El feminismo espontáneo de la histérica: “Si los hombres pueden separar entre el deseo y el amor, las mujeres no”. El señor K había seducido antes a una institutriz diciéndole: “Mi mujer no es nada para mí”, frase que le repitió a Dora, sugiriéndole su carácter de intercambiable, la frivolidad de su sentimiento hacia ella. Por otra parte, el padre de Dora, en lugar de proteger el honor de su hija, la había expuesto al señor K para simular su relación con la señora K, mientras que la señora K y la institutriz mimaban a Dora para disimular el interés por su padre. Una mujer puede desear ser deseada por un hombre, pero no a costa de no ser amada por él, o al menos ser reconocida más allá de su sexualidad.
Pero si Dora fue una vedette en las investigaciones de Freud sobre la histeria, hubo otras enseñantes de Freud que no tuvieron tanto éxito de taquilla.

El glamour de las ovejas negras
En principio será preciso bautizarla nuevamente, sustraerla a la injuria por la forma en que ha sido nombrada en el relato de su caso. Porque entre las doras y las irmas, las isabeles y las anas, ella aparecerá como “la homosexual” o, más piadosamente, como “la muchacha”, anónima por la discreción profesional o porque para Sigmund Freud la conducta de ciertas mujeres no tiene nombre. Es la paciente de la que el maestro habla en Psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina. ¿El relato? Un padre irascible entrega a otro padre irascible pero sabio a su hija “desalmada”. O, mejor dicho, cuya alma pertenece a otra dama, al parecer una cocotte que, a su vez, vive con una tercera dama. La joven se exhibe con ella por todas partes, la toma de la mano, le chupa la punta del guante, la espera con un ramo de flores emboscada tras un árbol. El profesor escucha y reconstruye a su modo la saga de ese deseo fuera de lugar. Una niña “sana y sin problemas en la menstruación”, que hasta tuvo, a los catorce años, una conmovedora predicción por un niño de tres –sugiriendo un precoz instinto maternal–, sufre una terrible decepción: precisamente cuando estaba reviviendo su complejo de Edipo y fantaseaba con tener un hijo del padre, fue que su madre –por otra parte, una mujer coqueta y bastante desilusionada de multiplicar hijos (tenía cuatro y no admiradores)– quedó nuevamente embarazada. Entonces vinieron por parte de la joven los flirteos con una profesora, una actriz y por último la tal cocotte que, al parecer, se pasaba los besuqueos de la muchacha por el forro del tapado. “Nuestra muchacha había rechazado de sí, después de aquel desengaño, el deseo de un hijo, el amor al hombre y, en general, la femineidad”, dictamina el maestro. En éste, según Freud, podían haber sucedido muchas cosas, y lo que sucedió fue lo más extremo: “Se transformó en hombre y tomó como objeto erótico a la madre en lugar del padre”. Para el profesor, la heterosexualidad sería un campo ignífugo. En la prehistoria de una mujer sólo se sale de allí para acantonarse en el propio sexo cuando el padre del sexo contrario “traiciona” embarazando a la madre y manteniendo con la hija el tabú del incesto. Una homosexual –parece decir Freud– es, en el principio, una mujer tan apasionada por el hombre que no querrá más que uno, el padre. Pero hay algo más en la letanía freudiana: “La esbelta figura, la severa belleza y el duro carácter de aquella señora (la cocotte) recordaba al sujeto la personalidad del hermano mayor”. “Es decir, una mujer puede amar a otra mujer sólo como un hombre a otro hombre, según el modelo”, revela la psicoanalista Luce Irigaray, oponiéndose a la versión freudiana de la homosexualidad masculina.
Pero, ¿y el llamado amor de transferencia? De existir, Freud se preocupará por encontrar una evidente y anticipada aversión hacia el hombre (si no, él debería haber tenido que sospechar acerca de laexistencia de su propia feminidad, puesto que la paciente evidenciaba inclinarse del lado del amor que no osa decir su nombre). Además, la joven –constata amargamente Freud– miente. Miente a su padre para poder seguir acosando a su amada y eludir la vigilancia de los criados. Y también miente al profesor contándole unos sueños “normalmente deformados y expresados en correcto lenguaje onírico que anticipaban la curación de la inversión por el tratamiento analítico, expresaban la alegría del sujeto por los horizontes que se abrían ante ella, confesaban el deseo de lograr el amor de un hombre y tener hijos”. A pesar de que los sueños estaban “normalmente deformados y expresados en correcto lenguaje onírico”, la prueba de que eran falsos la constituía para Freud el hecho de que la paciente, en estado de vigilia, amenazaba con un casamiento por interés, para eludir y engañar nuevamente al padre y mantener el amor de su amada.
¿Por qué precisamente el padre del psicoanálisis atiende más a las declaraciones manifiestas que a los sueños, a pesar de reconocer a éstos “normalmente deformados y expresados en correcto lenguaje onírico”? Sueños que, se desea, agraden al profesor, muestren quizás un comienzo sino de amor, de simpatía hacia él, pero eso significaría poner a Freud en el lugar de una cocotte –como observó Luce Irigaray– de esas que podrían infectar a sus hijas (las del maestro) a través de sus yernos prostibularios –grazna otra psicoanalista, Sarah Kofman–, para colmo de una cocotte lesbiana. O lo que es peor: “Guiado por un pequeño indicio, le comuniqué un día que no prestaba ninguna fe a tales sueños, los cuales eran mentirosos o disimulados, persiguiendo tan sólo la intención de engañarme como ella solía engañar a su padre. Los hechos me dieron la razón, pues, a partir de ese momento no volvieron a presentarse tales sueños. Creo, sin embargo, que además de este propósito de engañarme integraban también estos sueños el de ganar mi estimación, constituyendo una tentativa de conquistar mi interés y mi buena opinión quizás tan sólo para defraudarme más profundamente luego”, largó el profesor. De ese modo se entronizaba nuevamente en el lugar de sucedáneo paterno, pero no hay que dejar de recordar el efecto que adjudicaba él a la defraudación: la inversión sexual. Freud –para evitar esos equívocos y luego de incurrir tranquilamente en el acto de que él, autor de la célebre obra La interpretación de los sueños, prohíba soñar– envió a su joven paciente a analizarse con una mujer.
¿Era esta anónima joven, que para generar más prejuicios estaba interesada en los derechos de las mujeres y asistía a conferencias, homosexual? Cuando una pequeña que sí lo era o pretendía serlo quiso hacer el amor con ella, ésta se negó, indignada. Por otra parte, la indiferencia de su amada, lejos de angustiarla, parecía servir mejor a sus fines a la manera de un caballero menos interesado en quedarse con la dama que en vengarla por las violaciones de sus amantes. Como los artistas, señores de la Viena moderna, esta muchacha intentaba crear sobre ese cuerpo una nueva cartografía amorosa que se opusiera con besos, caricias y palabras de cortejo a la urgente lascivia victoriana, sirvienta del goce fálico. En ese sentido, su posición no era nada masculina: la joven se mostraba en público con la amiga “mal afamada” para sacar a la luz del día lo que los vieneses como su padre solían dejar en el secreto de la garçonière: el objeto erótico degradado. La más olvidada paciente de Freud quería demostrar que se puede amar a alguien, pero también poner en tela de juicio el patrón de amor, sustraerse oblicuamente al destino de las niñas ponedoras que constituían la reserva natural en los extramuros de la Viena vanguardista. Mintiéndole, como Dora, a una ciencia fisgona con la vieja estrategia femenina (cultural) de mezclar mimetismo e ironía, evitó, al menos por un tiempo, enfermarse. El mismo profesor dijo –con su habitual honradez capaz de horadar sus perfiles misóginos– que le sorprendía que la joven no fuera una neurótica. En sus relaciones personales, Freud sintió una gran atracción y simpatía por las mujeres que amaban a mujeres. En el libro Las mujeres de Freud, de Lisa Appignanesi y John Forrester, existe una frase prudente, aunque significativa para referirse a la relación de Anna Freud y Eva Rosenfeld: “Y las cartas de Anna a Eva en la década de 1920 poseen el tono de cartas de amor en las que un beso toma el lugar de todo lo todavía callado: el vínculo entre las dos mujeres era en particular íntimo y profundo”. Eva era sobrina de la cantante Ivette Guilbert, a quien Freud admiraba, luego de que la señora del Dr. Charcot, el primer “productor de histéricas”, se la recomendara. Fue Eva quien le llevó al maestro una foto autografiada de la Guilbert con la dedicatoria: “A un grand savant, d’une artiste”, que Freud, con un golpe de humor, se disculpó en la primera ocasión por no haber agradecido: “Meine Prothese spricht nicht franzozisch” (“mi prótesis no habla francés”). (El maestro llevaba una prótesis debido al cáncer de mandíbula que sufrió durante más de dos décadas.) Eva fue una eficaz colaboradora de Freud y, dada su enorme capacidad de organización, fue fundamental para sacar psicoanalistas judíos de Austria durante el ascenso de Hitler.
La poeta Hilda Doolittle fue analizada por Freud durante dos períodos, en Viena y en Londres, de lo que llevó registro en su libro Tributo a Freud ; también se analizó con él su amiga íntima, la historiadora Bryher, quien donó dinero para varias empresas psicoanalíticas, aunque al maestro lo sobresaltara un aspecto de la filántropa que él consideraba el de un muchacho. Aunque sugiriera que las mujeres tenían una menor capacidad de sublimación, Freud nunca dejó de alentarlas en su vocación y gran parte del análisis que hizo de la poeta que firmaba H.D. (Hilda Doolittle) se asemeja, como bien notan los autores de Las mujeres de Freud, a un desfiladero asociativo que acerca el psicoanálisis a la poesía.

Con Freud, contra Freud
En la década del ‘60, algunas militantes de los movimientos de liberación femenina necesitaban llevar una cabeza en sus lanzas de amazonas y la más adecuada era la cabeza de un padre. ¿Por qué no el padre del psicoanálisis? Eva Figes, Simone de Beauvoir, Betty Friedan, Shulamith Firestone, Germaine Greer y Kate Millet fueron algunas de las que se dedicaron a hacer pedazos los textos del maestro. No siempre sus armas fueron limpias: a menudo se valieron de malas traducciones o realizaron lecturas literales de conceptos que el mismo Freud había sido el primero -a medida que avanzaban sus investigaciones– en poner en tela de juicio. Por otra parte, estas críticas tenían una limitación para meterse con Freud: no creían en el inconsciente. Por eso las más eficaces objeciones vinieron de las mismas psicoanalistas como Luce Irigaray en su libro Speculum y Sara Kofman en El enigma de la mujer. ¿Con Freud o contra Freud?
Sobre todo el último texto despliega la complejidad de las versiones freudianas de la femineidad. Kofman cita la conferencia que el maestro le dedicó al tema y donde trata de ganarse la complicidad de las analistas mujeres utilizando políticamente la noción de bisexualidad, común a los dos sexos. Sería la condición bisexual, es decir su parte masculina, lo que les permitiría a ellas acceder a poner sus pies en el terreno del patriarca, volverse pensantes, pero a título de excepción, que las opondría al resto de las mujeres “más femeninas”. “Gracias a la diferencia de sexos, nuestras discusiones a propósito de la femineidad tuvieron un atractivo particular, ya que cada vez que un paralelo parecía desfavorable a su sexo, estas damas sospechaban que nosotros, analistas hombres, estábamos repletos de prejuicios profundamente enraizados que nos impedían mostrarnos imparciales. Por el contrario, nosotros pudimos evitar fácilmente toda falta de galantería, permaneciendo en el terreno de labisexualidad. No teníamos más que decir: ‘Pero si esto no nos concierne para nada. Vosotras sabéis bien que desde este punto de vista sois una excepción, más viriles que femeninas’”. Este llamado seductor, esta bienvenida oficial a las mujeres al psicoanálisis, esta invitación a que pasen del diván al sillón –según palabras de Jorge Balán en Cuéntame tu vida– no deja de ser también un permiso para pensar que constituye la libertad misma. Pero también, como lo señala Kofman, el concepto de bisexualidad no deja de sugerir que el mismo Freud no podría ser pura y simplemente un hombre. Este mismo concepto es utilizado en el párrafo más radical de Psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina. Ya en la década del ‘20, Freud lanzaba una posibilidad que aun los más fanáticos militantes gays no se animarían a sostener: que había algo “malo” en la heterosexualidad, puesto que también constituía una renuncia a una parte de la libido.
Algunos de los textos donde Freud se explaya sobre la diferencia de los sexos son entre otros Sobre la sexualidad femenina (1931), Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica (1925), El final del complejo de Edipo (1923) y La femineidad (1932) . Allí algunas feministas le reprochan que abuse de la asociación femineidad/pasividad y masculinidad/actividad, pero él puso estos términos en acción de manera conflictiva y siempre sostuvo una versión de los sexos más gramatical que anatómica.
Y si para referirse a las mujeres habló de envidia de pene, también lo hizo de un tipo de mujer “completa” y envidiable: la mujer narcisista. Pero hay en las obras de Freud otros párrafos difíciles de acusar de misoginia. “La educación prohíbe a las mujeres ocuparse intelectualmente de los problemas sexuales por los que sienten, no obstante, una viva curiosidad, las asusta enseñándoles que esta curiosidad es antifemenina y el signo de una disposición al pecado. Por este medio se consigue inculcarles miedo a pensar, y el saber pierde valor a sus ojos. La prohibición de pensar se extiende más allá de la esfera del sexo, en parte por asociaciones inevitables, en parte de la misma manera que la prohibición de pensar, de origen religioso y hecha por el hombre, crea la lealtad ciega a los grandes temas. La inferioridad intelectual de tantas mujeres, que es una realidad indiscutible, debe atribuirse a la inhibición del pensamiento, inhibición requerida por la represión sexual.” Aquí Freud no sólo estaba desafiando el silencio victoriano sobre la sexualidad femenina sino que situaba la condición de las mujeres del lado de lo social y no de la naturaleza. En otros textos dirá que siendo la sexualidad interdicta en las mujeres desde la educación, algo de esta interdicción queda en su sexualidad adulta, sugiriendo casi que en ellas el adulterio sería constitucional o al menos justificado.
El Freud misógino situó como el más ambivalente el vínculo entre madre e hija, resultado del descubrimiento de la castración de la madre –en el principio, tanto niños como niñas creerían que la madre tiene un pene– y que, como describe Sara Kofman, explicaría para aquél la hostilidad de las mujeres hacia el marido: “Era preciso demostrar que la hostilidad de una mujer hacia el hombre no podía ser más que la reedición de una hostilidad anterior hacia la madre, como el amor era una simple transferencia de uno al otro. Pero en tanto que el amor, en la medida en que era amor, por una madre fálica era amor por el padre, o por lo menos por el pene del padre, el odio nunca fue ni será odio por el hombre, por el pene. Habrá sido y siempre será odio por la madre/la mujer y esto aun cuando esté ‘trasladado’ al padre o al marido. Es así que las segundas uniones son más felices que las primeras: en las primeras, la mujer proyecta sobre el marido la hostilidad que sentía hacia la madre, y esto permite que las segundas uniones sean más felices”. Freud convierte la construcción de la heterosexualidad en la niña como algo tan delicado y complejo, siempre sin terminar, que parece sugerir más que ninguna feminista de los ‘60 que “una mujer necesita un hombre tanto como un pez necesita una bicicleta”.
Lo cierto es que Freud, si bien se ocupó edípicamente y hasta el agotamiento de la importancia del primer objeto de amor (en los varones),jamás se adentró del todo en esa zona que para él constituía una civilización demasiado lejana y enterrada como para ser comprendida: la primitiva fusión de la niña con su madre y donde la función paterna equivaldría a un rapto. Las psicoanalistas ven en la histérica como en la lesbiana la estrategia inconsciente para oponerse a un goce único y totalitario. Así, el rechazo de Dora al señor K, según Katherine Millot, cuestiona qué es una mujer para un hombre, lo que también constituye una manera de interrogar lo que sucede en el abordaje masculino de la mujer. Y lo que Dora manifiesta con su retirada es aquello que de la mujer escapa al hombre, o sea el fantasma de una esencia intocable, inalcanzable por el sesgo del goce fálico. Se coloca así en guardiana de ese misterio que ella aspira a preservar y que es lo que cabalmente una mujer pierde y consiente en perder por prestarse al juego del goce fálico.
Pero basta de cháchara querellante: hoy, que es su cumpleaños, permitámosle a Freud defenderse, aun con nuestra imaginación. Pensémoslo en un cielo laico, no tan intachable y tan ascético como se autoproclamó y flirteando con su cuñada Minna –con la que se rumorea que tuvo amores– y respondiendo a nuestras objeciones: “Yo fui victoriano. No escuché a las hijas de Stuart Mills, de Jacques Lacan, de Master y Johnson. No leí a Bataille o no lo recuerdo. Amé enigmas y me medí con ellos a través de vuestro admirable Don Quijote. Sé que dije más de lo que supuse acerca de las mujeres y es mi orgullo que vosotras me escuchéis ahora, aplicando los métodos que me afané en probar, aunque pocas concedan en agradecérmelo. Dije mucho de la mujer que estaba en mi deseo, puesto que toda alteridad sexual es una ilusión. Nuestra mutua confusión es inevitable. ¿Por qué venís todavía a golpear a la puerta del Padre? Yo fui victoriano, les toca a vosotras ser feministas”.