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SOCIEDAD Lona, cartón y chapa
Por Marta Dillon Equipo de gimnasia
en estridentes cuatro colores, un par de zapatillas Nike a las que parece
posible usar de canoas, el pelo atado en una trenza y una sonrisa dibujada
de la que se escapan unas pocas palabras: “Si querés te
doy de tomar, pero primero sentate en el pelado”. Es una canción,
no una oferta, al menos no en este momento. Pero el gesto encierra un
desafío que le hace brillar los dientes, como un gato que acaba
de comerse el pescado de la patrona. La escribió Pablo Lescano,
el mismo que ahora la recita, 23 años y un porte de ganador que
se desparrama sobre el sillón desde el que pide un café
como quien está acostumbrado a que lo sirvan. Está en
la oficina de su representante y es lógico que exija un trato
diferencial. Al fin y al cabo, él es el cerebro detrás
de la cumbia villera, un fenómeno ¿musical? que hace bandera
de las historias más desgraciadas de los barrios marginales.
Siempre hubo música tropical para las clases populares, siempre hubo lugares en donde bailarla, adornados como patios de escuela en día de fiesta y tragos tan baratos para compartir que se formaban con los restos del fondo de las botellas. Pero, casualmente –o no tanto–, la cumbia tal como se la conoce en estos pagos empezó a dejar sus circuitos tradicionales en la era menemista para llegar a las exclusivas discotecas de Punta del Este o Pinamar. Como un entretenimiento para excéntricos se contrataba a Riki Maravilla, a Alcides o a Gladys la Bomba Tucumana, que con un toque picaresco le cantaban al amor y a la alegría que traía el baile, era la época de la pizza con champagne, la consagración del circo kitsch. Una década después aparece la cumbia villera, para algunos como la consecuencia lógica de cierto coqueteo entre el rock y el cuarteto cordobés que tuvo su mayor exponente en Rodrigo y que contaban historias de las barriadas donde el cuarteto es tan importante como el pan. Para los protagonistas de la cumbia villera ésta es la respuesta virulenta al negocio de “los carilindos”, esos muchachos pelilargos que sin saber ni siquiera tocar el timbre eran vestidos de raso, adornados con guitarras eléctricas pero sin enchufe, y puestos a hacer playback en las noches del Conurbano armando grupos como Commanche, Peluche o Volcán, por nombrar sólo algunos. “Me decían que estaba loco, que no podía salir a tocar así, así como estoy vestido, que las letras no daban, me decían que no podía putear a la policía, pero hice un disco under y la pegué”, cuenta Pablo Lescano, que desde los 13 años conoce la adrenalina de los escenarios y que nunca dejó su barrio natal, Villa La Esperanza, en la Zona Norte, ahí donde el contraste con los barrios privados es blanco sobre negro. Las primeras
canciones del primer grupo de cumbia villera, Flor de Piedra –cualquier
alusión que encuentren los entendidos con la cocaína es
totalmente cierta–, se hicieron en una esquina de La Esperanza,
tomando vino de la botella, fumando alguna hierba non sancta y bautizando
las canciones en grupo. Se grabó una única copia del conjunto
de canciones. Copia que pasó de la FM del barrio al templo tropical
de Zona Norte, Tropitango, y de allí al éxito masivo.
“Yo fui el productor, el que hizo todas las canciones, buscó
a los músicos, les dije cómo se tenían que vestir,
todo.” Pablo quedó en bambalinas, ya tenía su cuota
de éxito como compositor en otro grupo, Amar Azul, que no escapaba
de la lógica romanticoide del resto de la cumbia que se escuchaba
en los barrios, y aunque metió algún tema (“Yo tomo
licor” todavía le da buenos dividendos), no pudo convencer
a sus compañeros para que cambiaran de estilo. Encontró
un cantante ideal, “uno con cara de indio”, y para sostener
la credibilidad de lo que iba a cantar, lo fundamental: alguien que
había pasado dos años de su vida preso. Los primeros éxitos
fueron “Sos un botón” –en el que “deliran”
a la policía–, “La jarra loca” –himno al
descontrol conseguido con una mezcla de Fernet con Coca y pastillas–
y “Patovica” –al que llaman lisa y sencillamente, patovica
cagón–, una suerte de catálogo de lo se puede llegar
a enfrentar en cualquier noche de baile. De un lado
de la calle Uruguay, los barrios privados, las escuelas con nombre en
inglés y las casillas de seguridad. Del otro, las calles de tierra,
el sinuoso sendero que divide las casas que de a poco van cambiado chapa
por ladrillo hueco y los camiones repartidores que entran sólo
precedidos y seguidos por sendos autos de seguridad privada. De ese
lado, en el partido de Beccar, está el barrio San Cayetano, un
asentamiento que se construyó sobre un basural hace ya treinta
años. Y que sigue creciendo. Es fácil encontrar la casa
de Mariana entre todas las construcciones precarias: en el barrio todos
saben dónde vive la piba de Guachín. Pero ella no confía
en su suerte, prefiere salir a buscar a las visitas hasta donde el asfalto
trae alguna incierta seguridad. En el camino hasta la casa donde vive
con su madre y el menor de sus diez hermanos la van siguiendo racimos
de nenas que le preguntan cuándo va a estar otra vez en el programa.
No hace falta decir qué programa, es el que todos conocen, ése
por el que los grupos de cumbia pasan sin intervalo y que los productores
de “la movida tropical” pagan religiosamente para hacer difusión.
“Hasta hoy no lo puedo creer, yo siempre iba a ‘Pasión
tropical’ –el programa– porque trabajaba en la radio
del barrio, para ver, y mi mamá me decía pedile autógrafo
a éste y al otro. Y yo no, no le voy a pedir, mamá, porque
yo también voy a estar en la tele.” Hacía rato que
tenía el pálpito, y el pálpito se cumplió.
Estaba preparada: desde los trece años que hace distintos cursos
buscando ése que le permita encontrar la salida a su “vida
humilde”. A los quince se “recibió” de modelo,
estudió inglés, portugués y periodismo en la Fundación
Crear Vale la Pena, que funciona en La Cava, y allí se topó
con su buena estrella. “Cuando me dijeron, pensé que no
podía perder la oportunidad, pero era muy tímida, hice
la prueba y no podía levantar los ojos del piso, le tenía
que dar la mano a mi mamá.” En la cumbia
villera, como en el resto de la bailanta, los grupos tienen dueño.
Dueño es el que pone la plata para que graben, el que hace la
difusión, compra la ropa, los instrumentos. “Hay que poner
entre 5 mil y 7 mil pesos para que empiece a funcionar”, dice Francisco
Romano Labate, dueño de Meta Güacha, “que quiere decir
dale para adelante, en quichua guacha quiere decir rebenque, pero es
sólo un nombre comercial”, que como en el resto de los grupos,
se repite entre tema y tema como una estrategia de marketing. “Los
muchachos –todos aparecen con nombre de pila en el disco–
viven en las villas. Yo que soy el compositor no, pero no hace falta:
hace 13 años que estoy en la movida tropical y sé cómo
vive esta gente.” Para Labate, la principal diferencia de su producto
con el resto es que no hacen “apología de la droga ni del
enfrentamiento con la policía, también conservamos el
sentido romántico”, aunque tal vez se le note la falta de
pertenencia en el tema “Alma blanca”, para el dueño
emblemático del grupo, que cuenta una pelea entre un villero
y un chico rico por una mujer, “voy a demostrarte que tengo coraje/
su amor es mío porque me lo gané/ soy negro de abajo con
el alma blanca”, dice la canción. La lírica de Meta
Güacha cumple con las reglas de este género, alguien sale
de la cárcel y vuelve al barrio, alguien se acuesta con la mujer
del amigo, hay una “zorra astuta”, y alguien puede llegar
a matar si “le tocan a la vieja”. “Algunas letras pueden
ser agresivas con las mujeres, pero también tenés la parte
dócil que no repudia sino dignifica como en ‘Madre soltera’
(olvida la desgracia de tu vida/ 20 años y un hijo por venir
sin a su padre conocer).” Romina Lescano
llegó a la música de la mano de su hermano, Pablo, que
después de armar Flor de Piedra inventó otro grupo a su
medida: Damas Gratis (“es que la mujer siempre tiene privilegios”,
se queja Pablo), y la saga siguió con Jimmy y el Combo Negro
–que será representante de lo más ancestral de la
cumbia–, Amar y yo –lo que queda de Amar Azul más él
mismo–, y algún otro experimento que no quiere confesar.
Con tantos sellos, Pablo necesitaba alguien que le cuidara sus valores
y nadie mejor que su hermana. “Empecé a cantar con Flor
de Piedra para controlar todo, lo que pasaba en la combi, si tomaban
antes de tocar, si subían mujeres ala camioneta. Hasta el último
show tiene que ser así, ni drogas, ni alcohol, ni mujeres.”
Romina tiene 21 y una timidez que le tiñe la cara a cada rato.
Pero siempre funcionó bien como controladora. Además tiene
registrado todo lo que produjo su hermano a su nombre y es la que se
encarga de los papeles. Hizo cursos de auxiliar administrativa y de
computación, y dejó la facultad porque no podía
ocuparse de “algo tan serio”. Claro que sólo cobra
por su participación como corista –ahora en Damas Gratis–,
“a mi hermano no le puedo cobrar sueldo, si yo necesito, él
me da, siempre que sea para gastar en algo que valga la pena. Para mi
cumpleaños, por ejemplo, me regaló un auto, un Escort
Cabriolet, uno que era de él, pero ahora tiene otros dos”.
¿Se siente representada ella en las canciones que compone su
hermano? “En algunas sí, porque éramos muy humildes
y muchas veces ni nos dejaban entrar a los bailes porque no teníamos
zapatos. Ahora con la cumbia villera cambió porque en las bailantas
te dejan ir de equipo de gimnasia.” Otras no le gustan tanto, sobre
todo las que hablan de las chicas, “me molestan un poco porque
meten a todas las mujeres en la misma bolsa; pero existen las minas
así, las gruperas son terribles, yo vi cosas que no pensé
que existían”. No se anima a decir qué cosas, dice
que la educación que le dieron sus padres es muy distinta. Pero
sabe que para ella las chicas son un peligro, “son riesgosas porque
como no las dejo subir a la combi, creen que les mezquino a los músicos”.
Gajes del oficio, ella no tiene nada que ver con las chicas que salen
con su hermano “y como él escribe sólo de cosas reales,
habla de esas personas, de las que conoce. Las canciones son machistas,
pero son la realidad”. |