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SOCIEDAD

Lona, cartón y chapa

Damas gratis, Flor de Piedra, Meta Güacha, Guachín, El Indio, Yerba Brava, son algunos de los grupos de cumbia que salieron al ruedo a darle un espejo cultural a los pasillos de las villas en las que viven músicos y público. Sus letras recorren bordes: los de la legalidad y también los de la sexualidad.

Por Marta Dillon

Equipo de gimnasia en estridentes cuatro colores, un par de zapatillas Nike a las que parece posible usar de canoas, el pelo atado en una trenza y una sonrisa dibujada de la que se escapan unas pocas palabras: “Si querés te doy de tomar, pero primero sentate en el pelado”. Es una canción, no una oferta, al menos no en este momento. Pero el gesto encierra un desafío que le hace brillar los dientes, como un gato que acaba de comerse el pescado de la patrona. La escribió Pablo Lescano, el mismo que ahora la recita, 23 años y un porte de ganador que se desparrama sobre el sillón desde el que pide un café como quien está acostumbrado a que lo sirvan. Está en la oficina de su representante y es lógico que exija un trato diferencial. Al fin y al cabo, él es el cerebro detrás de la cumbia villera, un fenómeno ¿musical? que hace bandera de las historias más desgraciadas de los barrios marginales.
–Yo les doy a las minas adentro del boliche, para darle alegría a la noche.
–¿Qué quiere decir darles a las minas?
–Las deliro.
–¿?
–Las deliro, como te estoy delirando a vos, las sobro. Por ahí para la crítica puede ser conflictivo, pero las chicas en el baile escuchan, las hacés bailar, que se meneen. Porque ellas se hacen las puras, las santas y te das vuelta y están con otro. “Te hacés la pura –vuelve a cantar– y te veo con mi amigo entregándole el marrón.”
A las chicas les gusta, dice Pablo, y a él también. “Yo las quiero turras, vivas, no me preguntes qué es turra porque no te lo voy a explicar, me gustan así, aunque me tenga que bancar las consecuencias.” Su novia lo dejó, “no se bancó mi vida de artista”, pero no es por resentimiento que “delira” a las mujeres; es, sencillamente, “contar la realidad de lo que pasa”. Para eso nació la cumbia villera, para ser espejo de su gente, para darle una lírica particular a las historias que se tejen en los pasillos de la villa, para reivindicar esa pertenencia, para decir con orgullo “soy negro, ¿y qué?”, como lo dice Pablo, para explicar qué quiere decir él yendo a todos lados con su equipo deportivo y sus zapatillas de marca. Si la cumbia en general circula en espiral por cada barrio marginal, ¿por qué no contar lo que le pasa a esa gente que se prepara para el baile en sus casillas como quien se apronta para salir en busca de la tierra prometida? Y lo que sucede, “la realidad”, delata algo más que el consumo de drogas, la represión policial, el enfrentamiento con los patovicas de los boliches –esos fueron los primeros éxitos–, la falta de trabajo y el hambre. La sexualidad tiene un lugar privilegiado en estas letras descriptivas, colmadas de metáforas literales. Aun cuando no está exento de violencia, el encuentro de los cuerpos ofrece un reparo para la frustración cotidiana, como canta el grupo Meta Güacha en un tema que habla de la falta de trabajo y hasta de changas que obliga a los varones a quedarse en casa esperando a la señora que fue a limpiar casas ajenas: “Si viene la negra estamos completos/ cerveza, vinito, mortadela y queso/ ruidito de chapas, cigarrito y sexo”. Claro que son los varonesquienes componen y quienes integran los grupos, las chicas son excepciones –dos, para más precisión– relegadas al único lugar de coristas: “Es que la mujer no es un atractivo para el hombre arriba del escenario, porque ya tiene la mujer a su lado”, dice el productor de Meta Güacha, y si de algo habla la cumbia villera es de aquello que está al alcance de la mano, de la “realidad”.

Siempre hubo música tropical para las clases populares, siempre hubo lugares en donde bailarla, adornados como patios de escuela en día de fiesta y tragos tan baratos para compartir que se formaban con los restos del fondo de las botellas. Pero, casualmente –o no tanto–, la cumbia tal como se la conoce en estos pagos empezó a dejar sus circuitos tradicionales en la era menemista para llegar a las exclusivas discotecas de Punta del Este o Pinamar. Como un entretenimiento para excéntricos se contrataba a Riki Maravilla, a Alcides o a Gladys la Bomba Tucumana, que con un toque picaresco le cantaban al amor y a la alegría que traía el baile, era la época de la pizza con champagne, la consagración del circo kitsch. Una década después aparece la cumbia villera, para algunos como la consecuencia lógica de cierto coqueteo entre el rock y el cuarteto cordobés que tuvo su mayor exponente en Rodrigo y que contaban historias de las barriadas donde el cuarteto es tan importante como el pan. Para los protagonistas de la cumbia villera ésta es la respuesta virulenta al negocio de “los carilindos”, esos muchachos pelilargos que sin saber ni siquiera tocar el timbre eran vestidos de raso, adornados con guitarras eléctricas pero sin enchufe, y puestos a hacer playback en las noches del Conurbano armando grupos como Commanche, Peluche o Volcán, por nombrar sólo algunos. “Me decían que estaba loco, que no podía salir a tocar así, así como estoy vestido, que las letras no daban, me decían que no podía putear a la policía, pero hice un disco under y la pegué”, cuenta Pablo Lescano, que desde los 13 años conoce la adrenalina de los escenarios y que nunca dejó su barrio natal, Villa La Esperanza, en la Zona Norte, ahí donde el contraste con los barrios privados es blanco sobre negro.

Las primeras canciones del primer grupo de cumbia villera, Flor de Piedra –cualquier alusión que encuentren los entendidos con la cocaína es totalmente cierta–, se hicieron en una esquina de La Esperanza, tomando vino de la botella, fumando alguna hierba non sancta y bautizando las canciones en grupo. Se grabó una única copia del conjunto de canciones. Copia que pasó de la FM del barrio al templo tropical de Zona Norte, Tropitango, y de allí al éxito masivo. “Yo fui el productor, el que hizo todas las canciones, buscó a los músicos, les dije cómo se tenían que vestir, todo.” Pablo quedó en bambalinas, ya tenía su cuota de éxito como compositor en otro grupo, Amar Azul, que no escapaba de la lógica romanticoide del resto de la cumbia que se escuchaba en los barrios, y aunque metió algún tema (“Yo tomo licor” todavía le da buenos dividendos), no pudo convencer a sus compañeros para que cambiaran de estilo. Encontró un cantante ideal, “uno con cara de indio”, y para sostener la credibilidad de lo que iba a cantar, lo fundamental: alguien que había pasado dos años de su vida preso. Los primeros éxitos fueron “Sos un botón” –en el que “deliran” a la policía–, “La jarra loca” –himno al descontrol conseguido con una mezcla de Fernet con Coca y pastillas– y “Patovica” –al que llaman lisa y sencillamente, patovica cagón–, una suerte de catálogo de lo se puede llegar a enfrentar en cualquier noche de baile.
Del mismo grupo Amar Azul surgió otro productor con el mismo proyecto, Gonzalo Ferrer, que buscó a sus músicos entre los habitantes de La Cava y se planteó la firme intención de mostrar “la otra cara de la villa”, la cara más sufrida, la de la falta de trabajo, la marginación, el hambre. Ferrer y Lescano pensaron en un cambio radical de imagen, y pensaron para eso en una inclusión que parecía inusitada: una mujer en el grupo. Cada uno eligió a una para su grupo, aunque las dos comparten el mismo perfil de chicas tímidas que no habían pisado jamás un baile, “santas”, de esasque las canciones de cumbia villera dicen que no existen. Mariana Cabrera en Guachín y Romina Lescano en Flor de Piedra son las únicas mujeres que pisan este territorio de hombres y que hasta ahora han salido airosas de la mirada acusadora de las fans, a las que tampoco les gusta ver mujeres cerca de sus ídolos.

De un lado de la calle Uruguay, los barrios privados, las escuelas con nombre en inglés y las casillas de seguridad. Del otro, las calles de tierra, el sinuoso sendero que divide las casas que de a poco van cambiado chapa por ladrillo hueco y los camiones repartidores que entran sólo precedidos y seguidos por sendos autos de seguridad privada. De ese lado, en el partido de Beccar, está el barrio San Cayetano, un asentamiento que se construyó sobre un basural hace ya treinta años. Y que sigue creciendo. Es fácil encontrar la casa de Mariana entre todas las construcciones precarias: en el barrio todos saben dónde vive la piba de Guachín. Pero ella no confía en su suerte, prefiere salir a buscar a las visitas hasta donde el asfalto trae alguna incierta seguridad. En el camino hasta la casa donde vive con su madre y el menor de sus diez hermanos la van siguiendo racimos de nenas que le preguntan cuándo va a estar otra vez en el programa. No hace falta decir qué programa, es el que todos conocen, ése por el que los grupos de cumbia pasan sin intervalo y que los productores de “la movida tropical” pagan religiosamente para hacer difusión. “Hasta hoy no lo puedo creer, yo siempre iba a ‘Pasión tropical’ –el programa– porque trabajaba en la radio del barrio, para ver, y mi mamá me decía pedile autógrafo a éste y al otro. Y yo no, no le voy a pedir, mamá, porque yo también voy a estar en la tele.” Hacía rato que tenía el pálpito, y el pálpito se cumplió. Estaba preparada: desde los trece años que hace distintos cursos buscando ése que le permita encontrar la salida a su “vida humilde”. A los quince se “recibió” de modelo, estudió inglés, portugués y periodismo en la Fundación Crear Vale la Pena, que funciona en La Cava, y allí se topó con su buena estrella. “Cuando me dijeron, pensé que no podía perder la oportunidad, pero era muy tímida, hice la prueba y no podía levantar los ojos del piso, le tenía que dar la mano a mi mamá.”
La prueba fue un éxito, Mariana iba a hacer coros en Guachín y le habían sugerido un vestuario: “Todos tenían muy buena onda, pero yo no me quería poner ropa zarpada, porque en el programa yo veía a las chicas que bailan y no me gusta que las tomen como objetos sexuales; igual yo sabía que le tenía que gustar al público masculino porque ése era el motivo principal por el que me pusieron”. Se decidió por un short para sus medidas de modelo, un top y una chaqueta de béisbol. ¿Alguien juega a ese deporte en las villas de la Zona Norte? No, pero es la estética que combina con ese uniforme típico del equipo deportivo, un estilo que parece copiado de las bandas de rap de Estados Unidos y que casualmente hicieron una propuesta de la que la cumbia villera es heredera: discursos sociales que prevalecen sobre la melodía y que le dan voz a los padecimientos de quienes son de su clase.
Fue una buena opción el short, aunque ahora la tientan las polleras de cuerina, nunca demasiado cortas. “Nadie se zarpó, me siento cómoda, no me ven tampoco, siempre estoy un poco atrás.” Una sola vez tuvo miedo, fue cuando hizo su presentación en otro templo cumbiero, S’combro, en Pacheco. “Me dijeron que si me llegaban a tirar con un vaso o con un cubito no me preocupara, que me pusiera atrás del parlante. Lo que pasa es que las chicas son celosas y creen que vos andás con los músicos, pero yo les demostré que está todo bien.” Mariana es la que gime en el tema “Cómo grita tu señora”, que en el estribillo dice: “Porque es la mujer de mi amigo lo hago todo por atrás, yo la quiero mucho porque siempre me entrega el marrón”. Al principio se puso de “todos colores”, pero después se acostumbró. “Me molesta un poco que sean machistas pero, como estoy con tantos chicos, yo sé que el día que tenga marido no me va a poder hacer ninguna, ya los conozco, porque los hombres, aunque no lo demuestren ni lodigan, compiten siempre por las mujeres, como si fuéramos cosas. Me pasó que un chico me diga que si tiene una mujer es para mostrarla o que ella tiene que hacer lo que él dice. Y no es así. Ahora tengo en la mente que soy la artista, pero cuando me enamore va a ser distinto.”
A ella no le gusta hablar de cumbia villera sino de cumbia popular. Y dice que no está orgullosa de vivir donde vive, “estamos acá por la realidad económica, no por otra cosa. Mi orgullo es que, a pesar de eso, tenemos la fuerza para salir adelante”. Y es a pesar, entre otras cosas, porque más de una vez ha perdido amigas que dejaron de serlo cuando se dieron cuenta en dónde vivía. “Yo respeto todo, que se tiren contra la policía o contra los ricos, pero me parece que está desgastado el tema de tirarse unos contra otros. Nosotros hablamos de chicos que se drogan, pero también les damos un mensaje, hay un tema que dice ‘para qué tomás si te hace mal’ y también hablamos de las peregrinaciones a la Virgen y de los chicos que caen en institutos. Para todos es difícil sobrevivir, para nosotros también porque nos ha pasado de estar tocando y tener que parar porque no nos pagaban.” A ella, más específicamente, los 30 pesos que cobra por actuación.

En la cumbia villera, como en el resto de la bailanta, los grupos tienen dueño. Dueño es el que pone la plata para que graben, el que hace la difusión, compra la ropa, los instrumentos. “Hay que poner entre 5 mil y 7 mil pesos para que empiece a funcionar”, dice Francisco Romano Labate, dueño de Meta Güacha, “que quiere decir dale para adelante, en quichua guacha quiere decir rebenque, pero es sólo un nombre comercial”, que como en el resto de los grupos, se repite entre tema y tema como una estrategia de marketing. “Los muchachos –todos aparecen con nombre de pila en el disco– viven en las villas. Yo que soy el compositor no, pero no hace falta: hace 13 años que estoy en la movida tropical y sé cómo vive esta gente.” Para Labate, la principal diferencia de su producto con el resto es que no hacen “apología de la droga ni del enfrentamiento con la policía, también conservamos el sentido romántico”, aunque tal vez se le note la falta de pertenencia en el tema “Alma blanca”, para el dueño emblemático del grupo, que cuenta una pelea entre un villero y un chico rico por una mujer, “voy a demostrarte que tengo coraje/ su amor es mío porque me lo gané/ soy negro de abajo con el alma blanca”, dice la canción. La lírica de Meta Güacha cumple con las reglas de este género, alguien sale de la cárcel y vuelve al barrio, alguien se acuesta con la mujer del amigo, hay una “zorra astuta”, y alguien puede llegar a matar si “le tocan a la vieja”. “Algunas letras pueden ser agresivas con las mujeres, pero también tenés la parte dócil que no repudia sino dignifica como en ‘Madre soltera’ (olvida la desgracia de tu vida/ 20 años y un hijo por venir sin a su padre conocer).”
“Todo tiene una explicación sencilla –asegura el dueño de Meta Güacha y anterior dueño de un grupo de carilindos, La Marca–: es que la mujer ha cambiado su rol en la sociedad, antes tenía un lugar inmaculado y en realidad hacía de todo y el hombre sufría, desde Gardel para acá los hombres somos cornudos, bueno, ahora se la tienen que bancar. Porque ahora disfrutan del engaño y ya nadie quiere vírgenes, ahora cuanta más experiencia sexual, mejor. Por eso los varones ahora se ponen como los protagonistas del engaño, ellos son los que se acuestan con las mujeres de los amigos o, en el mejor de los casos, con la mujer del comisario.”

Romina Lescano llegó a la música de la mano de su hermano, Pablo, que después de armar Flor de Piedra inventó otro grupo a su medida: Damas Gratis (“es que la mujer siempre tiene privilegios”, se queja Pablo), y la saga siguió con Jimmy y el Combo Negro –que será representante de lo más ancestral de la cumbia–, Amar y yo –lo que queda de Amar Azul más él mismo–, y algún otro experimento que no quiere confesar. Con tantos sellos, Pablo necesitaba alguien que le cuidara sus valores y nadie mejor que su hermana. “Empecé a cantar con Flor de Piedra para controlar todo, lo que pasaba en la combi, si tomaban antes de tocar, si subían mujeres ala camioneta. Hasta el último show tiene que ser así, ni drogas, ni alcohol, ni mujeres.” Romina tiene 21 y una timidez que le tiñe la cara a cada rato. Pero siempre funcionó bien como controladora. Además tiene registrado todo lo que produjo su hermano a su nombre y es la que se encarga de los papeles. Hizo cursos de auxiliar administrativa y de computación, y dejó la facultad porque no podía ocuparse de “algo tan serio”. Claro que sólo cobra por su participación como corista –ahora en Damas Gratis–, “a mi hermano no le puedo cobrar sueldo, si yo necesito, él me da, siempre que sea para gastar en algo que valga la pena. Para mi cumpleaños, por ejemplo, me regaló un auto, un Escort Cabriolet, uno que era de él, pero ahora tiene otros dos”. ¿Se siente representada ella en las canciones que compone su hermano? “En algunas sí, porque éramos muy humildes y muchas veces ni nos dejaban entrar a los bailes porque no teníamos zapatos. Ahora con la cumbia villera cambió porque en las bailantas te dejan ir de equipo de gimnasia.” Otras no le gustan tanto, sobre todo las que hablan de las chicas, “me molestan un poco porque meten a todas las mujeres en la misma bolsa; pero existen las minas así, las gruperas son terribles, yo vi cosas que no pensé que existían”. No se anima a decir qué cosas, dice que la educación que le dieron sus padres es muy distinta. Pero sabe que para ella las chicas son un peligro, “son riesgosas porque como no las dejo subir a la combi, creen que les mezquino a los músicos”. Gajes del oficio, ella no tiene nada que ver con las chicas que salen con su hermano “y como él escribe sólo de cosas reales, habla de esas personas, de las que conoce. Las canciones son machistas, pero son la realidad”.
Las gruperas, es decir las fans de la cumbia villera, tienen un estilo similar al de los varones, usan equipos de gimnasia y el pelo recogido en rodetes, muchas con la nuca rapada. “Es que las mujeres también son remachistas, hasta se quieren parecer a los varones. ¡Si se visten igual! Además hacen lo mismo, te miran, te miran y si las mirás te invitan a pelear, por cualquier cosa pegan.” Habla de lo que en la bailanta se conoce como “rollinga”, chicas que usan flequillo y pelo largo, zapatillas de lona y jeans, un nuevo espécimen en la noche tropical, mezcla de amante de los Rolling Stones y de Rodrigo, que gusta de la cumbia villera sólo porque “le gusta a todo el mundo y es un descontrol”. Pero no comparten demasiado la ética de las bailanteras que las buscan en el baño para pegarles aun cuando los grupos visualizan esta nueva tribu y ya hayan compuesto letras para ella (“me fumo un faso y flasheo que Mick Jagger me saludó”, Damas Gratis). Pero tanto en unas como en otras se percibe cierta reivindicación por esta fuerza y habilidad para enfrentarse. “Yo no sé por qué les gusta tanto a las chicas lo que dicen de ellas, en una canción de Damas Gratis, hay una parte de la letra que dice ‘de lo rápida que sos... se te ve la tanga’ y en el silencio todos gritan puta, las chicas también, como si les gustara”, dice Romina sin encontrar razones. Su hermano tiene una explicación: “Lo que pasa es que les gritan a las que muestran la bombacha en la tele, que no son lo mismo que las que van a bailar. Pero también pasa que cuando cantamos esa canción todas se levantan la pollera o se bajan los pantalones. Es una joda”. Lo cierto es que las chicas también quieren divertirse. Y que villero no es el único término peyorativo del que quieren apropiarse.