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PIQUETERAS

Cortar la ruta

Las mujeres fueron mayoría en el piquete de La Matanza, pero esa mayoría se percibía más por la noche cuando ya no tenían que dejar la ruta para trabajar en la casa. Algunos hombres les decían que para qué salían si nada iba a cambiar, pero ya cambió: el gobierno aceptó las condiciones de los piqueteros y ellas aprendieron a luchar estando a la cabeza.

Por Marta Dillon

Fue una de las últimas noticias en el corte de ruta de La Matanza, una que atravesó el piquete como un hilo de hiel corriendo por las gargantas. Una mujer había muerto, una compañera no volvería a la ruta.
Fue casi al mismo tiempo, una diferencia de minutos, alguien lo dijo y alguien más lo repitió cumpliendo la cadena del boca en boca. Un niño empezó a nacer en el piquete, se llama Ramón, como el Gauchito Gil, porque su madre es devota y le debe al santo popular el agradecimiento por haberle dado la fuerza para estar en el camino hasta que el parto la reclamó. “Unos se van, otros llegan”. La lógica implacable aparece entre las lágrimas como un alivio, como ese sol tímido que se cuela oblicuo entre las nubes para darle brillo a los charcos que dejó la lluvia sobre el barro y el pavimento. Acaba de pasar el cajón que lleva el cuerpo de Luisa Alegre, dirigente jubilada del barrio San Alberto, al costado de Ciudad Evita –peronista “de alma”– jefa de una familia numerosa que se aprieta en un solo abrazo dentro de un auto que otros piqueteros empujan hasta que arranca, para que pueda seguir la carroza. Detrás sigue la banda del Movimiento Independiente de Jubilados, una banda de tambores y redoblantes que Luisa entrenó para que sonara fuerte en los conflictos a los que ya estaba acostumbrada. Así comenzó su agonía, tocando el redoblante, poniéndole ritmo al cuarto día de corte de ruta. En el día 17 los piqueteros la despiden formados a un lado y otro del cortejo batiendo palmas y llorando en silencio, tocando de a uno el cristal de la carroza fúnebre como para acompañar a quien ya no necesita nada. Igual, dentro del cajón lleva “los cigarrillos que tanto quería”, el gorrito con las iniciales de su agrupación y uno de esos carteles de cartulina, festoneados en marcador, que las mujeres que caminan detrás también llevan en el pecho: “Alma y vida”, el nombre del centro de jubilados del que Luisa era presidenta.
Marta Bertoloni camina de un lado al otro de la extensa fila de duelantes. Antes había llamado a los “compañeros de la Corriente” con el tono terminante de quien se ha acostumbrado a poner orden. Tiene 52, nueve hijos y 21 nietos, unos se han criado a otros en una cadena que no se detiene. De su marido se separó hace 14 años, y, dice, fue lo correcto: en definitiva siempre estuvo sola, él tenía una familia paralela y ella no lo necesitaba como “figura decorativa”. Es cocinera y está desocupada, lleva un palo pintado de blanco, un palo corto de los que usan quienes toman la posta de la seguridad sobre cada una de las bocacalles que han sido cortadas. Lo golpea contra los plásticos que le cubren las zapatillas, una suerte de botas impermeables que no impiden que la humedad se filtre hasta los huesos. En su currículum cuenta con diez años en la Pepsi Cola– “cuando la Pepsi era la Pepsi”–, doce más en el Club Villa Reconquista y ocho en una casa de familia. Hace unos días su patrona la vio en la televisión con la pechera de la Corriente Clasista y Combativa y la llamó para decirle que haría lo posible para sacarla de ahí. “Pero dejé de trabajar porque ella dejó de pagar, es un círculo vicioso, cada vez somos más los que quedamos abajo”. Nunca antes había militado en ninguna agrupación, llegó por primera vez a una reunión de la Corriente a buscar a su hija, a “putearlos porque ella no me cumplía como antes”. Y se quedó, “me arrimó la necesidad y ahora se me agrandó la familia. Nunca se me había dado esto de ayudarnos entre todos, ni siquiera con mis hermanos. Siempre creí que la dignidad era conseguir todo por mí misma, sin mirar al costado. Ahora pienso que si no estamos juntos pronto ni siquiera vamos a estar”.

Con el correr de los días, las rutinas se fueron afianzando en el kilómetro 22 de la ruta 3, a la altura de Isidro Casanova. Por la mañana, antes de las ocho, salen de las carpas que se montaron sobre las veredas de tierra, a ambos lados de la ruta, los niños que van a la escuela. Los guardapolvos tienen un lugar privilegiado bajo las lonas y las chapas, hay que salvarlos del agua, de la tierra y de ese polvo negro que suelta el humo de las cubiertas que se encienden cuando cae el sol. Las mujeres son mayoría siempre en el piquete de La Matanza, pero esa mayoría se percibe más todavía por la noche. “Es que para nosotras suele ser más fácil dejar a los hombres durmiendo con los hijos, porque muchas tienen que retirarse en el día para hacer las cosas de la casa, a los hombres les cuesta eso, sobre todo lavar y planchar. Pero esto se da a veces, también para muchas es mejor traer a los chicos a dormir acá porque desde que dejamos de cobrar no se puede comprar garrafa y te morís de frío. A muchas ya nos cortaron la luz también”. Sara tiene 38 y cuatro hijos, la mayor tiene 22 y una nena, la menor, 8; los del medio son varones. Con uno de ellos pelea mientras prepara mate, “andate ya mismo para gimnasia”, le dice imperativa aunque el adolescente de 15 la mire como si su madre fuera extraterrestre. “Es una lucha educarlos. ¿Sabés lo que cuesta una hoja de carpeta? Para colmo ellos también se quieren quedar y tienen razón, a mí me pasaría lo mismo”. Sara es referente de su barrio y se siente privilegiada, cuenta con el apoyo de su marido, tanto en la lucha que emprendió cortando la ruta, como en las tareas de la casa. “Hay cosas que no quiere hacer, pero por suerte se tiene que lavar su propia ropa, porque como tiene sólo dos mudas, se saca una y la va lavando. También cocina y limpia, los chicos hacen los mandados”. Viven en el barrio Borward, uno de tantos dentro de los más de 300 kilómetros cuadrados de La Matanza. La decisión de cortar la ruta fue espontánea, aunque hubo instancias de discusión que fueron y volvieron de la asamblea a los barrios. “No nos queda otra y ya perdimos el miedo. Estamos bien conscientes de lo que hacemos, no hay otra forma de que nos escuchen. Imaginate que no es la primera vez y no va a ser la última”. Alguna vez Sara tuvo un trabajo en una empresa de esterilización de instrumental quirúrgico. La empresa cerró y su especialidad ya no tuvo destino. Gastó lo ahorrado en agencias de empleo, diarios y pasajes de colectivo. Todo lo que consiguió fue un trabajo de doce horas, por la noche, atendiendo un kiosco y una remisería al mismo tiempo. Todo por diez pesos. Hasta que esa rendija terminó tapándose por la miseria. Cerró el kiosco. Al tiempo recibió un Plan Trabajar después del corte de ruta de noviembre donde se firmaron los acuerdos que el gobierno incumplió y que ahora son la base del reclamo. Atendía una “copa de leche”, el lugar donde los chicos del barrio toman la merienda y reciben apoyo escolar. Desde enero dejó de cobrar el plan.

“¡Oh, Dios mío! Tú que todo lo sabes y todo lo puedes, permítenos comprender... ¿Por qué esta señora?” Las frases que siguen a ésta arman un acróstico con las letras del nombre de Patricia Bullrich, la ministra de Trabajo. Parece estar muy contenta/ Burlándose de nosotros..., dice este poema-plegaria de protesta que está pegado sobre el camión que sirve también de centro de reunión de los dirigentes –Luis D’Elía, integrante de la CTA y líder de Federación Tierra y Vivienda, y Juan Carlos Alderete, de la CCC de La Matanza–, de escenario y de altar. Allí están las imágenes de María y José envueltos en rosarios y volantes que piden por lalibertad de Emilio Alí, el joven condenado por extorsión en Mar del Plata a cinco años de prisión, luego de pedir comida en un supermercado. Otro de los puntos que los piqueteros exigen para levantar el corte y que enardeció a la ministra de Trabajo, abonando la animosidad. “¿Esa es una mujer? ¿Qué sabe ella de lo que vivimos las mujeres de verdad, las que tenemos que hacer chicle con los centavitos? ¿Por qué no viene a vivir al barrio un mes con 200 pesos? Debe gastar el doble en celular”. Graciela Fernández Meijide y Chiche Duhalde también están en la mira de sus congéneres. Las mujeres en el corte de ruta expresan lo que viven como una traición, ningún otro funcionario está mejor rankeado en el odio popular. “Me dijeron que la Bullrich no tiene hijos, se nota, ella es la que cree que nos puede desgastar. ¡Ja! no se da cuenta que estamos mejor que en casa, porque gracias a que paró los planes (Trabajar) allá no tenemos ni luz. En la ruta por lo menos comemos todos juntos, tenemos hasta un médico, tenemos remedios ¿Dónde se vio eso? Y los fines de semana... los chicos tienen juegos que vienen a hacer los compañeros, vienen payasos, todo”. Mónica Boreman tiene cuatro hijos, fue militante del Frepaso y se siente “defraudada, porque yo la voté a la señora Graciela, y resulta que cuando salimos la segunda vez a cortar la ruta ella estaba en París. Nunca más voy a votar, a nadie, porque los votás y te traicionan. Lo único que queremos es un gobierno popular”. No sabe muy bien cómo sería ese gobierno, porque ni siquiera pondría su voto por los dirigentes de la CTA, la central en la que se inscribe. Por ahora su única certeza es que “todo se consigue luchando”, y por eso no le importa dejar su casa, haber perdido la voz gracias a la lluvia persistente, haberse peleado con su marido porque no entiende qué tiene que hacer en la calle si igual nada va a cambiar. Mónica no está de acuerdo, hace quince días que no se hablan. “Dicen que los pantalones los lleva el hombre, pero a la larga ellos siempre aflojan”.

En el día 15 del corte de ruta, a Marta tuvieron que atenderla en el puesto de sanidad. Una carpa de camping en la que se guardan los remedios conseguidos por donaciones, y un consultorio al aire libre montado sobre tablones para esquivar el barro. Dos agentes de salud toman la presión y la temperatura, dos estudiantes de medicina a punto de recibirse examinan a los pacientes. Marta tuvo un pico de presión porque durante la tarde fue junto a los dirigentes a una cita en Capital con otras centrales obreras y un encuentro con Rodolfo Daer le soltó la bronca. “El desgraciado se tapaba el reloj, como si yo no se lo viera, esos traidores...” su hija mayor, Patricia, siete hijos y el mismo compromiso que la madre, le acaricia la espalda. “Acá las mujeres tenemos que sostener el piquete, se creen que somos de hierro, pero tenemos sentimientos, parece que no se dan cuenta”. Marta no es de las que oculta el llanto, se emociona en las asambleas que puntualmente se realizaban cada tarde a las siete, “es que me duele la injusticia, este manto de piedad con que nos quieren tapar se va a desarmar. Esto tiene que cambiar”, dice y se queda repitiendo la frase. El médico le pide que se cuide. La hipertensión es una de las causas más frecuentes de atención médica, y ese fue el cuadro que Luisa Alegre no soportó. Cecilia Vázquez, una de las doctoras que cuando no está en el piquete cumple guardias en el hospital Piñeiro, hace su propio diagnóstico: “atendemos cuadros respiratorios por la toxicidad del humo de las gomas y por el frío y la humedad, dolores musculares, cuadros de estrés y dolor de muelas. Eso es lo peor para los chicos, sobre todo porque no hay odontólogo y muchas veces ni siquiera calmantes”.

Frente a la carpa del barrio El Tambo, las mujeres amasan. Para ellas no es nuevo vivir en una carpa, o construir habitaciones sobre la tierra a fuerza de juntar madera y chapa. El Tambo es un asentamiento en el que se “sufre mucha miseria”, pero que se levantó a fuerza de “Unión, solidaridad y organización”. Así se llama el centro comunitario que se organizó hace16 años, cuando empezaron a levantarse las primeras casas. Ahora las tierras les pertenecen y hay una escuela que atienden las vecinas, en la que comen y merendan más de 800 chicos. “Si las tierras las ganamos luchando, así conseguiremos el trabajo”. El chisporroteo del aceite y las tortas fritas es como un canto de sirena para los chicos que juegan a la pelota en la calle protegida por los piquetes, todos quieren un poco de esa masa que se desarma entre los dientes cuando está calentita. “Acá somos todas jefas de familia, si no luchamos, no tenemos futuro para nuestros hijos”. ¿Se imaginan el futuro? Responde Cristina, con un silencio largo que termina en no. Pero resistir en el piquete, para ellas, es darle alguna imagen a los años por venir. Cristina tiene 8 hijos, tuvo tantos porque “de repente mi papá y mi mamá no me enseñaron bien”. A su alrededor otras mujeres se ríen, justo la noche anterior estuvieron hablando del tema con las hijas adolescentes. “Yo le dije, basta de andar a los besos o cuidensé porque lo menos peor que les puede pasar es que queden embarazadas, lo que pasa es que una les dice, pero después los chicos no hacen. Lo que pasa es que los pibes no tienen protagonismo, siempre les están diciendo que ellos no saben nada ¿Cómo van a saber si no pueden ni estudiar? Lo hacen porque quieren una argentina engañada porque a un chico que piensa no se lo puede engañar”. Unos cuantos hombres que gozan de las tortas fritas se cuelan en la foto, las chicas los echan con bromas. “Ahora estamos nosotras acá y estamos a la cabeza, eso antes no se daba, antes no teníamos libertad de pensamiento”. Lo dice una mujer que acaba de cumplir 42 años y que pide ir aparte para relatar su historia, se llama María Angélica Romero, tiene cuatro hijos: “Yo no vengo de un asentamiento, soy de un barrio, el San Pedro, a mí me bancaba mi marido, pero cuando se quedó sin trabajo pensé que el problema era mío, que había gente que estaba peor, que yo nunca había trabajado. Cuando me encontré con mis hijos en un comedor popular me di cuenta que tenía que salir a la calle. El me tira la bronca, pero se va a acostumbrar, porque yo no lo abandono, ni a él ni a mis hijos. Una piquetera tiene que poder con todo, en cualquier momentito voy a mi casa y lavo la ropa y limpio un poco, pero sería lindo que mi marido me apoyara. Igual pasan los días y me siento más fuerte, tengo a mis compañeros y una tiene que estar en las buenas y en las malas”, María Angélica es delegada de su barrio, en su carpa casi todos son varones, pero todo lo consultan con ella.

Poco antes de la asamblea empieza a repartirse la comida en dos carpas distintas, una a cada lado de la ruta. Todo se fracciona, el aceite, los fideos, el puré de tomate, la carne, lo suficiente para un guiso, no más. En un cuaderno las referentes anotan qué barrio retiró su ración y cuántas personas hay en esa carpa. La mercadería viene de donaciones particulares o de sindicatos. Pelusa, del barrio Villa Unión y Nati Vidal, del 24 de Febrero, tienen a cargo repartir equitativamente lo que se recibe. La cola de gente que espera con los recipientes en mano caracolea sobre el asfalto. “Antes hacíamos ollas populares para todo el mundo, pero es muy difícil porque somos como tres mil y no se termina más, además cada barrio se organiza con sus turnos y sus cocineros”. Desde el camión-escenario se convoca a los vecinos, les piden que se acerquen que hay que tomar decisiones en conjunto. De las carpas empieza a salir la gente, un movimiento como de hormigas cuando se ha pateado su guarida. Pelusa y Nati “cierran el boliche hasta que termine la asamblea”, nadie se queja. Nati lleva a su sexto hijo en brazos, es la hora de darle la teta y le pide a su compañera que escuche para después pasarle el informe. Antes de irse contesta con mirada fiera una pregunta que le parece tonta “¿A vos qué te parece, por qué vamos a ser mayoría nosotras? Cuesta convencer a un hombre que ha trabajado toda la vida que tiene que venir acá, para ellos es humillante, esta política los ha humillado como hombres. A nosotras no, no nos cuesta nada pelear por nuestros hijos. Fijate en las mesas, las dirigentas somos mujeres”. ¿Ellos lo aceptan? “Les cuesta un poco porque son machistas, les cuesta darse cuenta que dirigimos la batuta, los hombres se sienten celosos, pero ya van a entender. Encima de todo hay que aguantar los problemas de la casa, para la gente esto no es fácil”. Se da vuelta y se va, para ella también es difícil.

Sobre las vías del ferrocarril General Belgrano, cinco mujeres juegan con sus palos sobre las gomas que pronto se van a encender. Son encargadas de seguridad y lo demuestran con brazaletes blancos escritos a mano. “Cada barrio tiene un turno, ahora es el turno de Oro Verde, nuestro barrio”, dice Roxana con la cara tiznada. Dos perros negros de hollín van y vienen por la vía ahora muerta, “se ve que son nuestros por la mugre”, dice una de las encargadas de seguridad. La mugre es en realidad el hollín que nunca deja de flotar en el aire. “¿Por qué siempre hacemos seguridad? Es una gran incógnita, será porque somos bravas. Hay que anotarse y los hombres no se quieren anotar, a lo mejor por eso de que los que hacen seguridad son policías. No entienden que hay que estar acá para cuidarnos a todos, es importante, para que no se pierda el sentido de lo que estamos haciendo”. ¿Hay que cuidarse de una posible represión? “Eso también, pero además no dejamos entrar a nadie borracho o con bebidas, y a los que afanan. En los barrios nos conocemos todos y sabemos los que hacen quilombo”. Roxana no juzga a los que roban, hay una necesidad, pero le gustaría que entiendan mejores caminos. “Para nosotras acá hay una alternativa, muchas somos mujeres solas y el mismo sacrificio de andar con los pibes te hace entender. Entendés a golpes, y no sé, nosotras nos deprimimos menos ahora. La mayoría tenemos el mismo problema, el por qué de los por qué, mi marido pregunta, pregunta, pero no viene. Yo vengo igual, sería mejor que él me apoye, pero bueno, lo entiendo porque antes yo veía todo esto por la tele y ahora mirá dónde estoy. Pasa que a todos nos criaron medio egoístas”. La ilusión de Roxana es volver a donde “estábamos antes, cuando había fábricas. En esa época yo iba a la secundaria, pero dejé porque tuve bebés muy rápido. Tuve muchos trabajos, en una agencia de Prode, en una gestoría, en casa de familia después, y tuve que dejar por los nenes y cuando quise retomar las condiciones ya no eran las mismas”. Ahora quiere que le devuelvan el plan que la comprometía a trabajar en un ropero comunitario, cosiendo ropa de donaciones que se reparte en el barrio. Siempre que los dirigentes van a negociar siente algo de miedo, “nunca termino de creer en estos acuerdos, en noviembre pasó, nos fuimos y tuvimos que volver porque nos dejaron de pagar”.
El día 18 del corte de ruta, con el sol pegando fuerte sobre las lonas, a Roxana se le fue un poco el miedo. “Yo veía que llovía desde mi carpa y pensaba ¿qué pasará ahora? ¿Aguantará la gente? Y en cuanto dejó de llover salieron todos a buscar cosas para mejorar las carpas”. Esa fue su alegría “todos teníamos el mismo sentimiento”. Ahora que el corte se levantó, un miércoles de sol en que los piqueteros consiguieron que el gobierno aceptara la mayoría de sus condiciones, Roxana se lleva con las maderas que aportó para la carpa de Oro Verde algunas de sus dudas. “Pero bueno, si volvimos una vez, podemos volver otra” dice y se deja seguir por ese perro negro que adoptó durante dos semanas de vida sobre la ruta.