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ENTREVISTA

Eljuego
de Norma

Su nombre está en la cima del teatro argentino contemporáneo. Lejos de acomodarse en el bronce, la Aleandro se anima a “El juego del bebé”, la polémica obra de Albee que protagoniza junto a Jorge Marrale. Directora, escritora, autora y puestista, ella sigue jugando su juego como siempre, pero ahora bajo el amparo del unánime respeto del público

Hacer una presentación de Norma Aleandro a esta altura de la soirée es correr el riesgo de anotar lo que la mayoría de las/os lectoras/es ya sabe acerca de la coherencia de su trayectoria, de la impecable calidad de su rendimiento como actriz a lo largo de muchos años. Identificada sobre todo como intérprete de depurada y flexible técnica, Aleandro se ha diversificado, sin embargo, en otras direcciones: como puestista, escritora de ficción, poeta y dramaturga. Y si bien desde que –al entrar en la adolescencia– colgó las alas del ángel que hacía en retablos religiosos y decidió dejar el colegio porque la aburría, Norma Aleandro tuvo sus cimientos firmes y constantes en el teatro, no dejó para nada de lado el cine y la TV. Incluso en cierto momento pudo desarrollar una carrera fílmica más intensa, pero la joven que tenía sus propias ideas acerca de la belleza se negó –con buen tino– a rehacer su bien implantada nariz. Gracias a ese gesto, hoy es una bella mujer en cuyo rostro hay esa clase de armonía y personalidad que no procura jamás una cirugía plástica. Así se la puede ver sobre el escenario del Maipo, interpretando con todo su talento y una osadía digna del autor Edward Albee, El juego del bebé. Una pieza original y movilizadora, exaltada por la crítica y ya convertida en el centro de la polémica.
En estos días, Norma, amante de toda clase de animales –incluidos los sapos–, está apenada porque se murió Pantufla, su preciosa gallinita pigmea con la que convivió muchos años (en realidad, Aleandro ha reconocido que el ave era la dueña de casa) y que protagonizó un extraño triángulo interespecies con el gato Ulises que a su vez amaba sin esperanzas a la gata Miu-Miu. La gallina, por su lado, adoraba al gato, que se dejaba querer y consolar cuando Miu-Miu lo rebotaba. “Estaba ahí en el jardín, divina como siempre pese a que tenía más de 16 años. Ella nunca supo que era una gallina porque siempre vivió en ese jardín, acompañada de animales de otras especies. Era muy inteligente, pese a lo que dice el prejuicio de las gallinas.” Ahora que la pigmea no está, ¿se arreglaron el gato y la gata? “No, en absoluto, ella lo detesta, qué le vamos a hacer. Es un amor frustrado desde el vamos. Pero, además, ahora tengo un perro nuevo, una maravilla, un ovejero blanco con los ojos muy negros y pestañas blancas. Va a cumplir cuatro meses y ya es así de alto. Crece por día y se la pasa adentro. Le pusimos Pancho, un nombre sencillo para contrarrestar tanta aristocracia.”

La mística del riesgo
–¿Tuviste alguna clase de dudas, inquietudes, temores cuando te enfrentaste por primera vez a la pieza de Albee?
–Mirá, cuando la leí en inglés, estaba Lino (Patalano) esperando mi reacción. La termino, lo llamo y le digo: “Dame dos horas más, voy a hacer una pausa de una hora y la voy a releer porque se trata de una obracomplejísima”. Después de la segunda lectura, volví a llamar a Lino para aceptar: “Sí, es un gran riesgo, pero vale la pena”. Me vine para el teatro y empezamos a darle forma al proyecto. Hablamos con Jorgito (Marrale), él se acercó y le hice una primera aproximación a la pieza, un poco traduciéndosela y otro poco contándosela, seguramente transmitiéndole mi interés. Después se la pasamos a Roberto Villanueva, que le gustó, y el paso siguiente fue elegir a los chicos. Vinieron quinientos jóvenes y quedaron estos dos, Verónica Pelaccini y Claudio Tolcachir, que se enteraron por el aviso en el diario. Resultó una selección muy peleada, a la que se presentó gente con mucho talento. Y bueno, quedaron ellos que son realmente estupendos actores, muy preparados. Probablemente hubo quienes no acudieron porque se pedía que estuviesen dispuestos a hacer los desnudos. Aunque, como habrás visto, son desnudos bellamente, plásticamente presentados. No están puestos para provocar, porque no era esa la intención del autor.
–Es cierto, son de una gran naturalidad y dan un toque de frescura y humor, que se contrapone al artificio sinuoso de la pareja madura.
–Sí, nosotros agarramos para este lado más bien inquietante, por supuesto partiendo del texto: los diálogos con el público, la búsqueda de su complicidad están en la obra. Pero acentuamos este registro de music-hall, un tanto lanzados en la relación con la platea. Afortunadamente, la repercusión que estamos obteniendo es maravillosa, pero esto es algo que te enterás cuando la pieza ya se estrenó.
–Sobre todo porque, aunque hayas corrido riesgos a lo largo de tu carrera, El juego... es quizás lo que menos se esperaba de vos.
–(Risas de puro contenta, con un reflejo de picardía) Bueno, pero te digo que hacer el año pasado Viaje de un largo día hacia la noche, de O’Neill, era arriesgado para estos tiempos.
–De todos modos, se trata de un clásico del siglo XX, un texto conocido. Con El juego... rompés todas la previsiones del público, y no le das gratificaciones fáciles.
–No, no, para nada. Aunque se rían muchísimo. Desde luego, las especulaciones que se pueden hacer, por ejemplo, sobre los desnudos, ni se me ocurre ponerlas en la balanza. Pero es verdad: El juego... es una obra de auténtico riesgo, y la tomamos como tal.
–¿A mayor riesgo, mayor mística?
–Sí, es eso: tiene algo de caminar por el alambre en el circo. Por otra parte, esta obra es tan estimulante porque el autor, muy inteligentemente, no llega a una conclusión y te la sirve sino que abre caminos en la imaginación del espectador para que vuele y se permita todas las lecturas que se le ocurran. Albee, en los setenta y pico, en vez de apelar a un formato clásico, más confortable, se lanza a explorar posibilidades. Es el primer arriesgado. Sigue también con ciertos toques del teatro del absurdo, que los mete sobre todo a través del personaje de Marrale y del mío. Aunque después los trenza a una situación no realista –la obra no lo es en ningún momento– con los otros dos personajes, estos chicos que tienen un mundito más cercano del realismo. Por cierto, cuando nos trenzamos con ellos, la cosa ya pasa a otra dimensión.
–Y toda esta tensión, este malestar y a la vez estas explosiones balsámicas de risa, se consiguen apenas con cuatro actores, dos sillitas, sin cambio de vestuario ni el menor efecto especial.
–Ese fue uno de los aspectos de la obra que me encantó, ese despojamiento me enamoró. Aparecer con dos sillitas, hoy día que lo técnico a veces invade el escenario y por ahí quiere competir con el cine. Y esto es, bueno, volver a hacer magia con el pañuelito, la galera: los viejos y queridos trucos...
–Aparte de los recursos de music-hall, la obra va todavía más lejos: es el teatro que se pone en evidencia, que le avisa o le recuerda a la gente –a través del Hombre y la Mujer maduros– que están viendo una representación.
–Precisamente, es muy bello que se produzca este milagro. Incluso, de entrada, el Hombre discurre un poco acerca de qué es realidad y qué no lo es, cuáles pueden ser los trucos al respecto. Después ponemos en marcha estos conceptos: sí, estamos actuando. Creo que a pesar de su ferocidad hay cierta indulgencia hacia el espectador al presentarle algo tan siniestro, pero por debajo de las risas, y al mismo tiempo decirle: “Bueno, estamos viendo un espectáculo”.

Ella no es una santa
–¿Cómo la miraste a Ella en esa primera lectura que te impresionó tanto?
–En principio, no tenía la menor idea de por dónde podía ir. En los papeles, es una mujer que viene a ayudar al presentador, es un poco como la asistente del mago, la enfermera que acompaña al médico. Ella lo sigue a él, marcándolo también para que no se evada de lo que está contando. Pero encontrarle su propio perfil, su propio humor, fue todo un proceso de trabajo. Con Jorge Marrale nos entendimos muy bien: no habíamos trabajado nunca juntos y nos pasó eso que les suele suceder a veces a los músicos: largarse a tocar y ya ponerse de acuerdo sobre la marcha. Parecían sesiones de free-jazz las que nos mandábamos, y nos vino muy bien. Le fuimos presentando ideas a Villanueva, que las aceptaba porque le encantaba para donde íbamos. El trabajaba paralelamente aparte con los chicos, esa fue nuestra forma de avanzar. Cuando nos juntábamos se organizaban los diferentes aportes, pero cada pareja mantenía su identidad.
–¿En algún momento tuviste alguna opinión sobre Ella, un personaje casi impalpable?
–Fijate vos que lo que tiene de raro tanto mi personaje como el de Jorge es que carecen de una historia anterior, no les podés crear un universo como lo hacés habitualmente con un personaje al cual vas armando una persona. Estos son dos caracteres puramente teatrales, dos productos del escenario. A ellos no se les conoce una vida privada, no se definen por opiniones, no se sabe qué actividades desarrollan fuera de la que están realizando en ese momento, que tampoco está del todo clara cuál es. No hay personas detrás de los personajes. El Hombre y la Mujer parecería que no experimentan sentimiento alguno, ni siquiera se puede decir de ellos que son dos actores, porque en ese caso tendrían una doble vida: la de la interpretación y la privada. No, ellos aparecen de la nada, hacen sus numeritos, llegan adonde quieren llegar, se van poniendo de acuerdo, tienen un objetivo, van llegando a él. Evidentemente logran su objetivo, y se van como llegaron. No son unmatrimonio, no son una pareja, aunque por momentos mienten como si lo fueran... Se tratan como si fueran amigos, pero quizás están fingiendo. Eso era raro para construir estos roles. e de la vida cotidiana.
–¿Son puramente símbolos de un estado de cosas?
–Representan la manipulación que ejerce el poder sobre la gente que no lo tiene. Mi nieto dijo algo que me dejó helada: “A mí me parece que ellos actúan como cuando en la realidad te quieren vender algo, y aunque quieras negarte y te resistas, siempre hay gente que termina diciendo sí”. La pieza muestra eso, el lavado de cerebro de los chicos, pero también se puede tomar como un rito de pasaje, de iniciación, de pasaje de la inocencia, cuando todavía no se ha sufrido, al dolor. En general, los ritos iniciáticos en las diversas culturas han sido dolorosos, y siempre tienen detalles que parecen muy traumáticos y que después pueden resultar benéficos. Porque finalmente los dos chicos llegan a la conclusión de que no estaban preparados para tener un hijo, quizás lo tendrán más adelante, cuando sean más grandes. Como que empieza otra etapa de la vida de adultos. Es tristísimo ese pasaje, es evidente que el autor quiere mostrar lo penoso que es dejar la edad de la inocencia.

Un encuentro con el mal
–El juego del bebé es una pieza que enfrenta a los espectadores con las diversas edades, transiciones, etapas de la vida. ¿A vos te movilizó experiencias personales?
–A mí me trajo –y se lo conté a mis compañeros– un recuerdo siniestro de algo que me sucedió a los veinte años y que fue conocer el mal en dos personas que eran inteligentes, amables, encantadoras. Y que realmente resultaron la encarnación del mal. Hacer semejante descubrimiento a esa edad fue algo tremendo. Ocurrió por casualidad: yo estaba en Córdoba y conocí a un señor viejito que era parquista, empecé una amistad con él, me invitó a su casa a conocer a su señora. Eran alemanes los dos, vivían en medio de la sierra. El me estaba enseñando a hablar su idioma, teníamos gustos en común: en música, en literatura... Eran dos personas muy cultivadas, que se adoraban. Todo lo que tenían en su casa lo habían traído de Alemania, los relojitos, los objetos... A mí me parecía maravilloso haberme encontrado con gente grande de ese refinamiento en sus gustos, tan agradables. Y de pronto, un día que estábamos hablando de escritores, sacan un libro de la biblioteca y me lo dan para ver si yo lo conocía. Alcancé a leer el nombre de Goethe en la portada. Con mucha delicadeza y simpatía me corrigieron la pronunciación. Yo trataba de descifrar de qué obra de Goethe se trataba mientras ellos se reían: el título estaba escrito a mano, pensé que era un incunable y que la risa se debía a mi dificultad con el alemán. De repente, uno de ellos dice “piel de judío”. Yo sentí que se me caía la mano izquierda que sostenía el libro, salí de la casa gritando, me perdí en la montaña. Había visto la cara del demonio en dos seres adorables, sensibles a la belleza. Fue uno de los shocks más grandes que tuve en mi vida. Ellos tenían humor, capacidad de amar: esas cosas que una suele pensar que la gente maldita desconoce.
–¿Esa terrible ambivalencia, esa banalidad del mal es la que aflora en la pieza de Albee?
–Exacto, porque estos dos personajes son simpáticos, entradores, y al mismo tiempo capaces de atrocidades, sin dejar de hacer reír a la gente, de seducir con sus payasadas. En cuanto a la pareja de alemanes, despuésme enteré de que él había sido de las SS, se habían refugiado en la sierra... Me costó muchísimo entender que la cultura y la afectividad pudieran convivir con tal perversidad, me enfermé. Hasta un punto, acá pasa eso con el público, porque se trata de dos personajes que te halagan a través de la risa –siempre se agradece que alguien te haga reír– y de pronto advertir que están haciendo algo siniestro, sin perder la gracia, con total impunidad... Con esa impunidad que a veces da el poder y que los ciudadanos padecemos tanto.
–Independientemente de tu memorable interpretación –magníficamente acompañada por Jorge Marrale–, con tu sola presencia en escena sucede algo que se viene acentuando los últimos años: ese impacto que provocás en el público, entre el amor y la admiración. Después de los tragos amargos que pasaste a causa del exilio, de la inestabilidad laboral al regresar, ahora se da esta especie de romance.
–De verdad, yo no termino de agradecerle a Dios ese cariño de la gente y quiero decirte que es recíproco, que lo aprecio muchísimo. No es tampoco que te den el sí antes de salir a escena, pero una vez que estoy sobre el escenario, hay todo un apoyo de la platea, y ésa es una energía muy fuerte, muy positiva, que la percibo con gran intensidad. Porque no olvides que siempre el trabajo del actor es tan expuesto, ahí con toda la luz, mientras que el público está a oscuras... Todos los días estamos subidos al trapecio sin saber cómo va a ser esa función, porque la gente que viene siempre es distinta.
–¿Y no te da una sensación de poder, sobre todo cuando ese apoyo se acerca bastante a la entrega incondicional?
–Más que esa sensación me da una alegría muy reconfortante, me da ánimo para atreverme a hacer lo que estoy haciendo. Pero tampoco esa entrega es tan absoluta, porque si así fuese yo ya no sentiría el temor que siento ante cada debut. Y la verdad es que cuando estoy ensayando, nunca estoy segura de nada, nunca cuento con la aprobación previa antes de estrenar.
–“Bella es la certeza, pero más bella es la incertidumbre”, dice la poeta polaca Wislova Szymborska.
–La incertidumbre lo que tiene de bueno es que hace que una no se apoltrone, que no se instale en el sillón, porque una vez que te sentás, ya no podrás crear, algo se cristalizará quizás para siempre. Y a mí no me da para sentarme tranquilamente ni mucho menos.

¿El preferible reír que llorar?
–Tanto el año pasado con el unipersonal Norma ríe (Sobre el amor...) como ahora en El juego... aflora tu veta humorística.
–Vos sabés que últimamente he buscado material por el lado del humor, pero lamentablemente poco he conseguido. Sin embargo, he dirigido obras muy divertidas desde la primera, La venganza de Don Mendo, o más tarde Lo que vio el mayordomo, de Orton. Disfruto tanto con el humor que cuando armé ese unipersonal lo hice casi totalmente sobre esa base. De La señorita de Tacna, además de su romanticismo, me enamoró su fina ironía. Y la misma Escenas de la vida conyugal, que hicimos con Alfredo (Alcón), estaba llena de guiños. Cuando era muy joven, me dediqué bastante al teatro con humor: Don Gil de las calzas verdes, La discreta enamorada, El retablo de las maravillas, La locandiera... Y bueno, ahora apareció El juego..., algo más, bastante más que una comedia, pero con esos toques del género. Es cierto que tanto para el rendimiento del propio actor como para despertar la emoción del público, se suele estar más dispuesto a sufrir que a reír. Es más difícil, más arriesgado llevar cualquier tema por el lado del humor. Quizás porque en la vida la lágrima es lo que surge primero, el humor da un paso más allá. Es complejo manejar los tiempos en la comedia, encontrar la formulación justa: un poco menos, ya no es gracioso; un poco más, tampoco.
–Después de las amarguras y los altibajos laborales que sufriste en los ‘70 y en los ‘80, a tu regreso definitivo, luego de trabajar en el cine norteamericano, te instalaste en el teatro con Las pequeñas patriotas.
–Cuando se armó ese proyecto, decidí no irme más. Porque ya no podía con mi alma, lejos de mi familia, de mi gente, de mi tierra... Fue todo un invento con Adriana Aizenberg y Helena Tritek. Yo siempre digo que en algún momento la volveremos a hacer, porque cuanto más viejas seamos, más gracioso ha de resultar que nos hagamos las nenas.
–¿Ya empezaste a trabajar en la puesta de Hombre y superhombre?
–Sí, esperé completar el trabajo de los ensayos y debutar con Albee para meterme en el mundo de Bernard Shaw. Estoy estudiando mucho: los filósofos de la época, releyendo a Darwin, a Wells, a este escritor tan complejo y genial que es Bernard Shaw. Estoy armando una adaptación junto con la puesta para acercar la pieza a un público actual.
–Actualmente también se te puede ver en el cine, en La fuga, donde aparecés afeada, haciendo una vieja tosca, ruda.
–Sí, ¿viste? Ni mi mamá me reconoce, en serio. Es un bicho la tal Varela...
–Es que estás hecha una loca últimamente, dispuesta a cualquier desafío.
–¡Sí, sí, sí! (Risas) Por suerte, me proponen locuras, como José Campanella, que me trajo un personaje lindísimo, que acabo de hacer para su película El hijo de la novia. Es una mujer con mal de Alzheimer, dentro de una comedia. Fue un trabajo extraño, atípico: es una enfermedad nada fácil de componer, no debe confundirse con la locura, con el autismo. Un camino raro de caminar: la pérdida de la memoria permanente, el vivir en un presente continuo.
–Es para preguntarse cómo das abasto con laburos paralelos de tanta exigencia, tan disímiles. ¿Tenés alguna receta secreta oriental, algún complejo vitamínico superenergético para mantenerte en forma?
–Esa es mi pregunta también. Ya mientras ensayábamos Albee, suspendí por dos semanas para hacer lo de Campanella, no quería mezclar los dos roles. Ahora, mis días son de Shaw y mis noches de Albee.. Lo que ocurre es que me amparan, me protegen, me ayudan... Si no, sería imposible sostener este ritmo. Yo tengo un marido que me quiere bien, que está totalmente, generosamente de mi lado.
–Como si todo lo mencionado fuera poco, hay dos piezas teatrales tuyas en vía de ser estrenadas...
–Sí, La princesa se muere sobre un piano de cola, una metáfora sobre el poder con mucha crueldad, pero también con humor, la tiene Kive Staiff para el San Martín, y también le interesó a Jorge Lavelli, que se la llevó a París. De rigurosa etiqueta es definitivamente cómica y remite a esta clase social que se ha ido armando últimamente de gente que ha hecho muchísimo dinero de golpe, sin ninguna base moral, sin principio alguno.
–Muchas actrices se quejan de la dificultad de encontrar piezas o guiones con personajes femeninos realmente interesantes.
–Es que hay pocas posibilidades para las actrices. La esperanza se abre ahora que escriben más mujeres que, además de crear personajes femeninos, ofrecen otro punto de vista. Pero durante muchísimo tiempo la mayoría de los autores eran hombres y, salvo honrosísimas excepciones, tendían a crear roles masculinos. Te digo, por otra parte, que hay que tener un talento excepcional, siendo varón, para escribir buenos papeles femeninos. No cualquiera puede hacerlo. Es muy difícil ponerse en el lugar del otro, entender su alma. Eso lo tuvo, por ejemplo, Tennessee Williams. Las mujeres somos diferentes en nuestras conductas, en nuestra manera de ver la vida, el mundo, aunque hayamos tenido que formarnos con literatura, con filosofía casi totalmente proveniente de hombres. Y aunque valoremos su obra, nunca puede haber una identificación plena con el pensamiento masculino. Por eso, cuando empiezan a multiplicarse las escritoras, lasensayistas, las poetas que nos dan otro enfoque, otra sensibilidad, ahí sí sentía que expresan tu alma. Por supuesto, mucho antes de que las mujeres empezaran a escribir casi a la par de los hombres, hubo varias que saltaron por encima de su época: Virginia Woolf y Marguerite Duras aparecen con voces diferentes y con un talento enorme, indiscutible. Pero cuánta literatura hemos conocido, incluso valorada en algunos aspectos, en la que no sólo no podíamos reconocernos sino que además se nos menospreciaba. ¡Strindberg! Un señor creador sin duda, brillante, pero, ¡por Dios! A dónde nos tenía puestas a las mujeres... Qué horror. E incluso Bernard nos veía para la continuación de la especie y haciendo lo posible para cazar hombres, claro, un reflejo de la sociedad victoriana. Bien distinto el caso de Ibsen, una suerte de adalid feminista para su momento. Yo creo que un pensamiento vale tanto como el otro, y que el de la mujer todavía se está revelando.
–En algún punto, ¿es una carga que hay que sobrellevar esto de ser considerada la máxima, una eminencia en la cúspide, una prócer viviente?
–No, por Dios; el solo pensarme de ese modo me causa un espanto terrible, ganas de salir corriendo. Yo siento y aprecio el cariño y la estima de la gente, agradezco los buenos comentarios del periodismo, pero no me veo ni remotamente por ahí. No lo veo como una carga porque ni siquiera considero estar en esa situación. Si alguien imagina eso de mí, que salga pronto del error. Nada más lejos de mis intereses, de mis deseos. No. No. No. Yo misma, a creadores que adoro, que aprecio muchísimo, me gusta considerarlos humanos, cercanos. Jamás los he puesto en un pedestal, revestidos en bronce como las estatuas de las plazas, que están para que las caguen las palomas.