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SOCIEDAD

Los inviables

Cada vez más seguido las crónicas policiales dan cuenta de hechos delictivos protagonizados por menores de edad. Sobre ellos se hará caer el peso de la ley y para que la ley sea más pesada, se intenta bajar la edad de imputabilidad. Así se atacan las consecuencias de la pobreza, la marginalidad y la falta de expectativas, pero no sus causas. En el mundo globalizado hay países inviables y también generaciones inviables.

Por Soledad Vallejos

Los testigos dijeron que tenía 12 años, que parecía ser el jefe del grupo, que saltó el mostrador y se hizo con 20 mil dólares mientras los demás intimidaban a empleados, clientes y al oficial de seguridad empuñando armas; que se fueron tan rápido como llegaron, pero sin disparar ni una sola vez. Fue el lunes de la semana pasada, pero pudo también haber sido ayer, o estar pasando ahora; sólo cambian pequeños detalles, las ubicaciones geográficas, las modalidades, los nombres, los heridos. Lo invariable, lo que viene registrándose de manera sistemática en los rebotes de estos hechos, es el crecimiento geométrico de la asociación juventud-pobreza-delito. Ahora, el gobernador bonaerense Carlos Ruckauf intenta bajar la edad de imputabilidad penal de los 16 a los 14 años, y llevar esa reforma más allá del territorio de la provincia que gobierna, o sea al Congreso Nacional. Esa rebaja aparece como una de las herramientas indispensables, se dice desde el gobierno bonaerense, para “frenar la emergencia de seguridad”. Desde hace al menos cuatro años viene imponiéndose esta corriente que asocia juventud con delito, y que propone barrer con las consecuencias de la pobreza sin remediar sus causas. Entre el Carlos Corach del último año menemista que alertaba sobre las “bandas de jóvenes que se desplazan buscando cometer ilícitos” y el máximo jefe de la Policía Bonaerense, Amadeo D’Angelo, que afirma que “muchos jóvenes son sinónimo de delitos”, el panorama parece haberse ensombrecido. Y no levemente. Cuidado. Jóvenes delinquiendo.

En Mar del Plata, 1999 comenzó con la visita de un “especialista en seguridad” norteamericano, que tenía por objetivo intercambiar proyectos entre Pennsylvania y la localidad costera. El vaticinio de Alex Zunca, tal el nombre del señor experto, no dejaba lugar a dudas: “con el inicio del próximo ciclo lectivo, las escuelas de la provincia sufrirán la escalada en los índices de violencia a los que se arriba con la aparición de nuevas bandas de estudiantes del Polimodal que, por demostrar su poder, van a proceder al incendio de centros de educación, sumados los daños por el daño mismo y los robos”. Su solución a semejante profecía estuvo bien lejos de cualquier retórica de mano dura, alcanzaba, dijo, con incorporar “policías atléticos”, algo que “brinda un acercamiento con los chicos y logra alejarlos de la droga, porque simplemente están ocupados”. Moraleja: los estudiantes se aburren (sólo en época de clases), se drogan y deciden romper todo, de allí la violencia social. Unos meses antes, la noticia de que Chris Monaco, un adolescente alemán que había cometido cerca de 170 delitos –uno de los ítems de su prontuario, de acuerdo con lo publicado en un diario de Buenos Aires: “violación de propiedad y robo (lo detuvieron con varias latas de cerveza)"–, se encontraba en la Argentina cumpliendo un programa de rehabilitación puso los pelos de punta a más de uno y terminó con el “joven delincuente” de patitas en Ezeiza. Pero después el asunto empezó a tornarse más espeso. Al protagonizar una toma de rehenes televisada en Villa Adelina, los Bananita, una banda de chicos de entre 14 y 17 años, encarnaron los temores de "la gente”, sí, pero también visibilizaron una problemática: la de la creciente, real, criminalización de la juventud. Y esta tendencia tiene dos filos: el que atribuye, en el imaginario social, ciertos rasgos a un grupo social hasta naturalizarlos, volver una y la misma cosa idea y hecho; y el que hace que los estigmatizados incorporen el estigma como si siempre hubiera formado parte de su identidad. “En un precipitado ‘perfil del joven delincuente’”, dice la investigadora mexicana Rossana Reguillo Cruz en Violencias expandidas. Jóvenes y discurso social, “se hace aparecer como factor directamente productor de violencia o de ‘comportamientos delictivos’ la edad, y junto con ella, el nivel socioeconómico y la baja escolaridad”, y lo alarmante es que “al reducir la complejidad política y cultural del hecho, se agota en el acontecimiento mismo”. Al menos en Argentina, la afirmación resulta fácil de verificar: cada vez que un caso genera cierta conmoción (por asombrosamente violento, por la escasa edad de los victimarios), se escucha el mismo discurso de tolerancia cero y mano dura. Un tiempo atrás, fue el pedido de meter bala de Carlos Ruckauf. A fines del año pasado, las estadísticas de la Suprema Corte de Justicia, la policía bonaerense y las de un estudio interdisciplinario llevado adelante por las universidades nacionales de La Plata y Córdoba llegaron a la misma conclusión: los menores de 18 años participan del 38% de los delitos. “Hay que bajar la edad de imputabilidad a 14 años”, fue la rápida respuesta del Ministro de Justicia de Buenos Aires, Jorge Casanovas, “el mantenimiento o reducción de la edad de inimputabilidad es asunto de política criminal, ajena a cuestiones emocionales”. Actualmente, un menor puede ser imputado a partir de los 16 años, pero en ese caso sólo puede ser enviado a un instituto, no a una cárcel (aunque esos institutos, como repite la titular del Consejo Provincial del Menor Irma Lima, están bastante lejos de cumplir funciones de amparo). Reducir la edad de imputabilidad, además de violar la Convención de los Derechos del Niño (por cierto, convertida en ley nacional, la 23.849, y con rango constitucional desde 1994), significaría, también, ampliar la punibilidad, y afirmar que la sociedad sólo puede resolver las emergencias de sus conflictos con el castigo. De todas maneras, en la Argentina también se aplica la ley Agote, que data de 1919, criminaliza la pobreza y se rige por una perspectiva tutelar. Nuevamente el ministro Casanovas: “Este es un fenómeno que atañe y afecta a la sociedad en su conjunto, que no protege debidamente a los menores del consumismo generado en los últimos tiempos, que hace que deseen obtener con la mayor prontitud y sin importar su costo cosas materiales que una vez que las tienen no los satisfacen, y, si no las obtienen, se sienten frustrados y hasta a veces son rechazados o discriminados por sus semejantes”. Eso: ganas de consumir e inquietudes adolescentes.
En abril de este año, la Dirección General de Políticas para la Proyección del Delito del Ministerio de Seguridad bonaerense dibujó el perfil de los detenidos durante el 2000: joven, adicto y desocupado. Según el estudio (que se realizó sobre 358 presos en comisarías de la provincia), el 89% son jóvenes (la edad promedio es de 25 años), el 78% de las detenciones fueron por delitos contra la propiedad, el 71% comenzó a delinquir entre los 16 y los 24 años, y cerca del 70% consume alcohol y/o drogas. Otro dato: el 52% no confía en ninguna de las instituciones. Dicho sea de paso, en estos días, y para disminuir la inseguridad, el Congreso Nacional se apresta a analizar si otorga o no mayores poderes a la policía, como reclamaron el Jefe de la Policía Federal y el secretario de Seguridad.
De acuerdo con la última medición del Indec, el 36% de los desocupados del país tienen entre 15 y 24 años; 40 mil hogares tienen como jefe de familia a un menor de 19; el 44% de los menores de 17 tiene empleos transitorios y el 94% trabaja en negro. Como sea, en la mayoría de los casos quienes comienzan a trabajar alrededor de los 15 años abandonan los estudios secundarios, y pocos los retoman luego (según la Encuesta de Desarrollo Social de 1999, sólo la cuarta parte de los jóvenes entre 18 y 24 terminaron la escuela media). Es la lógica de la supervivencia. Pero todavía falta. Más de seis millones de menores de 18 viven bajo la línea de pobreza, lo que significa un incremento respecto del 2000 (el 53% actual contra el 49% del año pasado). En el número de noviembre del año pasado de Mayo. Revista de Estudios de juventud (editada por el Ministerio de Desarrollo Social y Medio Ambiente), la investigadora del Conicet Claudia Jacinto es poco optimista: “Si la exclusión social se vincula con la precarización del empleo y con la fragilización de los vínculos sociales, si remite a identidades sociales en crisis, los jóvenes pobres son más afectados por este conjunto de fenómenos críticos (...) Si aceptamos que la exclusión, más que un estado, es una construcción social, un proceso a la vez biográfico y estructural, los jóvenes, en especial los más vulnerables, parecen ser la punta de lanza de una crisis en la organización social de los ciclos de vida considerada desde el doble punto de vista de las instituciones y de los individuos. Si durante años, determinados ritos y pasajes por distintas instituciones (la escuela, el trabajo, la partida del hogar de origen) configuraban las trayectorias de la juventud a la adultez, hoy esos mecanismos están en cuestión o cambian sin ayudar a conformar circuitos alternativos de inclusión social”. Y es que esta exclusión no se limita a bienes materiales, sino que alcanza, especialmente, el universo de lo simbólico, como la información, los códigos.

Las instituciones tradicionales (escolarización, institutos de internación, la figura misma del Estado) no resultan operativas frente a fenómenos que se están demostrando estructurales, inherentes a las políticas neoliberales. En Resistencias Mundiales. De Seattle a Porto Alegre (editado por CLACSO), Atilio Borón marca que la hegemonía se produce a partir de la disyunción entre lo social y lo cultural: se marcan las diferencias, se convierte algún rasgo cultural en producto fácilmente mercantilizable, pero también se lo desprecia socialmente. Las diferencias, entonces, se controlan invisibilizando las condiciones de pobreza y exclusión. Sobre esto, se construye el “pánico moral” alrededor de alguno de los grupos expuestos y posteriormente elaborados como amenazas que legitimen el reclamo de represión y aumento de penas judiciales. Digámoslo así: en estos meses, Walter Olmos llena Luna Parks, vende miles de discos y come en el programa de Nicolás Repetto, pero en la provincia de Buenos Aires, para “evitar el delito”, hace un par de semanas un operativo cercó una villa, de manera tal que “estos jóvenes no lleguen a las zonas donde frecuentemente se cometen delitos”.
“Cuando uno analiza los datos contantes y sonantes del continente”, dice Reguillo Cruz en entrevista con Las/12, “pues te das cuenta de que cada vez hay una franja de mayor exclusión. La globalización, entendida en su efecto económico neoliberal, engancha lo que le sirve y desengancha lo que no le sirve. Y hoy, incluso en documentos oficiales, se habla de los ‘inviables’, lo cual es fuertísimo. Y los ‘inviables’ son tanto países como personas. Entonces, pensar en un jovencito de 18 años, de una villa, de un barrio, de una zona muy marginal, como ‘inviable’ es declarar el fracaso de la sociedad. En general, hay una posición de mucha desconfianza hacia el joven, pero el mayor peso de control, el mayor peso punitivo, el mayor peso descalificador está puesto sobre los jóvenes pobres. Es mucho más conveniente culpabilizar al joven y pensar que lo que sucede en la villa miseria, en el barrio popular en el caso mexicano, en el barrio en el caso venezolano, en la comuna en el caso colombiano, es culpa de estos jóvenes descocados, alocados. Y eso sucede a lo largo de toda América latina, y está vinculado al discurso neoliberal, a la globalización”.

El aumento de los índices de desempleo, de pobreza y de deserción escolar significan, también, otra faceta: la mayor polarización social. No sólo hay cada vez más pobres, sino que esos pobres (muchos de los cuales son clase media devenidos “nuevos pobres”) deben vivir en condiciones cada vez peores. Por su parte, Conociendo a los niños de Argentina (un estudio realizado por el Cartoon Network) revela que los niños de 7 y 11 años de clase media relativamente acomodada se imaginan en un futuro ideal “trabajando y con más dinero, con una casa propia y un auto”, o que la mitad de los encuestados van por lo menos una vez al mes a un shopping, y que “dan cada vez más importancia a la posesión de juguetes, ropa, tecnología, y todo lo que el dinero pueda comprar, y que represente una buena vida, comodidad, poder y control”.

“La mayoría de los hogares de estos jóvenes”, plantea el sociólogo Agustín Salvia en Mayo..., “no puede escapar de la pobreza y sólo puede sobrevivirla en el marco del asistencialismo público, de la informalidad social y económica, o a través de actividades extralegales (...) Sin trabajo, sin redes de contención, sin las habilidades educativas y sociales exigidas por el mercado, ni oportunidades para obtenerlas, estos jóvenes quedan fuera de la sociedad formal y se refugian en las estructuras ‘no visibles` de la pobreza y la marginalidad”. Las conclusiones de Salvia son poco alentadoras: nuestro país “no está en condiciones de rescatar a esta generación, se trata de una generación perdida (...) Su exclusión ha quedado predeterminada por las estructuras sociales; han llegado tarde y continuarán ‘al margen’ como una generación perdida, en tanto el Estado y la sociedad de los “incluidos” no han tomado todavía conciencia de este problema ni ha asumido el desafío de revertir la situación”. Siguiendo este camino, la exclusión se reproduce, y se reproducirá ad infinutm, a menos que medie un (improbable) replanteo estructural de las instituciones del Estado.
La figura del Estado en retirada, las instituciones atravesando una crisis terminal, una generación perdida. ¿La salida?. “Ante un mundo cada vez más anónimo, ante un mundo cada vez más excluyente, lo que la respuesta social juvenil (y no juvenil) hace es fundar pequeñas tribus, pequeñas formas organizativas que quedan absolutamente fragmentadas. Entonces, entre mayor fragmentación, mayor dificultad de enfrentar este proyecto. Esta es un poco la apuesta de los gobiernos locales, la individualización de la protesta. Porque es mucho más sencillo mantener el control de esa manera”, dice Reguillo Cruz.
Pero también están las otras formas de organización, las que agitaron Seattle, Québec, Porto Alegre y llevaron a la suspensión de un encuentro del Banco Mundial en Barcelona hace un mes. Está, digamos, el movimiento antiglobalización, llevado a cabo, claro, por jóvenes. Claro que la mayor parte de ellos son los que todavía no han sido excluidos, los que están a punto de y luchan. Pero, ¿y los otros?. “En buena medida, creo que los jóvenes en los sectores populares no se hacen cargo (y es muy difícil que se hagan cargo por la situación de pauperización en la que viven) de que su mayor fuerza está en su número. En cuanto hacen redadas policíacas en Guadalajara, por ejemplo, que es donde yo vivo, es interesantísimo ver el despliegue policíaco, es como si fueran a ir por los más perversos criminales de la historia. ¿Y qué es eso? Miedo al número. Es un ejército de chavos que viven en condiciones paupérrimas, pero claro, cuando tú estás atrapado en la contradicción cotidiana de la supervivencia, no te das cuenta de que el otro está igual que tú”.

Declarados inviables a los veintipico, o aún antes, frente a un panorama (económico, social) incierto. ¿Toda una generación "perdida"?