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SOCIEDAD

La miseria y
el orgullo

No hablan en las asambleas salvo cuando la bronca las desborda, no disputan el liderazgo de sus hombres, no dejan de insistirles a sus hijos que vuelvan al colegio. Las mujeres de General Mosconi son la red silenciosa que ataja la protesta y la hace más soportable: están a cargo de la rutina cotidiana del mate caliente, la comida lista siempre a la misma hora, la limpieza de las carpas. Pero no son mujeres sumisas. Tienen heridas, piensan claro y no retroceden.

Por Marta Dillon

Los pies descalzos, el pelo lacio y gris como humo, Cristina camina por la plaza como sonámbula. De una mano arrastra a su nieta, en la otra lleva el documento y lo enseña como un salvoconducto. Cristina pertenece a la comunidad Wichi, apenas habla el castellano, pero “aquí está enterrado el papá, aquí murió la mamá, en la tierra está la abuela”. Esa es su pertenencia, pero necesita exhibir el documento para que le crean, está segura de que ese código de letras y números es el idioma que entienden los blancos. Manuela Ríos es maestra, tiene una herida en el pie que quiere que todos la vean, es la marca de la represión. Manuela acampa junto a una pequeña bandera: “Docentes presentes”. Eso es todo, en toda la plaza no hay mención a un solo partido político, la única organización que ha firmado un pasacalle es la CGT de Salta, el resto ha puesto su oficio como un lazo y unas cuantas lonas para dormir juntos debajo de alguna identificación: juventud, estudiantes, ex empleados de YPF, comerciantes, albañiles, todos presentes. Blanora empezó a trabajar hace cinco años, antes sólo se había dedicado a sus chicos. Tiene 45 años y siete hijos, ahora anda por la plaza, juntando de carpa en carpa lo necesario para el guiso del mediodía. Mercedes Lezcano circula con su elegante campera de cuero entre las carpas; hasta que se retiró la Gendarmería de las calles del pueblo, ella transmitía para FM Sol, una radio local. Ahora está desocupada, los equipos de la radio fueron confiscados porque las autoridades provinciales consideraron que desde allí se alentaba a la violencia. Mercedes se acomoda junta a un fogón y charla mientras otras mujeres pican verdura, todas tienen largas historias para contar de enfrentamientos y resistencias, sin embargo en la plaza el lugar que encuentran para ellas está entre ollas y tortillas, algo que se organiza como cocina en plena intemperie.
Las mujeres aquí, como Cristina, como Manuela, como Blanora, tienen tareas específicas. Ellas no discuten las decisiones de los líderes, hablan en las asambleas sólo cuando las desborda la bronca o cuando tienen que decir sin mediaciones de educación formal lo que se piensa de un funcionario, en su propia cara. Pero tienen a cargo la parte vital de la resistencia: ellas reconstruyen la rutina diaria a cielo abierto, ofrecen la seguridad de una comida hecha siempre a la misma hora, siguen insistiendo para que sus chicos vuelvan a la escuela, mantienen la plaza limpia y el ojo atento sobre los hombres para ver lo que necesitan. No disputan el liderazgo como en los piquetes de La Matanza, no son traductoras de las necesidades de la gente. Ellas, aquí, son las más necesitadas. De los 900 planes Trabajar que se adjudicaron hace seis meses, 600 son para mujeres solas con hijos. Solteras la mayoría, viudas o separadas, todas con más de tres chicos a su único cargo, ellas hacen trabajos que aquí en Mosconi hubiera sido impensable que los realizara unamujer unos pocos años atrás. Y todavía ahora hay corrillos de hombres que insisten en que no se puede poner a una madre a machetear el monte. Pero sí se puede, es lo que sucede efectivamente. Por eso si se le pregunta a cualquier mujer sobre su situación, dicen que “acá es todo equitativo, nosotras hacemos de todo”. A ellos, en cambio, no se los verá cocinando ni juntando donaciones. Todos, hombres y mujeres, describen el sistema político en el que viven como un feudalismo, “que por ejemplo hay un marqués que te saca todo y si no le das, te recaga a palos, porque cree que todo es de él”, explica Blanora. Y entre ese todo también parecen estar muchas mujeres que empiezan a trabajar en casas de familia antes que a leer y escribir, o que son vejadas por la Gendarmería como parte de lo que las fuerzas de ocupación pueden tomar sin permiso.
En Mosconi hay un consultorio de obstetricia, pero no uno de planificación familiar. Nadie cita a las mujeres para control después de los múltiples partos. La tasa de mortalidad materna del Noroeste argentino cuadruplica la del país. Cuando se les pregunta por qué eligieron tener hijos tan jóvenes, dicen que “porque me gustaba la joda”; cuando se les pregunta por qué dejaron de estudiar, “porque pegué marido”. Respuestas tan frecuentes como que van a seguir aguantando porque acá “ya se ha visto cómo somos, doñita, acá no retrocedemos”.

Nora Torres:
“Vivimos pidiendo migajas a los de arriba”

Tiene 36 años, es soltera y tiene dos hijos de los que dice, orgullosa, que llevan su mismo apellido, “y no quieren otro, vaya a saber dónde estarán los sinvergüenzas esos”. Se refiere a los padres de sus hijos, a los que hace años que no ve. Víctor y Daniela la siguen como pollos a la bataraza, pegados a su falda, aunque “estén crecidos ellos son así,pegotes”. Nora trabaja en un plan nacional de emergencia laboral, cobra 120 pesos por mes, con eso y con la pensión de su madre se arreglan cuatro. “Yo sé que muchas veces los chicos vienen y se crían como gusanitos, comiendo lo que pueden. Pero acá no se puede hacer otra cosa, nadie te da una mano. Está extendido eso de la sonda, pero tiene peligro de muerte y entonces hay que seguir adelante”. Acaba de cruzar el pueblo desde el comedor en el que atiende a niños de 2 a 6, después volverá a ayudar a los mayores a hacer la tarea en el mismo comedor. Ella es maestra de actividades prácticas, pero hace tanto que no ejerce que no recuerda cuánto. Ese es su sueño, volver a una escuela y no seguir “pidiendo migajas a los de arriba, cuando éste es un pueblo rico”. Dice que a Daniela, la mayor, le habla sin vueltas: “Tiene que saber que los tipos lo primero que quieren es ir a la cama y no se tiene que dejar”. De preservativos, por ejemplo, ni hablan: “¿Para qué? Si no se los van a poner... Mejor que no se entregue”. Los sábados completa sus ingresos trabajando en la puerta del único boliche de Mosconi, cobra diez pesos por toda la noche en vela, pero eso es parte de su diversión, “también me gusta volver caminando con mis compañeras cuando terminamos en el comedor. Hace bien a las piernas y siempre nos venimos riendo”.

 

Alejandra Esquivel:
“Esperanza no tengo”

Vive en la Misión El Cruce, junto a sus “hermanos Churupíes, cada raza tiene su pueblo, su misión, mi papá es chorote, pero se han separado hace mucho”. Ella habla la lengua de los dos, y el castellano, que aprendió en la escuela. La dejó en sexto cuando “agarré marido, porque yo era así, me gustaba la joda”. Parió por primera vez a los doce, y a los 24 tiene tres hijos. “Porque aprendí a comprarme la pastilla que te dan para no tener, apenas cobro el plan me la compro porque no te la dan en ningún lado ni que la pidas; ahora me he separado, por el corte me he separado.” Su marido no quería que ella bajara a la ruta, pero lo hizo igual. Ella también trabaja en la construcción y dice que podría hacer cualquier otro trabajo, que también estaría bien. Se ocupa junto con su amiga Pascuala de la olla popular que alimenta a su misión, tiene un golpe en la pierna desde el Día del Padre que la hace renguear, dice que le pegó la Gendarmería, que no la deja volver a su casa sin “revisarme entera”, eso le da mucho miedo, confiesa, se acuerda perfecto de cuando los gendarmes violaron a una compañera de su misión en los cortes del año pasado. “¿Y qué le hicieron a esos tipos? Nada, seguro que son los mismos que ahora nos toquetean.” Ella es traductora de la lengua Churupí y así ayuda a las abuelas, “para que puedan hablar el castellano, porque los chicos jóvenes ya no tienen el idioma. Esperanza no tengo, pero sigo pechando por los chicos”, dice y acomoda el fuego con las manos. De la olla sube el aroma que convoca una larga fila de chicos con cacharros. Y con hambre.

 

Rosa torres:
“Aprendí de todo en poder de mi patrona”

Enseña su machete y su rastrillo con orgullo, está en el plan de mejoramiento ambiental y urbano, un nombre pomposo para decir que desmonta los costados de una vía por donde ya no pasa el tren, pero caminan grandes y chicos para acortar camino por el pueblo. Dirige una cuadrilla de 20 mujeres que “macheteamos desde hace un año”. Tiene las encías limpias como un bebé y diez hijos que empezó a parir a los 14. Hace cuatro que dejó de trabajar “en casa de familia, porque me pagaban de 2 o 3 pesos y así nunca podía juntar, apenas tenía para el guiso; por eso me decidí a salir con los muchachos a la ruta”. Fue en 1997 y desde entonces cada vez que hay que poner el cuerpo, lo pone. Nació en Ledesma, Jujuy, trabajó de niñera desde los 9, “crecí apoyándome en mi patrona, mi mamá me dejó a los 12 porque se fue con otro hombre y ya no pude volver con mi papá. Gracias a mi patrona conocí la escuela y aprendí la limpieza, el lavado, el planchado, de todo aprendí en poder de esa señora. Cuando conocí marido, me fui al Chaco y ahí empezaron los changuitos, hasta que me cansé y mi marido se fue enseguida”. Ella es la instructora de su cuadrilla, ya había trabajado en desmonte en Chaco y tiene los brazos fuertes como quebrachos. Su sueño es tener herramientas nuevas para poder seguir en el plan, no hay nada más allá, tal vez que sus “changuitas no se vayan tan pronto, no tengan tantos hijos, pero lo que pasa es que los varones se aprovechan de la juventud”. No le gusta hablar demasiado de su vida, “eso ya es para la historia”, pero quiere aclarar que está orgullosa de ser piquetera, que ahora, si se renueva el plan, no va a poder “agarrarlo porque hay otras chicas con hijas y hay que dar reemplazo. Por eso sigo en la lucha y no somos delincuentes, nos defendemos como podemos con honderas, piedras y palos. ¿Qué nos van a decir? ¿Que nos dejemos matar? No señor, no tan fácil”.

 

Victorina Aragón:

“De mi historia ya
no me quiero acordar”

Se presenta como la gran mayoría del pueblo de Mosconi, diciendo primero su apellido, como si estuvieran acostumbrados a identificarse según cierto orden administrativo que posterga su nombre. Aragón, Victorina tiene 26 años y seis hijos. La más chiquita, menos de tres meses, en los brazos, “con ésta estaba en la ruta cuando ha empezado la represión, ¿ve?”. Se niega a dejar a la bebé, no porque no pueda separarse de ella sino porque no quiere cargar a la “mayorcita” con tareas que no le corresponden, quiere que la nena de once estudie, que pase la secundaria, que tenga un título. Ella dejó la escuela en sexto grado, nació en el Chaco y no pudo volver a las aulas desde que sus padres le exigían que fuera con ellos al campo a trabajar en la zafra. Desde los diez hace limpieza y desde antes cuidaba a sus hermanos, once en total. De cómo tuvo su primer bebé, con quién, no quiere hablar, “él estaba en los campos, es muy duro contar la historia, muy difícil; ya no me quiero acordar”. Pero con ese hombre tuvo tres chicos más, hasta que se mudó a Mosconi y conoció a Piquete Ruiz, uno de los líderes de este último corte de ruta con quien se esconde en una carpa en el medio de la plaza para curarle las heridas de bala que recibió el domingo pasado. Victorina tiene uno de los planes de trabajo, empezó en una ladrillera, “cociendo el adobe, quemando el tabique hasta que el ladrillo está listo”. Después pasó a la construcción, “en mi cuadrilla había un albañil que nos enseñó cómo hacer la mezcla, cómo rellenar el encofrado; después hicimos todo solas, somos diez mujeres revocando escuelas. Yo siempre hice todo sola y no me asusta. Al principio sí, me parecía raro que una mujer estuviera de albañil, pero todos nos acostumbramos y algo hay que comer”.

 

Vicenta Verón:
“Nunca sé si voy a volver a casa”

Es una mujer pequeñita, de manos curtidas. Llega a la plaza después de haber cumplido con sus tareas en la granja. El marido tuvo trabajo en una empresa hasta hace cinco años, después empezaron a arreglarse con la huerta, con lo que podían hacer de changas los hijos mayores. Tiene siete, y cuatro nietos que también viven con ella. Su mayor orgullo es “el chango que está estudiando en la Universidad de Salta”. Está al frente de un grupo de diez personas que armaron una huerta comunitaria en sus tierras para abastecer a los comedores comunitarios. “Ahora hemos comprado cerdos, nos adjudicaron un dinero que invertimos en dos chanchitas y un padrillito, pero nos falta para alimentos. No es digno tener el plan, pero tampoco siento vergüenza; yo no hago oídos sordos, cuando los compañeros van a la ruta, ahí estoy, después de darles de comer a mis animales. A mi grupo le gustaría independizarse, pero, ¿con dos chanchitas? Por lo menos necesitamos cien para poder producir. Ya puse la tierra y las herramientas, ahora necesitamos ayuda.” Le teme a las fotos casi tanto como a los uniformes verde oliva: “¿No me van a pillar si me ven?”. La garantía para ella es un número de documento, así como a ella la identifican cada vez que cruza la ruta hacia la granja, así ella pide identificación. “Es que una sale de la casa y no sabe si va a volver. Mire lo que le pasó a mi primo, Aníbal: lo mataron los milicos y ahora resulta que nadie sabe nada. Si lo vimos todos, doñita.”

 

Rebecca Cruz:
“Hasta que pueda mantener a mi marido”

Hasta ese momento va a seguir estudiando, todavía no sabe qué, pero está decidida. Tiene 17 años y cursa el quinto en la secundaria técnica de General Mosconi, se va a recibir de técnica electromecánica y ése es su mayor orgullo. “Siempre me gustó joder con los cables, ahora le ayudo a mi mamá con la electricidad, le arreglé un lavarropas más viejo que mi abuela, pero funciona.” Dice que los varones cada vez tienen menos trabajo y por eso a ella no le importaría tener que mantener a un marido que todavía no conoce, lo que no negocia es no seguir viviendo en su pago, “es muy difícil alejarte de donde naciste”. De sus siete hermanos, es justo la del medio y es también la que organizó con un grupo de compañeras la sentada de escuelas secundarias en apoyo a los piqueteros que los dejó en el centro de la represión: un compañero de escuela, Sebastián Barrios, es una de las víctimas fatales de ese día. “Algo teníamos que hacer, nuestros padres estaban en la ruta, y sí, nos agarraron los gases.” Ahora acampan bajo dos banderas, una con una frase de Charly García: “Nos siguen pegando abajo”. La otra es escueta: “Juventud presente”. Dice que tiene un amigovio, que mejor estar sola que mal acompañada y que lo único que escuchó de sexo en boca de un adulto fue “un flash en primer año, en Biología, la información la tenemos porque hablamos entre nosotras, leemos revistas o vemos la tele”. Por las mañanas, en la plaza, Rebecca forma parte de la cuadrilla de limpieza. A la tarde, desde el lunes pasado, va a clases. A la noche se acomoda en su bolsa de dormir y aguanta.