IDOLOS El amor de una fan suele durar lo que dure su adolescencia o cambiar por un sentimiento más sosegado. Pero las admiradoras de Sandro no paran. Ni la lluvia ni el frío impide que hagan guardia a la puerta del teatro donde actúa, a lo mejor con el único premio de verlo sonreír bajo un vidrio polarizado. Muchas han envejecido al mismo tiempo que él y ya sueñan sólo con alcanzarle una sopita en lugar de aullar a destiempo con un corcoveo de su pelvis. Qué fidelidad. Por Marta Dillon La fiebre del
sábado a la noche, en la avenida Corrientes, se volcó
a la calle. Acaba de terminar el recital de Sandro y un par de palabras
circulando de boca en boca desataron la estampida. Un enjambre de tapados
de piel y tacos agujas que golpean sobre el asfalto deben llevar el
eco de un rumor de cascos hasta los túneles del subte. El ídolo
podría salir de ese estacionamiento y ésta podría
ser la oportunidad para verlo un instante más, un poco más
cerca. Y por eso las mujeres se desgañitan, corren, se instalan
frente a los autos que hacen sonar sus bocinas como en un lunes de furia,
hasta que finalmente se ordenan, como corresponde, mujeres grandes al
fin y al cabo, en dos filas con un corredor en medio por el que pasará
¿la limusina? ,¿la 4x4?, ¿un Mercedes Benz? Las
novatas en el oficio de fans se lo preguntan entre ellas, alguna hasta
fantasea con un Valiant negro y descapotable. Las de siempre conocen
la respuesta y no la dicen, ya tienen el lugar asignado para atrapar
el destello de una sonrisa tras el vidrio polarizado de un auto con
menos glamour que el imaginado. Si la noche es dulce, un breve sonido
electrónico, excitante como un gemido detrás de la oreja,
deslizará el vidrio hasta mostrarlo, para que ellas se acerquen,
lo besen fugazmente, le juren amor eterno. Ese es el premio mayor, breve
como un relámpago, como un orgasmo, y como tal hay que conseguirlo.
Las de siempre lo saben. Si corren al principio es sólo por marcar
su lugar, por las dudas, por si a él le pasó algo extraordinario
que lo haga salir del teatro antes de las cinco de la mañana,
el horario habitual, cuando sólo quedan las fieles, las que él
reconoce por su nombre. Durante el show, en la primera fila, ocho mujeres se dejan bañar por la luz roja de la puesta como si se empaparan en agua bendita. Las manos aferradas como en una plegaria, la expresión reconcentrada de quien está recibiendo una revelación y una tensión entre las piernas que las obliga a cerrarlas un poco más cada vez que El baja su mirada y con el brazo extendido las señala, como al resto de la sala. Ningún gesto suyo podría interpretarse como privado si creyéramos que existe un observador objetivo. Pero para estas ocho mujeres que no faltan a ninguna de sus presentaciones todo tiene visos de un código íntimo que convierte en un agujero negro al resto de la sala. Ellas, dicen, son las guardabosques porque nosotras lo cuidamos. A la distancia, eso sí, contando con los dedos de una mano los encuentros cara a cara, las palabras que conservan como conjuros mágicos. Siempre nos quedamos hasta que sale y entendemos que, si no baja el vidrio, es porque a veces está muy cansado. Yo soy muy respetuosa, cuando abre la ventanilla lo saludo y enseguida me corro para dejarle lugar a otra. ¿Sabés cómo termina mi saludo? Cuidate, le digo. Porque si él está bien nosotras también. ¿Cuándo fue el día que dijimos hoy está contento? El sábado pasado, bajó el vidrio, lo vimos contento y nos quedamos felices. Susana Vitali le pide a su amiga Estela que le refresque la memoria. Tiene 59, es viuda y forma parte de esa cofradía de 8 amigas que reconocen en Sandro el lazo de unión de nuestra amistad. Seis son de capital, una de Azul y otra de Mar del Plata. En época de shows están más unidas que nunca, se paran como centinelas a las puertas del teatro y ni la lluvia, ni el frío, ni el hastío las harán moverse del lugar que han sabido conseguir a lo largo de tantos años de fidelidad. Después, si encuentran un lugar abierto, se irán a comer. Y si no llegarán a sus casas a hablar por teléfono entre ellas, a comentar lo que ya comentaron, para no quedarse con ese gusto a Sandro en la boca que no las deja dormir, que las hace transpirar. Mi hija me reta dice Susana-, no puede entender que hable por teléfono como una adolescente, pero yo lo necesito, a veces quedamos muy excitadas del show. Y tenemos que aprovechar porque se da cada dos o tres años. Susana hace sólo diez que admira a Sandro: Yo no puedo decirte que lo amo, lo quiero como persona porque es tierno, dulce, amable, alegre, siento que es mi amigo aunque ése es un sueño imposible. De joven no lo veía tanto, empecé a seguirlo en el 91 porque me llevó una amiga y fue verlo entrar en el escenario y quererlo. Ahora en su vida hay un cerrado círculo de amigas, un tema de conversación que nunca se agota y un rumbo, ella sabe lo que quiere: sentarse en una mesa de café y charlar con El. No sé si alguna vez lo conseguiré, pero ya conseguí otras cosas que eran imposibles. La última vez que me saludó me dijo: Susie, seguís fumando ¿hasta cuando?. El ídolo, que tuvo que dejar el cigarrillo hace cuatro años, reconoce el olor del tabaco en ese beso fugaz que ella le roba en las madrugadas. Yo siempre dije orgullosa que me gustaba Sandro, no se quién puede pensar que es grasa. Eso me dijeron algunas amigas, que en una época era grasa que te gustara. Pero nunca me di cuenta. Lo conocí a los cinco años porque me consiguieron una foto autografiada y la verdad es que era lindo. Para mí era como ese ser inalcanzable que una piensa que jamás va a poder tocar. De chiquita que cantaba el Rosa Rosa, lo hacía igual que él. Fui a verlo a la cancha de San Lorenzo y ahí ya no me separé nunca de él. Ahora lo valoro como persona, ya no es lo mismo. Estela hace tintinear la decena de dijes y medallas de oro que le cuelgan de las muñecas y del cuello. Los ojos se le abren como platos bajo las cejas depiladas y el jopo platinado que ha cambiado poco a través del tiempo. Mucho menos que el resto de su persona según los documentos que ella misma ofrece: un álbum con 39 fotos abrazada a su ídolo, un record que menciona como a condecoraciones por sus desmedidos esfuerzos. En la primera, del año 87, los dos están en remera, delgados y sonrientes. La hilera de dientes seguirá brillando en el resto de las fotos; la pose, el abrazo apretado son los mismos, pero los cuerpos han cambiado. Estela hoy tiene 39 y una hija de 17 que está celosa de Sandro porque en época de shows su madre no la lleva a ningún lado y la adolescente ya no quiere ver al ídolo de multitudes como cuando era una niña y se colaba en las fotos de su mamá. ¿Cómo podría reconocer Estela apelativos tan pasados de moda como grasa cuando ella misma se sentía incluida en esos códigos? Vecina de Parque Patricios desde siempre, alumna aplicada de los géneros románticos, nunca gozó de otra música tanto como de la Sandro. Aunque eso no le impidió casarse con un rocker amante del heavy metal que obviamente no comparte sus gustos y asiste con paciencia a los desvelos de su mujer. Sandro está desde antes que él y sabe que no puede decir nada. Lo único malo es la cuenta del teléfono, pero yo trabajo y lo pago. Aunque después me cueste decirle a mi hija que no hable tanto con las amigas. Estela tiene miedo de esta entrevista; su mayor preocupación es ofender al ídolo, dice que sabe cuándo tiene que acercarse a él y cuándo no, que puede darse cuenta si un show lo deja contento o agotado y que si ahora está hablando es porque Nora Lafont, la encargada de prensa de Sandro, le dijo que podía hacerlo. Y si Nora lo dice es porque Roberto lo aprueba. Alguna vez soñó con una noche de amor con el cantante, alguna vez, cuando miraba sus películas de las que puede recitar sus parlamentos de memoria, se permitió una imagen en la que corría de su mano por una llanura verde. Pero eso ya pasó. Ahora comparte con Susana una fantasía de complicidad que la deje custodiar la fragilidad de la salud de su ídolo, que la deje poner el oído para sus dolores y sus penas. Quisiera hablar con él, aunque en los pocos encuentros que tuvieron apenas pudo pronunciar una palabra. El se debe reír, porque después de tantas cartas en las que se lo pido, cuando me ve me quedo muda. Pero él te saca tema, siempre se acuerda de algo que le escribiste. Y ella lo hace con regularidad y con especial atención a las fechas claves: el Día del Amigo, el día que dejó de fumar, su cumpleaños, Navidad, Año Nuevo, etc, etc. Una vez le pidió por favor que la reciba en el camarín. Y unas semanas más tarde el sueño fue realidad. Nora Lafont les avisó que el galán las recibiría después del show. Cuando un sueño se cumple, quiere decir que se puede inventar otros, no te digo que no los tuve, pero a él nunca le pude decir que no. Aunque él, específicamente, nunca le haya pedido nada. El hombre de la rosa así se llama el show y todo indica que es él a quien se alude en la especie de obra de teatro que entre canción y canción lo ayuda a recuperar energía se acoda en un piano de cola y chupa oxígeno del tubo que se acomodó junto al micrófono. El jopo que alguna vez emuló a Elvis Presley tiene un movimiento perpetuo gracias a ese soplo que le da una imagen de producción de fotos de moda. Les habla a sus mujeres, les cuenta lo mal que lo pasó cuando estuvo deprimido y durante un año y cuatro meses no pudo salir de su bunker en Banfield. Habla de su recuperación, les da el protagonismo que se merecen, sin ellas él nunca se hubiera levantado de la cama. El tono es cada vez más íntimo; el hombre les propone una fantasía, imaginarlo en un cuarto de hospital con una máscara de oxígeno y sólo las sábanas para cubrirlo. Una mujer le dice que es capaz de despertarle el músculo dormido. Callate, loca, que si no no vas a encontrar la habitación, dice él antes de guiar la fantasía de 3500 mujeres que se sienten enfermeras esta noche y soplan todas juntas como si lo hicieran para hundirse en su boca. Así a Sandrito se le levanta la sangre, y la mano indica desde la entrepierna hacía dónde se dirigiría el fluido. En las primeras filas algunas lloran de emoción. Otras no pueden callar sus ofertas de sexo explícito. La canción que sigue empieza lenta, dice quiero correr por tu cuerpo como agua caliente, dice amada mía, y en las butacas los cuerpos empiezan a moverse como en una danza privada que cumple el rito del ascenso y la caída. Cuando llega el estribillo, muchas parecen estar en éxtasis, aun las que aferran la mano de sus maridos pocos pero pacientes como al control remoto de un video porno. El se pone a temblar siguiendo su clásico estilo. Ellas también tiemblan; a su ritmo privado. Algunos grititos se escapan, no hay una desesperada histeria como frente a los stripers, más bien un secreto convencimiento de que algo de lo que propone es posible, aunque más no sea entregarse después a sus maridos como él mismo sugiere. Los hombres deberían estar felices, se las dejo calentitas como churros a la mañana, dice en un guiño cómplice al 1 por ciento de la sala. En los pasillos la seguridad detiene a la más zafadas que pretenden llegar al escenario a tirar sus bombachas, sus cartas, sus peluches. Acá he visto cosas que nunca me imaginé dice uno de ellos, vi a una mujer masturbarse con el respaldo de una silla y pedirle que demore la canción porque estaba a punto de acabar. Sus compañeros asienten en silencio, no tienen más que decir. No es
mi caso, yo no quiero estar con mi marido después de verlo a
él. La nuestra es una salida de mujeres, lo que queremos es estar
con él. Norma tiene 47 y una fidelidad que arrastra desde
los 15. Conoció a Sandro y a su marido en la misma época,
es más, fue él quien la llevó a ver un recital
de Sandro y los de Fuego, cuando el hombre de la rosa era casi un adolescente
que en la prehistoria del rock nacional rompía guitarras en el
escenario. Desde entonces tiene una amiga del barrio, de Villa Bosch,
con la que se junta los sábados a escuchar las canciones de Sandro
y a fantasear en voz alta. Mis amores son prolongados, nunca me
fui del barrio; mi marido es mi primer amor y la música que más
me gusta es la de siempre. Antes soñaba con ir a bailar
con Sandro, ahora sueña con tomar un café, aunque sólo
tocarle la mano sería un logro. Piensa que si sucede
se haría encima, por eso se contenta con mirar arrobada cómo
otra mujer que podría ser ella es la elegida para bailar con
el ídolo. No entiende cómo esa mujer no lo abraza, no
lo besa, no aprovecha. Sí, el hombre de sus sueños está
cambiado, pero yo tampoco soy la misma; el tiempo pasó
para los dos y está bueno que no sea tan lindo. Aunque cuando
lanza esas miradas, cuando hace esos gestos, cuando se pone la bata
y se mueve así, qué sé yo, te hace una cosquilla,
es como una provocación. Pero lo tomo como cuando en una reunión
se cuenta un chiste verde y te sonrojás un cachito. Los valores tradicionales, el amor por la bandera, la televisión basura los reality shows, los políticos corruptos, el águila de Aerolíneas Argentinas que nos bajaron de un hondazo, el hipermercado que hizo cerrar el almacén de barrio, la gente mala y no las malas palabras, todas esas alusiones son tan ovacionadas como esos gestos masturbatorios que desatan los alaridos de una platea en éxtasis colectivo. Sandro aparece además de como un cantante de voz poderosa lo único que parece no haber cambiado para él como ese hombre del que podrían haberse enamorado antes y que ahora elegirían cuidar como madres amorosas, el mismo que puede hacerlas sonrojar con un chiste verde, el que defiende la hombría de bien. Sandro es un espejo que devela y no deforma. Ellas le hacen creer que es el hombre más atractivo del mundo aunque a esta altura sólo puedan pensar en hacerle la sopita. Y él mantiene inalterable esa magia y esas historias que les permiten creer a ellas que, aun cuando pase el tiempo, el deseo está intacto y la puerta está abierta para ir a jugar. |