Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

IDOLOS

El amor de una fan suele durar lo que dure su adolescencia o cambiar por un sentimiento más sosegado. Pero las admiradoras de Sandro no paran. Ni la lluvia ni el frío impide que hagan guardia a la puerta del teatro donde actúa, a lo mejor con el único premio de verlo sonreír bajo un vidrio polarizado. Muchas han envejecido al mismo tiempo que él y ya sueñan sólo con alcanzarle una sopita en lugar de aullar a destiempo con un corcoveo de su pelvis. Qué fidelidad.

Por Marta Dillon

La fiebre del sábado a la noche, en la avenida Corrientes, se volcó a la calle. Acaba de terminar el recital de Sandro y un par de palabras circulando de boca en boca desataron la estampida. Un enjambre de tapados de piel y tacos agujas que golpean sobre el asfalto deben llevar el eco de un rumor de cascos hasta los túneles del subte. El ídolo podría salir de ese estacionamiento y ésta podría ser la oportunidad para verlo un instante más, un poco más cerca. Y por eso las mujeres se desgañitan, corren, se instalan frente a los autos que hacen sonar sus bocinas como en un lunes de furia, hasta que finalmente se ordenan, como corresponde, mujeres grandes al fin y al cabo, en dos filas con un corredor en medio por el que pasará ¿la limusina? ,¿la 4x4?, ¿un Mercedes Benz? Las novatas en el oficio de fans se lo preguntan entre ellas, alguna hasta fantasea con un Valiant negro y descapotable. Las de siempre conocen la respuesta y no la dicen, ya tienen el lugar asignado para atrapar el destello de una sonrisa tras el vidrio polarizado de un auto con menos glamour que el imaginado. Si la noche es dulce, un breve sonido electrónico, excitante como un gemido detrás de la oreja, deslizará el vidrio hasta mostrarlo, para que ellas se acerquen, lo besen fugazmente, le juren amor eterno. Ese es el premio mayor, breve como un relámpago, como un orgasmo, y como tal hay que conseguirlo. Las de siempre lo saben. Si corren al principio es sólo por marcar su lugar, por las dudas, por si a él le pasó algo extraordinario que lo haga salir del teatro antes de las cinco de la mañana, el horario habitual, cuando sólo quedan las fieles, las que él reconoce por su nombre.
El es Sandro, o Roberto, para las que aprendieron a quererlo “así, sabiendo que Sandro es Sandro porque detrás está Roberto”, un trabalenguas de obviedades que intenta develar a la “persona detrás del ídolo”, aunque detrás del sobrenombre sólo haya habido una restricción del Registro Civil que obligó a los padres a buscar un nombre cristiano que no delate sus raíces gitanas en un país que intentaba domesticar el crisol de razas. Ellas son sus fans, sus admiradoras, un ejército de flores como él las llamó alguna vez, sus mujeres, como dice en el escenario, apropiándose de los gritos, las lágrimas, las emociones que convoca su presencia.

Durante el show, en la primera fila, ocho mujeres se dejan bañar por la luz roja de la puesta como si se empaparan en agua bendita. Las manos aferradas como en una plegaria, la expresión reconcentrada de quien está recibiendo una revelación y una tensión entre las piernas que las obliga a cerrarlas un poco más cada vez que El baja su mirada y con el brazo extendido las señala, como al resto de la sala. Ningún gesto suyo podría interpretarse como privado si creyéramos que existe un observador objetivo. Pero para estas ocho mujeres que no faltan a ninguna de sus presentaciones todo tiene visos de un código íntimo que convierte en un agujero negro al resto de la sala. Ellas, dicen, son las guardabosques “porque nosotras lo cuidamos”. A la distancia, eso sí, contando con los dedos de una mano los encuentros cara a cara, las palabras que conservan como conjuros mágicos. “Siempre nos quedamos hasta que sale y entendemos que, si no baja el vidrio, es porque a veces está muy cansado. Yo soy muy respetuosa, cuando abre la ventanilla lo saludo y enseguida me corro para dejarle lugar a otra. ¿Sabés cómo termina mi saludo? Cuidate, le digo. Porque si él está bien nosotras también. ¿Cuándo fue el día que dijimos hoy está contento? El sábado pasado, bajó el vidrio, lo vimos contento y nos quedamos felices”. Susana Vitali le pide a su amiga Estela que le refresque la memoria. Tiene 59, es viuda y forma parte de esa cofradía de 8 amigas que reconocen en Sandro “el lazo de unión de nuestra amistad”. Seis son de capital, una de Azul y otra de Mar del Plata. En época de shows están más unidas que nunca, se paran como centinelas a las puertas del teatro y ni la lluvia, ni el frío, ni el hastío las harán moverse del lugar que han sabido conseguir a lo largo de tantos años de fidelidad. Después, si encuentran un lugar abierto, se irán a comer. Y si no llegarán a sus casas a hablar por teléfono entre ellas, a comentar lo que ya comentaron, para no quedarse con ese gusto a Sandro en la boca que no las deja dormir, que las hace transpirar. “Mi hija me reta –dice Susana-, no puede entender que hable por teléfono como una adolescente, pero yo lo necesito, a veces quedamos muy excitadas del show. Y tenemos que aprovechar porque se da cada dos o tres años”. Susana hace sólo diez que admira a Sandro: “Yo no puedo decirte que lo amo, lo quiero como persona porque es tierno, dulce, amable, alegre, siento que es mi amigo aunque ése es un sueño imposible. De joven no lo veía tanto, empecé a seguirlo en el ‘91 porque me llevó una amiga y fue verlo entrar en el escenario y quererlo”. Ahora en su vida hay un cerrado círculo de amigas, un tema de conversación que nunca se agota y un rumbo, ella sabe lo que quiere: sentarse en una mesa de café y charlar con El. “No sé si alguna vez lo conseguiré, pero ya conseguí otras cosas que eran imposibles. La última vez que me saludó me dijo: ‘Susie, seguís fumando ¿hasta cuando?’”. El ídolo, que tuvo que dejar el cigarrillo hace cuatro años, reconoce el olor del tabaco en ese beso fugaz que ella le roba en las madrugadas.

“Yo siempre dije orgullosa que me gustaba Sandro, no se quién puede pensar que es grasa. Eso me dijeron algunas amigas, que en una época era grasa que te gustara. Pero nunca me di cuenta. Lo conocí a los cinco años porque me consiguieron una foto autografiada y la verdad es que era lindo. Para mí era como ese ser inalcanzable que una piensa que jamás va a poder tocar. De chiquita que cantaba el “Rosa Rosa”, lo hacía igual que él. Fui a verlo a la cancha de San Lorenzo y ahí ya no me separé nunca de él. Ahora lo valoro como persona, ya no es lo mismo”. Estela hace tintinear la decena de dijes y medallas de oro que le cuelgan de las muñecas y del cuello. Los ojos se le abren como platos bajo las cejas depiladas y el jopo platinado que ha cambiado poco a través del tiempo. Mucho menos que el resto de su persona según los documentos que ella misma ofrece: un álbum con 39 fotos abrazada a su ídolo, un record que menciona como a condecoraciones por sus desmedidos esfuerzos. En la primera, del año ‘87, los dos están en remera, delgados y sonrientes. La hilera de dientes seguirá brillando en el resto de las fotos; la pose, el abrazo apretado son los mismos, pero los cuerpos han cambiado. Estela hoy tiene 39 y una hija de 17 que está celosa de Sandro porque en época de shows su madre no la lleva a ningún lado y la adolescente ya no quiere ver al ídolo de multitudes como cuando era una niña y se colaba en las fotos de su mamá. ¿Cómo podría reconocer Estela apelativos tan pasados de moda como grasa cuando ella misma se sentía incluida en esos códigos? Vecina de Parque Patricios desde siempre, alumna aplicada de los géneros románticos, nunca gozó de otra música tanto como de la Sandro. Aunque eso no le impidió casarse con un rocker amante del heavy metal que obviamente no comparte sus gustos y asiste con paciencia a los desvelos de su mujer. “Sandro está desde antes que él y sabe que no puede decir nada. Lo único malo es la cuenta del teléfono, pero yo trabajo y lo pago. Aunque después me cueste decirle a mi hija que no hable tanto con las amigas”. Estela tiene miedo de esta entrevista; su mayor preocupación es ofender al ídolo, dice que sabe cuándo tiene que acercarse a él y cuándo no, que puede darse cuenta si un show lo deja contento o agotado y que si ahora está hablando es porque Nora Lafont, la encargada de prensa de Sandro, le dijo que podía hacerlo. “Y si Nora lo dice es porque Roberto lo aprueba”. Alguna vez soñó con una noche de amor con el cantante, alguna vez, cuando miraba sus películas de las que puede recitar sus parlamentos de memoria, se permitió una imagen en la que corría de su mano por una llanura verde. Pero eso ya pasó. Ahora comparte con Susana una fantasía de complicidad que la deje custodiar la fragilidad de la salud de su ídolo, que la deje poner el oído para sus dolores y sus penas. Quisiera hablar con él, aunque en los pocos encuentros que tuvieron apenas pudo pronunciar una palabra. “El se debe reír, porque después de tantas cartas en las que se lo pido, cuando me ve me quedo muda. Pero él te saca tema, siempre se acuerda de algo que le escribiste”. Y ella lo hace con regularidad y con especial atención a las fechas claves: el Día del Amigo, el día que dejó de fumar, su cumpleaños, Navidad, Año Nuevo, etc, etc. Una vez le pidió por favor que la reciba en el camarín. Y unas semanas más tarde el sueño fue realidad. Nora Lafont les avisó que el galán las recibiría después del show. “Cuando un sueño se cumple, quiere decir que se puede inventar otros, no te digo que no los tuve, pero a él nunca le pude decir que no”. Aunque él, específicamente, nunca le haya pedido nada.

El hombre de la rosa –así se llama el show y todo indica que es él a quien se alude en la especie de obra de teatro que entre canción y canción lo ayuda a recuperar energía– se acoda en un piano de cola y chupa oxígeno del tubo que se acomodó junto al micrófono. El jopo que alguna vez emuló a Elvis Presley tiene un movimiento perpetuo gracias a ese soplo que le da una imagen de producción de fotos de moda. Les habla a “sus mujeres”, les cuenta lo mal que lo pasó cuando estuvo deprimido y durante un año y cuatro meses no pudo salir de su bunker en Banfield. Habla de su recuperación, les da el protagonismo que se merecen, sin ellas él nunca se hubiera levantado de la cama. El tono es cada vez más íntimo; el hombre les propone una fantasía, imaginarlo en un cuarto de hospital con una máscara de oxígeno y sólo las sábanas para cubrirlo. Una mujer le dice que es capaz de despertarle el músculo dormido. “Callate, loca, que si no no vas a encontrar la habitación”, dice él antes de guiar la fantasía de 3500 mujeres que se sienten enfermeras esta noche y soplan todas juntas como si lo hicieran para hundirse en su boca. “Así a Sandrito se le levanta la sangre”, y la mano indica desde la entrepierna hacía dónde se dirigiría el fluido. En las primeras filas algunas lloran de emoción. Otras no pueden callar sus ofertas de sexo explícito. La canción que sigue empieza lenta, dice quiero correr por tu cuerpo como agua caliente, dice amada mía, y en las butacas los cuerpos empiezan a moverse como en una danza privada que cumple el rito del ascenso y la caída. Cuando llega el estribillo, muchas parecen estar en éxtasis, aun las que aferran la mano de sus maridos –pocos pero pacientes– como al control remoto de un video porno. El se pone a temblar siguiendo su clásico estilo. Ellas también tiemblan; a su ritmo privado. Algunos grititos se escapan, no hay una desesperada histeria como frente a los stripers, más bien un secreto convencimiento de que algo de lo que propone es posible, aunque más no sea entregarse después a sus maridos como él mismo sugiere. “Los hombres deberían estar felices, se las dejo calentitas como churros a la mañana”, dice en un guiño cómplice al 1 por ciento de la sala. En los pasillos la seguridad detiene a la más zafadas que pretenden llegar al escenario a tirar sus bombachas, sus cartas, sus peluches. “Acá he visto cosas que nunca me imaginé –dice uno de ellos–, vi a una mujer masturbarse con el respaldo de una silla y pedirle que demore la canción porque estaba a punto de acabar”. Sus compañeros asienten en silencio, no tienen más que decir.

“No es mi caso, yo no quiero estar con mi marido después de verlo a él. La nuestra es una salida de mujeres, lo que queremos es estar con él.” Norma tiene 47 y una fidelidad que arrastra desde los 15. Conoció a Sandro y a su marido en la misma época, es más, fue él quien la llevó a ver un recital de Sandro y los de Fuego, cuando el hombre de la rosa era casi un adolescente que en la prehistoria del rock nacional rompía guitarras en el escenario. Desde entonces tiene una amiga del barrio, de Villa Bosch, con la que se junta los sábados a escuchar las canciones de Sandro y a fantasear en voz alta. “Mis amores son prolongados, nunca me fui del barrio; mi marido es mi primer amor y la música que más me gusta es la de siempre”. Antes soñaba con ir a bailar con Sandro, ahora sueña con tomar un café, aunque sólo tocarle la mano sería “un logro”. Piensa que si sucede se haría encima, por eso se contenta con mirar arrobada cómo otra mujer que podría ser ella es la elegida para bailar con el ídolo. No entiende cómo esa mujer no lo abraza, no lo besa, no aprovecha. Sí, el hombre de sus sueños está cambiado, pero “yo tampoco soy la misma; el tiempo pasó para los dos y está bueno que no sea tan lindo. Aunque cuando lanza esas miradas, cuando hace esos gestos, cuando se pone la bata y se mueve así, qué sé yo, te hace una cosquilla, es como una provocación. Pero lo tomo como cuando en una reunión se cuenta un chiste verde y te sonrojás un cachito”.
Flavia tiene la vincha, el gorro y una pechera con la imagen de Sandro. Tiene 23 y es hija de Norma. Sus amigas dicen que está loca, que está mal de la cabeza, pero ella sólo quería tenerlo ahí, cerca, escuchar esas canciones que le “dejan algo”, como “Así”, “Penumbras”, “Te amo”. Y él las cantó. Y ella cree que cuando hicieron el juego de la ruleta –que decide quién subirá al escenario a compartir un instante con ese hombre que tratará a la elegida como a una reina– y se tocó el corazón y le susurró te amo, él la vio y fue el momento en que estuvieron más cerca. “Capaz que ni se dio cuenta, pero para mí sí. Es muy seductor, no es que a esta altura de la vida me calentaría con él, pero si ahora tuviera mi misma edad no me paran ni los guardaespaldas”. Se recibió hace poco de visitadora médica, pero trabaja como secretaria en una fábrica y ayuda a su mamá en el negocio de ropa de damas y niños, en Villa Bosch. Ultimamente ya no llevaba la foto del ídolo en las carpetas, le daba vergüenza, tanto desprecio de los demás terminó por cohibirla. Y ella misma no resuelve qué es lo que le pasa con ese hombre excedido de peso que la hace suspirar desde el escenario. “Cuando canta lo veo como un hombre, si opino de la parte física lo veo como a mi papá, pero no sé, bueno, qué sé yo”. Los shows de Sandro es lo único que comparte con su mamá, nunca fueron juntas al cine ni a ningún otro lado, pero ahora disfruta como ninguna otra cosa esas salidas de mujeres en las que el exceso está permitido. Aun cuando sólo sea para gozarlo en la imaginación.
Sandro las trata de mamá, de mamita, les dice callate, loca, les dice insaciables. Ellas, las más de 3000 que pueblan la sala, responden como niñas buenas que cumplen su rol gritando a destiempo o deseándole salud según sea el caso. Por algo en las fantasías que cuenta las mujeres aparecen como enfermeras o como novias, tal vez, y aquí la máxima transgresión, como esposas que lo engañarían a él mismo, que actúa de marido como cuando invita a una de la platea a bailar. Pero si algo las conmueve a todas a esta altura de su sostenido amor es la alusión permanente a una salud debilitada, a una vida en “la que he gozado y sufrido” y en la que ellas, las fans, son protagonistas por haberlo rescatado de la muerte cuando alguna vez en diálogo con “Dios” se vio enfrentado a la opción de volver con sus mujeres o ir con él. Por lo menos esto es lo que relata el cantante. Sandro es el hombre en el sentido más arcaico del término. Y según Nora Lafont ése es uno de los secretos de su éxito, “no existe otra figura tan claramente masculina como él, es machista por supuesto, pero eso gusta”. Y un macho en decadencia les permite a sus admiradoras mirarse en ese espejo sin riesgo, para protegerlo, aunque en algún descuido tal vez pudieran amarlo o rescatarlo. “Despertarle el músculo”, como le gritan desde la platea cuando él mueve la pelvis con cierta nostalgia, aunque después meta la mano bajo la bata haciendo un gesto que insinúa que algo vive bajo el raso. “Yo lo quiero como a un amigo, cuando hace gestos eróticos es como un juego, es divertido y sólo a él le queda bien. Lo quiero, pero es una utopía que seamos amigos de verdad, aunque alguna vez tomamos un café y estuve en su cumpleaños. No se puede tomar en serio pensar en otra cosa, igual por un ratito sueño una noche con él, un ratito nada más”. Mabel Armentia pertenece al club de fans de Lanús y el primer encuentro cara a cara con él fue en 1978, cuando ella tenía 20 años. No pudo articular una sola palabra, pero estuvo tan cerca de él, lo esperó tantas veces a la salida de los canales y de los shows que una vez la magia la tocó. Fue extra de su última película, Subí que te llevo, y formaba parte de esa juventud alocada que hacía los coros en las canciones y corría por la ruta con los pelos al viento. En realidad el amor por este hombre empezó para Mabel como una traición. Era fanática de Leonardo Favio, pero como a su hermano no le gustaba la llevó a ver una película de Sandro. “Y en la pantalla grande me convenció”. A ella no le importa que alguna vez le hayan dicho “maricón, grasa y cualquier cosa, él siguió en la de él y ahora esa coherencia tiene sus frutos”. Mabel vive en Lugano, trabaja en una escribanía desde hace tantos años que no se imagina haciendo otra cosa, vive con su mamá y nunca tuvo más amores que el que siente por su ídolo. Y eso es suficiente porque cumplió más sueños de los que imaginaba. “Lo importante es que es buena persona, que no habla de más y que siente igual que cualquier argentino. El llora por su bandera, por el país, tiene valores y eso te conmueve y te llena de orgullo”. Sandro, para Mabel, es un hombre común y por eso puede amarlo. Qué importa que esté gordo y que resople entre tema y tema, “peor sería que esté con cirugía y mintiendo la edad, a todos nos pasan los años”.

Los valores tradicionales, el amor por la bandera, la televisión basura –los reality shows–, los políticos corruptos, “el águila de Aerolíneas Argentinas que nos bajaron de un hondazo”, el hipermercado que hizo cerrar el almacén de barrio, la gente mala y no las malas palabras, todas esas alusiones son tan ovacionadas como esos gestos masturbatorios que desatan los alaridos de una platea en éxtasis colectivo. Sandro aparece además de como un cantante de voz poderosa –lo único que parece no haber cambiado para él– como ese hombre del que podrían haberse enamorado antes y que ahora elegirían cuidar como madres amorosas, el mismo que puede hacerlas sonrojar con un chiste verde, el que defiende la hombría de bien. Sandro es un espejo que devela y no deforma. Ellas le hacen creer que es el hombre más atractivo del mundo aunque a esta altura sólo puedan pensar en hacerle la sopita. Y él mantiene inalterable esa magia y esas historias que les permiten creer a ellas que, aun cuando pase el tiempo, el deseo está intacto y la puerta está abierta para ir a jugar.