SOBREVIVIENTE
DE LA ESMA
5
voces
|
|
Miriam Lewin,
Munú Actis, Elisa Tokar, Liliana Gardella y Cristina Aldini son sobrevivientes
de la ESMA. Reunieron sus voces y su memoria en un libro, “Ese infierno”.
No es casualidad que hayan decidido ser sólo mujeres en esta empresa.
Allí recorren sus vidas cotidianas durante un cautiverio del que no
sabían si saldrían, y hacen lugar también al recuerdo de su resistencia
y sus debilidades.
Por
Marta Dillon
Cinco mujeres
se sientan alrededor de una mesa y se presentan. Dicen su nombre, algunas
su edad, los hijos que han parido, el trabajo que las define.
Soy Miriam Lewin, tengo 43 años, dos hijos, soy periodista...
Me llamo Nilda Actis o Munú Actis, soy muralista, estudié
Bellas Artes en La Plata...
Elisa Tokar, empleada administrativa y ahora también estudiante...
Yo soy Liliana Gardella, tengo 46 años, soy antropóloga...
Cristina Aldini, docente, actualmente cumplo la función
de concejala en Vicente López, mi barrio...
Y dicen también el tiempo que pasaron en la Escuela de Mecánica
de la Armada. Fueron mujeres desaparecidas, son sobrevivientes, es parte
de su identidad. Las cinco mujeres hablan entre ellas con fluidez, tienen
cosas que arreglar, se reparten tareas, se ríen fácilmente
de algún chiste tonto. Viéndolas es fácil palpar
el vínculo que las une, como si fuera algo tangible. Es un lazo
que nació de la experiencia en común, pero que se afianzó
cuando se animaron a plantearse mutuamente la pregunta que abre el libro
que firman juntas y que reproduce dos años de conversaciones
entre ellas, frente a otra mesa, poniendo palabras donde antes había
dudas, creando silencios para escuchar lo que no había sido dicho:
De modo que, para contar mi historia, aquí estoy. Ustedes
me escuchan hablar, pero... ¿me escuchan sentir?. Ahora
que las conversaciones son un libro -Ese infierno, conversaciones de
cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA y que ellas son, como
dicen, hermanas, la pregunta es lanzada como una botella al mar de la
sociedad donde tal vez alguien la recoja. Pero... ¿alguien quiere
escucharlas? ¿Alguien más puede escucharlas sentir?
No era la intención del grupo que esta nueva pregunta se formulara.
No lo pensaron en 1998, cuando se reunieron por primera vez en un cuarto
con ventanas al cielo para dejar pasear los ojos vacíos que la
memoria obligaba a dirigir hacia adentro. Lo que hablaran entre ella,
creían, quedaría archivado en la caja fuerte de algún
organismo de derechos humanos, en alguna facultad de sociales, para
que las generaciones futuras supieran qué hacer con ese material.
La intención era dejar registro, no ya de la denuncia, para eso
habían circulado individualmente por distintos estrados, si no
del día a día de ese tiempo suspendido que pasaron en
cautiverio, conviviendo con sus captores, simulando aceptar sus reglas
y hasta sus atenciones, escuchando al torturador tocar la guitarra en
un día de campo, para después volver al otro Campo, el
de concentración, donde el mismo tipo empuñaba la picana.
Y la cotidianeidad salió a la superficie en esa escucha que se
prodigaron mutuamente. Y una vez puestas las palabraspara nombrar lo
que habían clausurado ya no pudieron volver a encerrarlo en ninguna
caja fuerte. Ellas se habían sacado la capucha que les pusieron
en la ESMA. Las culpas, las preguntas sin respuesta, las pequeñas
agachadas, los actos de resistencia consciente o inconsciente
también. No saben qué tipo de diálogos se podrán
establecer una vez que el material circule, no saben qué puede
pensar el resto del mundo sobre las actitudes que, una vez impuesta
la arbitrariedad que las eligió, las ayudaron a sobrevivir. Pero
sí saben que están proponiendo un diálogo, que
abrimos algo y que vamos a transitar quién sabe qué caminos.
Creo que leer lo que ustedes han vivido, imaginar el sufrimiento
que padecieron y padecen todavía, remite a una pregunta incómoda:
¿qué hubiera hecho uno en esa circunstancia? La
psicoanalista Mirta Clara se lo pregunta en la última conversación
del libro que refleja un encuentro con esta ex presa política,
una especie de red antes de que el material completo diera su salto
al vacío. Es una pregunta que mediatiza cualquier juicio posible,
aun cuando las autoras estén preparadas para eso. Ahora
hay más posibilidades de oír y de reaccionar, de decir
qué bien o qué mal piensa Munú. Pero
no sé si es posible ponerse en el lugar, a lo mejor para eso
hacen falta 20 años más. O tener 20 ahora y no haber vivido
en esa época. Es la incomodidad que genera la lectura lo
que plantea la pregunta, la molestia que puede resultar de saber
lo que pasó en un Campo de concentración sin rejas en
el cual viven, sobre miles de muertos, un grupo de prisioneros armando
una gran farsa de colaboración y funcionando como una máquina
de generar puestos de trabajo que iban a justificar más sobrevidas.
Esto no es nuevo, pasó en los campos de concentración
nazis, pero también pasó acá a pocas cuadras de
tu casa, dice Miriam. A pocas cuadras de cualquier casa de Buenos
Aires, entre edificios familiares, bares, negocios, la ESMA era el vientre
en el que se engendraba el terror. Allí se mezclaban cotidianamente
cuenta Lewin los secuestrados con los represores, y buena
parte de la conducta de ellos apuntaba a confundirnos, a mostrarnos
que éramos iguales, que teníamos al alcance de la mano
un universo de bienestar y placeres y lo habíamos desperdiciado
a cambio de la militancia, de una vida en piecitas con techo de chapa,
huyendo, renunciando. Y por eso los marinos sacaban a los desaparecidos
a cenar afuera, en restoranes caros, los llevaban a bailar a Mau Mau,
a pasar el día en el Tigre. ¿Y no podría ser esa
una metáfora de lo que sucedía de este lado de las paredes
de los diferentes campos de concentración -340 en todo el país?
¿No había una confusión permanente en el cuerpo
social que asistió en silencio al genocidio, que agradeció
el triunfo del Mundial 78, la plata dulce y hasta una supuesto
orden, la paz del cementerio? Los mismos gritos que emocionaban a unos
cuando se relataban los goles de la selección, sirvieron para
tapar los gritos de otros que eran torturados. Pero no se trata
de mover una culpa colectiva aclara Liliana se trata de
mover una reflexión sobre las relaciones de cada una de las personas
que vivían en el país en la época de la dictadura,
de por qué los militares y los grupos económicos hicieron
lo que quisieron, se trata de pensar todos juntos eso. La culpa paraliza
y nosotras lo sabemos, es lo que el sobreviviente sabe. Se trata en
todo caso de pensar en las responsabilidades, en las relaciones cotidianas
con la represión, los compromisos, las pequeñas agachadas
a que nos obligó el terror.
¿Y
vos, por qué sobreviviste?, le preguntó la hermana
de una desaparecida en la ESMA a Miriam Lewin cuando fue a hacerle una
entrevista. No tuvo respuesta, vivíamos el día a
día y no sabíamos si al siguiente el Tigre Acosta iba
a decirnos ayer hablé con Jesusito y me dijo que se iban
todos para arriba. Y hay gente que hizo todo lo que pensó
que tenía que hacer para sobrevivir y la mataron igual.
Ninguna de las cinco tiene respuesta, a pesar de haberla buscado como
ciegas tanteando cada pliegue de su memoria. Alguna certeza les hubiera
servido para empuñarla en esos momentos en que sentían,
como dice Elisa, que los que no están son héroes
y los sobrevivientes sospechosos, por qué nosotros vivimos, no
lo sabemos. En algún momento ella creyó que su suerte
se debía al tenaz deseo de vivir que había descubierto
en ella, pero no era suficiente. En el Campo la única elección
posible era desembocar en una muerte segura, pero para la vida no había
garantía, ni siquiera mirando las listas de sobrevivientes se
puede encontrar un patrón, una lógica, dice Cristina.
Todos pagamos un precio por sobrevivir, pero no todos los precios
fueron iguales, agrega Miriam. Lo pagaron los que abandonaron
la militancia, los que se fueron, los que se quedaron, todos tuvieron
que negociar o poner algo en juego para sobrevivir, reflexiona
Munú. Sin embargo ellas, las cinco, no siempre tuvieron claro
su deseo de vivir. Al contrario, lo que más deseaban era quitarle
al represor la decisión sobre su muerte. Y la pastilla, esa dosis
de cianuro que todo militante montonero guardaba para el momento de
la caída era su reaseguro. Pero fallaba, más en el caso
de los militantes de base que la fabricaban artesanalmente, obviamente,
sin oportunidad de verificar su funcionamiento. Yo la había
hecho con un rouge de cotillón y con varias vueltas de cinta
aisladora negra para que no le diera la luz. Pero hasta que mordí
eso ya me la habían sacado, me metieron los dedos en la garganta,
peleé como una leona, era la desesperación. Ese era mi
sacrificio por los demás cuenta Miriam ponerme la
pastilla en la boca, mirar al cielo y decir gracias por poder morir
así. ¿Todas pensábamos igual? ¿Todas
queríamos tomarnos la pastilla? Una de ellas lo pregunta y el
resto asiente. Es que sentíamos la dimensión de
la derrota, la derrota del proyecto militante y de nuestra vida, la
única tarea, al final era sobrevivir y era agobiante. En algunos
casos la caída era el alivio, aunque nunca pensamos que íbamos
a salir vivas, concluye Elisa.
¿Por
qué cinco mujeres? ¿Por qué no llamar a compañeros
de cautiverio? Alguna vez lo pensamos, al principio, pero empezamos
a hablar y ya no podíamos integrar varones porque, en mi caso
dice Liliana, no me imaginaba lo mismo en términos
de fluidez y de complicidad. Además -acota Elisa
pensamos que lo podíamos contar de otra manera y porque había
actitudes que los varones no habían padecido, como el acoso sexual,
la desnudez expuesta, la revisación ginecológica. No se
si lo hubiéramos podido contar con naturalidad frente a ellos.
Hubo cosas de las que nunca habían hablado entre ellas antes
de iniciar esta ronda de conversaciones que duró dos años
completos, los sábados por la tarde. Conversaciones que a veces
eran largos silencios en los que era posible tocar la ausencia. Es más,
nunca habían hablado de estas cosas antes, aun cuando se encontraban
y se visitaban. Había mandatos de silencio que rigieron adentro
y que continuaron afuera. Yo no sabía de violaciones en
la ESMA, me enteré ahora, aunque no eran habituales fuera de
la tortura. Sí sabía que había alguna compañera
secuestrada que supuestamente estaba enamorada de algún marino
y el marino enamorado de ella y armaban ahí como una pareja,
dice Munú. Y no se hablaba de eso acota Miriam,
vos sabías que la chica que tenía la colchoneta en capucha
al lado tuyo tenía una relación con los represores, pero
no lo hablabas con ellas, igual fueron pocas, no era masivo. Yo por
ejemplo nunca me había animado a decirle a Munú que pensaba
que se acostaba con uno de los tipos.
Y yo sabía que los presos pensaban eso, pero no podía
hablar porque me cavaba la fosa, eso sí estaba claro ahí
adentro (risas), había cosas que no sé cómo, pero
de pronto todos las sabían. Fue una decisión no contradecirlo.
(Miriam) Era evidente que este hombre tenía una predilección
por Munú y no se preocupaba por disimularlo, si ella llegaba
a decir que no era así, que no había accedido a sus presiones,
él como macho se hubiera sentido...
(Munú) Presiones que no existieron y que siempre temí.
Para mí fue un peso terrible, años tratando de elaborarlo,
yo decía ¿cómo? ¿A él sólo
le pasaba eso o también me pasaba a mí? Y si me pasaba
a mí, la culpa terrible ¿Lo habría seducido? ¿Qué
era lo que me pasaba?
(Liliana) Entonces todo era un silencio espeso.
(Munú) La primera vez que esto fue explícito fue
porque el Tigre Acosta lo cargó en una cena y él puso
cara de nada. Yo volví muerta de pánico -nos habían
sacado a cenar en Los Años Locos al sótano de la
ESMA y por primera vez lo hablé con una compañera. Ella
me dijo: mirá, mientras los otros oficiales se crean esta
historia estás amparada de sus acosos. Ahora, cómo vos
te defendés de él y si querés defenderte o no es
algo que sólo vos podés manejar. Y así fue.
Mientras hablan, igual que en el libro, el lenguaje del Campo de concentración
aparece intacto. Los represores vuelven a tener el apodo por el que
se los conocía en el campo y sin darse cuenta dicen me
trajeron cuando las llevaban de vuelta a la ESMA y me llevaron
cuando las conducían a las visitas con sus familiares. El lenguaje
es un túnel que desemboca siempre adentro.
¿Cuál
es límite de la simulación? ¿Qué cosas se
pueden aceptar y cuáles no de quienes colaboraron con los represores?
Las opiniones no son unánimes, es más, ellas aceptan que
por esos límites casi no sale el libro. Hay una primera línea
que está clara: entre secuestrados y represores. Y una segunda
que también queda definida y que estaba clara dentro de la ESMA
donde se sostenía un sistema de castas. Todos los que pertenecían
al mini staff los que estaban más cerca y más identificados
con los torturadores son nombrados con su nombre abreviado. La
discusión entre ellas no está cerrada.
(Liliana) Para mí el límite está entre víctima
y victimario, hay quienes creen que aún así hay cosas
que una persona está en condiciones de manejar y elecciones que
tienen que ver con un quiebre más profundo.
(Miriam) Pero no es lo mismo alguien que entrega un dato en la
tortura que quien seis meses después de caer toma mate con el
Tigre Acosta y dice sabés macho, me acuerdo de un flaco
que capaz que todavía lo enganchamos...
(Liliana) Para mí ese sabés macho es más
de lo mismo, producto de una destrucción mayor.
Recién ahora y en esto el libro de Pilar Calveiro, Poder
y desaparición, fue un primer paso fundamental estas cinco
sobrevivientes pueden reconocer sus actitudes dentro del Campo estrategias
de resistencia. Entonces dice Elisa yo me manejaba
como una autómata, me desdoblaba, lo que vivía ahí
no lo estaba viviendo yo. Quería vivir y me manejaba con mucho
cuidado. Pero no me daba todo lo mismo. Yo por ejemplo traté
de negar mi femineidad, no me indispuse durante todo el tiempo que estuve
ahí. Y me disfrazaba con ropa lo más holgada posible,
me servía de protección. En cada una de ellas había
una percepción del rol que los marinos esperaban que cumplieran,
nos acomodábamos a los roles que creíamos más
compatibles con nuestra supervivencia recuerda Miriam, con
más o menos conciencia cumplíamos su deseo. Que
casi siempre tenía que ver con mostrarse mujeres sumisas y apegadas
a la familia y a los valores occidentales y cristianos, el leitmotiv
de la dictadura. Sin embargo todavía hoy, cuando se les pregunta
si pudieron apropiarse de esas estrategias que desarrollaron se produce
un profundo silencio. Todas pagamos un alto costo. No tiene nada
de resistencia heroica, éramos seres humanos normales comprometidos
con sus ideales y con las contradicciones propias de la forma en que
esos ideales se habían organizado. A partir del terrorismo de
Estado caemos en manos de gente que no es normal, aunque su aspecto
no los delatara opina Liliana, entonces no hubo una resistencia
pensada de un grupo. Pero el resto no opina lo mismo, paralas
demás sobrevivir también fue una empresa colectiva. Aunque
tal vez no podamos decir militante aclara Munú, no
era una resistencia política sino la de un humano frente a su
asesino.
¿Por
qué relatar la cotidianeidad en un Campo de concentración?
¿A alguien le interesa saber qué comían, cómo
lavaban la ropa, cómo subían y bajaban escaleras con los
grilletes puestos en los tobillos, cómo se los sacaban para visitar
a las familias? Cuando entregaron el material a otros sobrevivientes
de la ESMA las dudas sobre el sentido de esto volvieron. Pero tenían
una necesidad casi orgánica de hablar y supieron
también que en ese interés por los detalles que escapan
a la denuncia, a los testimonios tal como se conocen, hay una definición
de género. Algunos varones se sorprendieron de lo distintas que
eran las vivencias para unas y otros. Alguien más les dijo que
nunca se les hubiera ocurrido contar la carne a medio descomponer que
comían habitualmente, siempre que a algún represor no
se le ocurriera convidarlos con sanguchitos de miga. Para la época
en que se empezaron a reunir, algunos de los marinos que las habían
mantenido en cautiverio volvieron a la cárcel y para algunas
de ellas volvió también la angustia. No es la misma
alegría cuando veo preso a un represor de otro campo como Colores
Juan Antonio del Cerro que a alguien de la ESMA a quien
conozco y con quién pasé días y días, quiero
que esté preso, ése y todos, de aquí y para siempre.
Pero verlo en el televisor me genera angustia, se me viene el Campo
encima. Yo vivía con ellas y también con ése, que
me torturaba, pero también me daba de comer, y me llevaba a mi
casa de visita, era el mismo. la reflexión la comparten
Munú y Elisa, la relación volvía, desde la
dimensión de cuánto dolor causó y causa.
Todas fueron liberadas en distintos momentos y durante largo tiempo
padecieron la libertad vigilada. La mayoría pudo declarar en
cuanto abandonaron el país, o más tarde, en el juicio
a las Juntas, algunas más hace muy poco tiempo. Llevaron la capucha
puesta demasiados años. Y todas viven como una pérdida
ese proyecto totalizador que representaba la militancia en los 70. La
pasión, para ellas, está como detrás de un vidrio,
como si vieran pasar su propia vida sin poder apropiarse del todo de
sus logros en el trabajo, en la familia, en la vida en general. y sin
embargo se fueron reconstruyendo y admiten que siguen teniendo cierta
pulsión por lo colectivo.
(Elisa) Durante mucho tiempo me sentí perdedora, la derrota
la viví muy profundamente, por las pérdidas de compañeros
y por el proyecto, por esa intensidad de la militancia que no puedo
dejar de asociar a lo que me pasó y no quiero que me vuelva a
pasar.
(Munú) No pude volver a apasionarme por un proyecto que
nunca es global, por un lado la pareja, por otro los murales, por otro
el libro...
-(Miriam) Nunca más sentí una propuesta argentina que
me movilizara como me movilizó el proyecto de la JP, intento
transformar la realidad desde mi trabajo.
(Liliana) Soy antisistémica, me la paso tratando de que
la gente valore la solidaridad, pero de uno en uno, si tengo que juntar
a más de dos me da un ataque de pánico.
(Cristina) No tengo nada claro, pero no perdí la vocación
de comprometerme, aunque sea desde lo gremial, lo social.
Conocen la palabra derrota y sobre ella siguen caminando. Eran militantes
de base que se indignan cuando alguien sugiere que dentro de la organización
cumplían el rol de carne de cañón, eso es
lo que decían los milicos. Y siguen buscando caminos, por
sobre el dolor, sobre la vergüenza, sobre la culpa. Este, para
ellas, es el momento de hablar de esos sentimientos contradictorios,
para que no se enquisten, para abrir nuevas huellas. Para transitar,
ahora, "quién sabe qué caminos".