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EL POSADAS

No hay

Miles de historias se juntan diariamente en el Hospital Posadas, ese lugar en el que alguna vez funcionó un campo de concentración y esta semana hubo toma de rehenes. En el Servicio de Oncología tienen lugar algunas de las situaciones límite más dramáticas: sus médicos deben decidir qué hacer cuando no hay drogas, no hay recursos y sí hay, contundente y palpable, tanto dolor.

Por Marta Dillon

Como un gigantesco rompecabezas, la realidad se construye con pequeñas escenas. Piezas que se completan con otras, que dialogan entre sí y se traducen unas a otras. Aun en el empeñado recorte de la pantalla del televisor, ese continuo se cuela: la toma de rehenes en el edificio de la Escuela de Enfermería del Hospital Dr. Alejandro Posadas, el martes pasado ilustraba la “inseguridad de todos los días”. Y fue una de esas asustadas maestras enfermeras la que completó el cuadro: “¡Basta de falta de insumos en nuestro hospital! Acá atendemos a los pobres”, dijo, cuando lo que se esperaba de ella era un dramático testimonio del miedo padecido en cinco horas de cautiverio. Pero el miedo, para esta mujer, es cosa de todos los días. Es la falta de material descartable, es la necesidad de esterilizar jeringas de vidrio, la ausencia de guantes, de gasas, de medicamentos, de personal, es la desesperación por mantener despierto ese hormigueo de pacientes y trabajadores de la salud que habita los pasillos de uno de los hospitales públicos más grandes del país. Apenas una semana atrás, esa enfermera ahora rodeada de la policía que la protegía se había enfrentado a los mismos cascos azules, la misma sigla en el pecho de los chalecos antibalas. La Policía Federal que actuó para liberar a los rehenes, el 13 de agosto había arrojado gases lacrimógenos y balas de goma contra los trabajadores del mismo hospital. Entonces también se pedían insumos básicos, y como una promesa que se lleva en el pecho en forma de prendedor se decía: “salvemos al Hospital Posadas”. Esa era la consigna más fuerte, salvar el hospital, seguir atendiendo pacientes que en la mayoría de los casos no cuentan con ningún otro centro de salud. Gente como la que en el mismo momento en que docentes y estudiantes de enfermería eran liberados hacía sonar una batucada desde la villa Carlos Gardel para darles ánimo a los dos jóvenes que estaban siendo detenidos por haber apuntado sus armas contra más de treinta rehenes.
Desde la mole de siete pisos de uno de los dos edificios del Posadas, una mujer en silla de ruedas, con su recién nacido en brazos, trata de asomarse a la ventana. Es su sexta cesárea, espera que sea la última y éste, el último hijo, Facundo Nahuel, como se anotó en una pared junto a otros cientos de nombres, rodeado por el escudo de Boca Juniors. También espera el ascensor, hace quince minutos, los mismos que pasaron desde que salió de la sala de partos acompañada por un familiar que empuja su silla y que la ayudará a subirse a la cama. Ella vive en la villa Carlos Gardel, pero desde allí no puede imaginar quiénes serán los que han provocado todo ese despliegue de policías. Un camillero sin camilla se detiene en la ventana e ilustra a los curiosos: “Ahí, en ese chalecito donde está la Escuela de Enfermería, funcionó un campo de concentración en la dictadura. Se suponía que era para que vivieran los directores, pero nunca vivió nadie”. Tampoco el hospital ha tenido demasiados. Desde 1971 sólo se conocen interventores o comisiones normalizadoras. En treinta años jamás se pudo normalizar un llamado a concurso para cubrir ese cargo. El rompecabezas se sigue armando.

“Por supuesto que las decisiones que tomo son distintas en este cuadro de situación. Hay que tomar conductas más agresivas, encarar tratamientos que resuelvan la problemática en menos tiempo y con más seguridad. Es difícil porque más de una vez hay que apartarse de las normativas”. Amalia García

El Servicio de Oncología
del Hospital Posadas es una pieza en el inmenso mosaico de la “realidad”. Un recorte posible para sentir el latido de lo que se llama crisis, una palabra tan naturalizada que por su repetición empieza a perder el sentido. Pero en el consultorio externo de ese servicio toma cuerpo, tiene nombre y apellido, tiempo y forma. A las 8 de la mañana, el sol alivia el marrón uniforme de los pasillos. Además de la gran sala en la que se realizan los tratamientos de quimioterapia, para atender más de ochenta pacientes por día hay cuatro consultorios, dos comparten el mismo ambiente. Cada vez que se abre la puerta, decenas de miradas se posan sobre quienes llevan el delantal blanco. Llaman por el apellido, García no está, Pérez tampoco, probablemente no hayan tenido para el boleto de colectivo, suponen los médicos. Es el turno de González, Juan. Frente a la doctora Claudia Milano, especialista en gastrooncología, se acomoda un matrimonio y saca de su bolsita de nylon los papeles de siempre y cuatro radiografías. Deberían ser once los testigos de la radioterapia que sigue a la cirugía, pero González tiene una buena excusa: “En marzo vuelvo a tener trabajo, ya me dijeron, en el sindicato dicen que no pueden darme la obra social ahora, y ya no teníamos para el boleto, había que ir hasta Once, no es fácil, ya no tenía, no pude”. La doctora Milano los llama por su nombre, les dice que ya lo van a solucionar, estampa unas letras como bichos sobre un papel y les dice que es una nota para presentar en la Municipalidad de González Catán, donde viven, para que les aseguren el boleto. Les pregunta si consiguieron las drogas indicadas. No. En el Banco de Drogas de la Provincia de Buenos Aires está suspendido el suministro desde hace un mes y medio. Entonces Claudia vuelve a explicar un complicado trámite para presentarse en el Banco de Drogas de la Nación, donde otros pacientes han recurrido antes. El papelerío es similar al que ya hicieron en provincia, sólo que se necesitan más fotocopias, una nueva historia clínica, más viajes lejos de casa. “¿Tiene todavía paracetamol?”. No. “¿Trajeron el frasquito? No sé si hay en el hospital, pero tienen que traerlo cuando se acaba porque estamos pobres ¿vio?”. Dice la doctora y los pacientes entienden perfectamente. “Habitualmente nos manejamos con el Banco de Drogas de la provincia porque ésa es nuestra jurisdicción –explica Milano–, pero tenemos la opción de recurrir a Nación proque este hospital todavía pertenece a ese ámbito. Hasta ahora nos venimos manejando, no hay enfermos curables sin tratamiento. Pero se percibe el abandono, la inseguridad, la desvalorización que se siente cuando, enfrentado a una enfermedad grave desde una ventanilla, te dicen no, no lo puedo ayudar”. Desde el consultorio de al lado, donde atiende la médica Nora García, se escucha una complicada conversación. La paciente es china y la traduce alguien que no entiende esa lengua, pero está habituada a sus gestos. La paciente se está recuperando y trajo un regalo para su doctora; hasta el consultorio de Milano llega el olor del cerdo asado en chop suey. “Son muchos los extranjeros que vienen –aclara García–, se supone que sólo podemos atenderlos con documentos, pero a nosotras también nos sirve el pasaporte. El problema es que no pueden acceder a las drogas”.

“No, mañana tengo
cabeza y cuello”, dice la doctora Milano por su celular como si hoy no los tuviera. Se refiere, por supuesto, a algo relacionado con los tumores de esa zona del cuerpo. Junto con García, el año pasado, presentaron en la Sociedad Oncológica Argentina un estudio sobre cáncer de laringe, siguiendo la gran cantidad de casos que se presentan en el hospital en el que trabajan. “Hay pocos trabajos sobre este tema y la causa puede estar relacionado con lo que surgió de nuestra investigación. El 98 por ciento de los que sufren esta patología tienen menos de siete años de instrucción, son los más marginales, ¿a quién le importa el linyera que vive bajo un puente?”, dice Milano. Ese es el perfil de quien padece este tipo de tumores, la marginalidad. El datosurgió cuando las dos especialistas establecieron la relación entre la enfermedad y la situación socioeconómica de los pacientes, algo que no se puede pasar por alto cuando se indican tratamientos. Es un trabajo que está para publicarse en revistas científicas, pero tienen algunas complicaciones técnicas, una computadora rota, una impresora incompatible. A los 43, Milano tiene 20 años de antigüedad en el Posadas; su sueldo es de 1100 pesos, con dedicación exclusiva. García cree que con el ajuste llega a los 800. Ninguna de las dos atiende en consultorio privado. “En nuestro servicio, cada vez que ingresa un paciente, hacemos un pequeño cuadro de su situación social porque hasta el mejor tratamiento es malo si el paciente no cuenta con los medios para cumplirlo”. Además hay que explicar minuciosamente los trámites necesarios, ya sea para los análisis, o para conseguir las drogas. “Vienen muchas personas que leen con dificultad, entonces tenemos un código de letras grandes para que sepan cómo llenar los formularios. Si te ponés un delantal blanco y cruzás el pasillo, te vas a dar cuenta de qué te hablo”. Basta acompañar a la doctora García en esa aventura. Cada dos metros alguien enseña un papel manoseado con indicaciones que no comprende, que no sabe a quién entregar, o que fue rechazado en alguna de esas ventanillas de las que cuelgan largas listas de análisis que no pueden ser realizados por falta de reactivos. “Por eso es que iniciamos un conflicto que duró más de 120 días, por supuesto que nos gustaría ganar más, pero lo fundamental es que el hospital siga funcionando”. Por eso los médicos del servicio se turnan para ir a las asambleas y también para cumplir con los paros. “Esta es una zona crítica –dice el jefe del servicio, Raúl Weinstein–, no podemos dejar a los pacientes sin tratamiento y siempre mantenemos una guardia. Trabajar también es dar una lucha muy dura”.

Junto a la sala de quimioterapia está el lugar donde se reúne el personal del servicio para tomar café, para hacer una brevísima parada, para discutir los temas del día. Un visible agujero en el techo es parte de esa rutina de galletitas que se tragan a las apuradas. Hasta allí llega para hacer una consulta con Weinstein la doctora Amalia García, especialista en patología mamaria, con más de 25 años de trabajo en el Posadas. Con sus colegas, García opina que no sólo cambió la cantidad de pacientes que se atienden en el hospital –”en el ‘96 yo hacía 8 tratamientos de quimio por día. Ahora hago por lo menos 26”, apunta Griselda Martínez, enfermera–, sino también su calidad. “Son más jóvenes, más pobres, con enfermedades más avanzadas y múltiples carencias. Con tanta patología es evidente que no hay tiempo para la prevención. Nosotros nos multiplicamos para atenderlo, pero no hay más profesionales”. Amalia es una mujer reservada a la que le cuesta abandonar el lenguaje científico, tal vez como una manera de poner distancia con lo que describe. “Por supuesto que las decisiones que tomo son distintas en este cuadro de situación. Hay que tomar conductas más agresivas, encarar tratamientos que resuelvan la problemática en menos tiempo y con más seguridad.” ¿Por ejemplo? Le cuesta contestar, dice que es difícil porque más de una vez tiene que apartarse de las normativas. ¿Por ejemplo? “Una cirugía conservadora (quitando sólo el tejido dañado) en un cáncer de mama debe completarse con seis semanas de tratamiento en otro hospital, porque el único lugar público que realiza radioterapia es el Instituto Haedo. Para alguien que viene de Moreno, sin trabajo, y que aparte, porque tiene una dieta basada en hidratos de carbono, tiene sobrepeso, hay que indicar una dieta hiperproteica para que llegue al límite de peso que requiere la bomba de cobalto y después, probablemente, quimioterapia, lo que implica otro ciclo de viajes. Entonces hago una mastectomía. Que sí, es una mutilación, pero acorto el tratamiento y me aseguro de su efectividad. Una trata de hablar y explicar a las pacientes los pro y los contra, tienen que estar de acuerdo, pero en la mayoría de los casos no hay otra. También les hablo de la posibilidad de reconstrucción mamaria,pero lo cierto es que nadie llega a esa instancia”. Antes, diez años atrás, dice García, la situación era otra, todavía había alguna reserva en las familias, algún integrante que podía poner el hombro. “Pero lo cierto es que los tratamientos dependen de lo que el Estado gaste en salud. Y si no se gasta esta gente no tiene salud de ningún tipo”. Amalia eligió la medicina porque era “una manera de comunicarme con el ser humano”, no duda de su elección, pero en la comunicación que soñaba de estudiante hay demasiadas interferencias.

“Cuando alguien fallece, son muchos los que nos traen los pañales que sobraron, los medicamentos, en fin, todo eso que es vital y que de pronto pierde sentido. Esta es nuestra caja chica, cuando no se consiguen drogas por ningún lado, éste es nuestro recurso”. Claudia Milano

Durante toda
la mañana los pacientes entran y salen de los consultorios. Hacia el mediodía, la circulación de gente se va raleando; muchos fueron atendidos; otros, los que no tienen turnos, siguen esperando porque saben que de todos modos la puerta del consultorio se va a abrir para ellos, mucho más allá del horario de atención. Conseguir un turno no es fácil, hay que hacer larguísimas colas, levantarse antes de las seis y hacerlo personalmente en todos los casos y cada visita al hospital implica una inversión que muchas veces no se puede sostener. En una de las salas del servicio se improvisa una junta médica. Una doctora del Instituto de Haedo, donde se realizan los tratamientos de radioterapia –el 46 por ciento de quienes lo reciben son derivaciones del Posadas–, ha buscado durante toda la semana algún recurso para conseguir lo inconseguible, una especie de alambre radiactivo que no se fabrica en el país y que por supuesto no está disponible a través de las oficinas del Estado. Este adminículo serviría para que un paciente evite la cirugía que lo obligaría a una colostomía de por vida, lo que en el lenguaje vulgar se llama ano contranatura. “No sé cuánto nos puede llevar conseguirlo –dice esta doctora que prefiere no dar su nombre– y el tumor crece, no se detiene ni sábados ni domingos. Eso es lo que no se entiende cuando en los bancos de drogas dicen ‘no hay’, no hay conciencia. Además, viste alguna vez una explicación sobre la falta de abastecimiento? ¿Hubo alguna comunicación oficial? No, nos enteramos por los pacientes y porque las partidas definitivamente no llegan. Nosotros resolvemos algunos temas con voluntad y porque nos juntamos. Formamos la Sociedad Oncológica del Oeste y entre los profesionales de la zona pensamos en conjunto qué soluciones podemos encontrar. Esas reuniones alivian, nos dan aire; individualmente los esfuerzos serían sobrehumanos e insostenibles”. Así circulan por el área de oncología los cirujanos que suspendieron las operaciones programadas durante los conflictos para programarlas incluso en sábados y domingos, los médicos de otras áreas que acercan alguna cosa que sobra –como por ejemplo leche en polvo para quienes deben alimentarse por sonda– y piden lo que les falta. “Si no fuera por la solidaridad, no podríamos atender”, dice Martínez con su nuevo uniforme de enfermera que un paciente de quimioterapia acaba de alabar. “Yo le dije, me lo regalaste vos, porque todo lo que hay acá, poco o mucho, es de todos, es del Estado. La gente no tiene conciencia de sus derechos, pide las cosas como si se las prestaran”.

Así como cambian las
decisiones profesionales, también se generan recursos que dictan la imaginación y entrenamiento conseguido en sucesivas crisis. Después de las dos de la tarde y antes de volver al consultorio para terminar de atender a quienes llegaron sin turno, las médicas y el jefe del servicio se reúnen para una última ronda de mate. “Los días de mucha angustia, éste es el único consuelo, un par de chistes, un par de mimos”, dice Milano. En los armarios de esa sala se acumulan las donaciones de muchas familias; “cuando alguien fallece, son muchos los que nos traen los pañales que sobraron, los medicamentos, en fin, todo eso que es vital y que de pronto pierde sentido. Esta es nuestra caja chica, cuando no se consiguen drogas por ningún lado, éste es nuestro recurso”. Adriana Tomadoti es otra de las profesionales oncólogas que atiende en el Posadas, desde hace 14 años. Tiene 40 y una preocupación: “Lo que yoquiero es que el pobre tenga lo elemental para la atención de su salud. No me preocupa si la hotelería del hospital es mala, pero sí que pueda hacer una consulta telefónica como hace la gente de clase media. Este teléfono es un logro nuestro, a lo mejor a un paciente la vecina le prestó el teléfono y se siente Gardel porque lo atendió su médico. Es muy importante, porque venir implica por lo menos dos pesos. Y dos pesos son un paquete de arroz”. Ese mismo aparato sirve para hacer cadenas de llamados en busca de esa droga que hace falta, pensando en esos pacientes de los que se despidieron hace poco. Hay muchos otros recursos que se adaptaron a los tiempos que corren, “por ejemplo para quienes se alimentan por zonda –explica Milano– se supone según las recomendaciones del primer mundo que hay que mezclar lata A más lata B, albúmina más grasa sintética y leche en polvo sin lactosa. Bueno, nosotros hacemos unos preparados con leche de vaca, huevos y aceite”. También se lleva un fichaje paralelo a la historia clínica de cada paciente para quienes no tenían turno cuando llegaron al consultorio y por lo tanto no se ha sacado esa carpeta del archivo. “¿Es moderno, no?”, dice una de las doctoras intentando un chiste bastante malo frente a esa caja de metal en la que se acumulan las fichas. Cada tanto se hacen vaquitas para esa persona que después de la quimio se sintió mal y no puede volver en colectivo, o simplemente, para el colectivo. El trabajo terminará cerca de las seis de la tarde para la mayoría, seguramente a esa hora podrán recorrer los pasillos del hospital sin detenerse a explicar qué hacer con esos papelitos que la gente lleva en la mano. Al otro día, todo comenzará otra vez.