ENTREVISTA
Punto de
llegada
Luisa Valenzuela
define a su última novela, La travesía, “como una autobiografía apócrifa”.
La protagonista es una antropóloga, escritora furtiva de cartas eróticas
que intenta recuperar, a través de una trama de peripecias entre Buenos
Aires y Nueva York, tanto las cartas como la posibilidad de un “reconciliado”
a su propio país.
Por María Moreno
La travesía.
¿Cuántos libros en el mundo deben llamarse así?
Muchos. Tal vez la misma cantidad que no podrían llamarse de
otra manera, ya que suelen cobijar en ese nombre alguna secreta clave
personal. Luisa Valenzuela, que siempre hizo con los títulos
de sus obras lo que en su generación se llamaba entonces
novedosamente juegos de lenguaje (El gato eficaz,
Aquí pasan cosas raras, Novela negra con argentinos, Realidad
nacional desde la cama) ha titulado La travesía a su última
novela que acaba de publicar Norma. Es la historia de un regreso desde
una ciudad de llegada a otra de la que se ha partido la protagonista
es una antropóloga, escritora furtiva de cartas eróticas
una autobiografía apócrifa y en tercera persona, el devanar
de una decisión y una despedida de amigos a veces enmascarados
con nombres ficticios, otras no, que han sostenido en distintos tiempos
con sus voces las tramas de un recorrido personal. El artista polaco
Bolek Greczynski, autor de la muestra Los fluidos corporales durante
la revolución francesa, la escritora Erica Yong que necesita
contactos con una dominatrix para mover a un personaje de
novela, la dominatrix misma, graduada en sexología en la Universidad
de Columbia, Raquel Rabinovich, otra artista, a quien el huracán
Candy le destruye una gigantesca obra de vidrio instalada junto al Hudson,
un Rodolfo Walsh evocado súbitamente como Rudy, pasan
por la novela tendiendo el señuelo de la autobiografía.
¿Cómo se le ocurrió la estructura?
Yo no tengo estructura. No armo nunca una novela sabiendo adonde
me lleva. Suelen ser textos de exploración y lo malo de escribir
así es que a veces no encuentran su cauces y se tiene que tirar
todo a la basura.
Pero se pone alguna zanahoria por delante.
La estructura la entiendo después. Cuando La travesía
estaba en primera persona era más fragmentada, a medida que la
fui transformando y distanciado iba viendo más claro. Es como
un tejido a ciegas donde poco a poco voy viendo dónde está
el dibujo.
El ikat es un tejido que se tiñe en el hilo de tal manera que
cuando se teje va apareciendo un dibujo muy preciso. La búsqueda
mía es una búsqueda del ikat. Mi apuesta literaria es
conectar con una parte de mí que sabe más que yo.
La travesía es también la novela del regreso luego
de sus diez años en Nueva York.
No, la novela del regreso es Realidad nacional desde la cama.
Pero en La travesía habría como un regreso reconciliado.
Algo ligado a la decisión de quedarse de determinada manera.
Realidad nacional alude al regreso en el 89 cuando yo creía
que iba a tener un año de Alfonsín y que todo iba a estar
calmado, pero no tenía ninguna gana de quedarme y me agarró
lahiperinflación, el golpe económico, los carapintadas.
Entonces escribí la historia de una mujer que se mete en un club
de campo y en la cama, le roban las medialunas, todo sube, hay un taxista
que en realidad es médico y se hace psicólogo a la mitad
de camino. Fue el regreso brutal, el querer saber y el no querer saber.
La travesía es en el fondo la aceptación de un regreso
mucho más profundo, no con el cuerpo sino con el alma, con el
corazón. Además quería jugar con esta idea de la
autobiografía apócrifa. ¿Acaso no es la vida de
uno la vida de la ficción y al mismo tiempo la vida concreta?
¿Cuándo se fue?
En el 79. Así que viví lo peor de la dictadura
militar acá. Incluso escribí algo que no podía
mostrar, un texto largo que es como una novela que se llama Cambio de
armas.
¿Tuvo problemas con la censura?
Indirectos. Aquí pasan cosas raras salió en el 76
y fue anunciado como el primer libro de la era de López Rega.
En el 77 salió mi segundo libro en EE.UU., me invitaron
a la presentación y viajé una semana antes de lo que había
previsto. Entonces llegó la policía a buscarme a mi casa.
Ahí me salvé raspando. Pero por suerte era la policía
policía, no los parapoliciales. Debió haber sido un operativo
rastrillo. En ese momento metí a mucha gente en la embajada de
México. Actué no desde un partido, ni desde una ideología
estricta sino de mi sentimiento de solidaridad. Los cuentos de Aquí
pasan cosas raras lo escribí en los bares, entre ulular de sirenas
y noticias de razzias. Puse el cuerpo solamente en la escritura y eso
a veces me preocupaba, ya que quería hacer escritura política.
Rodolfo Walsh me decía Olvídate de la ideología.
Eso no necesita ponerse por delante, la que tengas aparece inexorablemente
en cada palabra. Un día quiso enseñarme los ejercicios
que hacían las guerrilleras que estaban entrenándose en
Cuba. Quizás esas sabidurías del cuerpo emerjan en mí
por otras vías.
Durante la presentación de un libro, en la década del
70, el escritor y psicoanalista Germán García tomó
en cada uno de sus brazos a Luisa Valenzuela y a esta cronista, las
elevó sobre sus hombros y corrió por el salón,
pretendiendo demostrar que un hombre bajo podía ser un Hércules.
Luisa llevaba puesto alrededor del cuello un visillo de lino de esos
que se usan sobre las ventanas. Esa imagen de niña bien, de periodista
de La Nación (lo era) contribuyó a que en la Argentina
la recepción de sus libros fuera, por lo menos ambivalente. En
el extranjero se la lee más fácilmente como una escritora
política.
Un día, yo estaba en Nueva York y me llama Pedro Cuperman
y me dice Salí a comprar el diario. Susan Sontag nombra
a tres escritores que le interesan, George Konrad, Danilo Kis y vos.
Dejate de joder. Le corto Después me enteré
de que era cierto. Ella había encontrado en una librería
de viejo Aquí pasan cosas raras y le había gustado. Casi
me desmayo.
De selva
y bajos fondos
Cuando Luisa, al hacer un gesto vehemente, rompe una copa en medio
de un bar, tiene la capacidad de que el mozo tome el acontecimiento
como una bendición. Hay en ella una suerte de impunidad cómica
que le permite sonreír inocentemente hasta, cuando en medio de
una ceremonia de rogativa de lluvia, entre indios de Santo Domingo Pueblo,
Nueva Méjico, Estados Unidos, semidesnudos, con chalas de maíz
pintadas sobre el cuerpo, un payaso sagrado, se pone un
pedazo de piel entre las piernas, y, enfrentándola, le avanza
la pelvis y se sacude. Viajera sin límites en su curiosidad,
parece atreverse a todo. Es un poco como Hugh Richard Arthur, segundo
duque de Westminster, que durante la Primera Guerra formó un
ejército personal con sus amigos y tomó un fuerte alemán
en Libia con una flotilla de Rolls Royce que habían sido despojados
de sus asientos y llevaban una ametralladora en el baúl (los
criados, lacayos y jockeys de diversos castillos europeos se ocupaban
de cocinar, conseguir combustibles y lustrar los numerosos pares de
zapatos de los combatientes).
Yo soy capaz de llegar a Nepal y preguntar ¿cuál
es el hotel más barato? Porque no siempre, cuando era cronista
de La Nación, me mandaba el diario, a veces no tenía un
mango. Y me iba a un hotel de 10 dólares. Pero cuando fui a Papúa
me achiqué de ir porque era muy peligroso. Entonces contraté
por primera vez en mi vida un tour y reservé hoteles en los tres
puntos donde quería ir. Llego a Papúa, a las tierra altas
y me va a buscar una tipa antipatiquísima, que me lleva al pueblito
a comprar los víveres. (El hotel era como una gran choza con
todas las comodidades, pero choza al fin, yo estaba sola). En el camino
veo a un papúa que tiene hojitas en el traste. ¿Eso era
té? No, ése era su traje. Viene otro que indica vayan
por la ruta tal porque ahí se están peleando, hay una
guerra intervillages. Yo digo quiero ir a una ceremonia.
La tipa ésta, odiosa, me dice ¡qué ceremonia!
Hay que avisar con tiempo, nosotros las organizamos bien, pero en esta
zona de montaña no se puede, es peligroso. Todos los periodistas
creen que pueden conseguir cualquier cosa, jua, jua, jua. Paseo
un poco por ahí, me muestro. Para nosotros los papúas
se ven feroces. Un guía jovencito muestra un video. Ese lugar
había sido descubierto en el año 23. Estaban en
la edad de piedra. No conocían la rueda, no conocían el
metal. Los descubrieron y, en un momento dado, los empezaron a matar.
En el video, entrevistaban a gente que todavía vivía,
tenían metrajes de este video. Para el turismo. Yo me levanto
y digo yo no quiero ver esto, los blancos siempre hacen lo mismo.
Me aparto con el guía y me pongo a hablar con él en un
inglés quebrado totalmente. Vuelvo a preguntar por la ceremonia.
Me dice que no hay, por supuesto que no. Tomamos cerveza de esas que
se sacan de una heladerita y después hay que reponer. Yo iba
hablando, hablando hasta que él me dice, en realidad hay
una. Mi tribu le está haciendo una ceremonia a otra tribu, yo
voy a pedir permiso a los ancianos para que la dejen. Ay, por
favor, por favor. En eso tocan a la puerta, abro y aparece otro
tipo, mayor, que dice I segurity. Se ponen a hablar.
No sé qué pasa, hasta que el guía jovencito me
dice El es mi tío y un anciano de la tribu. Dice que usted
puede ir a la ceremonia. Y me lleva a ver una de las cosas más
maravillosas que vi en mi vida. Había como 300 guerreros todos
pintados. Venían las mujeres pintadas también con sus
polleritas de rafia y los recibían y empezaban a cantar y a bailar.
Todo era muy lindo, pero también muy extraño porque el
canto era feroz, Temblaba la montaña. Se desplazaban en grupos
como de cuarenta, sesenta, que iban entrando al claro. Los tipos tocaban
los tamborcitos y el baile era totalmente sutil, unos pasitos muy tenues,
los brazos en el lugar, con sólo las plumas del paraíso
moviéndose arriba de las cabezas. Yo era la única persona
de afuera de esas dos tribus y al principio no me animaba ni a sonreír.
Y se me iba saliendo una sonrisa enorme que yo no sabía si reprimir
o no, porque no sabía qué sagrado era eso. Y al final
vinieron los viejos a verme, me abrazaron, me convidaron unas comidas
rarísimas. Y fue uno de los días más memorables
de mi vida y cuando vino la mujer odiosa dijo ¡Cómo
no me avisaron nada de esta ceremonia!. Creo que si puedo lograr
esas cosas es por mi interés por eso. Pero no verbalizado, si
lo verbalizás, sale por otro lado.
¿Su interés es solamente paraantropológico?
¿O hay algún motivo más cerca de lo religioso?
Gracias a Dios o a la Diosa no creo en ninguno de ellos. Ni en
un señor barbudo ni una señora tetona.
¿Alguna limpia de vez en cuando?
Sí, hago una limpia por las dudas. Fui a ver a una mujer
maravillosa estando en el carnaval de Tilcara porque me andaba preguntando
¿no habrá alguien que me quiera cambiar la pisada?
Que es algo que hacen algunos curanderos. Tu pisada mira para
el norte digamos y ellos la dan vuelta para que mires a
otro lado. Lo que hacen es enfocar tu atención interior, tu fuerza,
tu energía, desviándola de ese lugar donde vos estás
atrapado. Esta gente logra moverte unos milímetros y la cosa
salta para otro lado. Tómese ese tecito y diga dos oraciones.
Siempre voy con una relativa devoción, siempre está la
mirada de la escritora detrás de la mirada de la creyente.
También le interesan las máscaras. Tiene una gran
biblioteca sobre el tema.
Es la única obra de arte que vive porque la tenés
que bailar, la tenés que usar y es lo que conecta al hombre con
los dioses. A las máscaras las inventan dice José
Mosé y el antropólogo norteamericano Malvin Harris
las mujeres para entretener a los chicos de la tribu, para tenerlos
tranquilos y también para contar las historias ejemplares. Los
hombres secuestran las máscaras, se las llevan al bosque, las
vuelven horrendas, les ponen cuernos, les ponen espinas y vuelven a
aterrar a las mujeres y a los niños para que no salgan del claro.
Otra cosa que estuve trabajando mucho últimamente es el tema
del secreto. Me encontré con un libro maravilloso de Michel Taussen
que se llama Defacemente y que habla de los indios de Tierra del Fuego.
Allí los hombres les robaron las máscaras a las mujeres,
mataron a todas las adultas que conocían el secreto y se lo apropiaron.
Entonces yo siento que a través de las máscaras me voy
reapropiando del secreto que era nuestro. Buscando máscaras he
viajado por Nueva Guinea, por Java, por Fidji.
Así también pudo inventar a la antropóloga
de La travesía.
Como antropóloga es un alter ego, como escritora que no
quiere reconocer lo que hace esas cartas adonde hay todo un estilo
en medio de la obscenidad no sé.
También hace antropología urbana y también
ahí sale bien parada de situaciones de peligro.
Me gustaron siempre los mundos de los bajos fondos. Tengo una
novela que se llama Como en la guerra que transcurre en los bajos fondos
de Barcelona y otra que se llama Novela negra con argentinos que transcurre
en los bajos fondos de Nueva York. Cada vez me meto más en esos
lugares. Un día estábamos acá cerca, entrando muy
tarde al departamento de una amiga. Eramos tres. Se nos acerca un tipo.
Les estábamos por decir ¿A qué departamento
va? Entonces le vemos el revólver al costado. Y salen estas
palabras de mi boca: ¡Pobre amor! Venís a asaltarnos
y nosotras que venimos de farra, no tenemos un mango. Se ve que
me salió la cosa budista. Hicimos una colecta para el asaltante.
Imaginate, yo tenía dos pesos. Después una de mis amigas
me dice ¡Le dijiste pobre amor al asaltante!.
Otro día le apuntaron a mi perro con un revólver y a mí
me dio una santa indignación y un desprecio que quería
pisar como a una cucaracha al agresor. Era en los bosque de Palermo
a las dos de la mañana. Miré al tipo, lo semblanteé
de arriba abajo. Después le dije ¿Y vos qué hacés
tan joven con un revólver? En los bajos fondos hay una pertenencia
que no tiene que ver ni con lo que sos ni con lo que te ponés
sino con lo que sentís.
El culo del
lenguaje
Como te dije, yo escribí sobre la dictadura militar
durante la dictadura militar. Tengo un cuento largo sobre las mujeres
torturadas que creo que es una de las mejores cosas que he escrito.
Cuando Sudamericana lo publicó en el 92 nadie lo comentó
ese cuento, y eso que tiene casi 40 páginas, es como si no hubiera
existido. El libro se llamaba Simetrías. Yo creo que cuesta mucho
aceptar que las mujeres trabajen estos temas en las zonas más
ambiguas. Siempre esperan de nosotras la palabra consoladora, somos
como el náufrago de La Invención de Morel. Estamos en
la zona tenebrosa del lenguaje que nos denigraba, no ninguneaba, nos
invisibilizaba y para ingresar al lenguaje convencional tuvimos que
hablar con las figuras que nos pedía el lenguaje patriarcal.
El náufrago ¿te acordás? Estaba siempre en el lado
bajo, en lo fangoso de la isla hasta que un día se atreve a ir
a las tierras altas y se encuentra con montón de seres que repiten
y repiten las mismas conversaciones. Entonces aprende a intercalar sus
palabras para tener un simulacro de diálogo. Y cuando por fin
aprende el mecanismo de integración entiende que el poder hablar
cara a cara tiene un precio: la muerte. Las mujeres pagamos ese precio
simbólicamente durante mucho tiempo. Pero lo interesante es seguir
conservando algo del náufrago de La Invención..., esa
zona oscura, cenagosa. Las mujeres conocemos el culo del lenguaje. Y
cuando hablamos desde ese lugar es muy inquietante.
¿Qué quiere decir cuando dice que escribe con el
cuerpo?
A escribir con la libido, con el deseo. Yo respeto mucho la respiración
en sí. A veces escribo con el cuerpo y la palabra se va al carajo.
A veces escribo con la cabeza y queda demasiado frío. El lenguaje
vive por su cuenta. Cuando ocurre es muy excitante, te corre una sensación
de felicidad. Es como ir desarmando arcanos, atando nuditos. Y cuando
se establece ese punto de contacto entre ese material que está
ahí inconsciente las musas me dictan, oigo voces, veo la
película como dicen algunos es exultante, el resto es dolor.
Cuando estás tocando ese punto del saber del lenguaje te dejás
llevar y podés decir. El no poder decir es lo peor. Si no pasa
eso, estoy escribiendo y digo ¡qué bien qué
bien! y no pasa nada. Y cuando no escribo sufro mucho. Y no escribo
las tres cuartas partes del tiempo.
¿Tiene una relación beatífica con la escritura?
¿O como dicen algunos escritores escribir es un tormento?
Eso dicen sobre todo los señores. Murena decía cada
palabra me duele. Yo no sé donde se la metía.
Pero a veces se hacen síntomas físicos.
Yo escribí una novela que se llama Cola de lagartija que
empieza con la célebre profecía de Don Bosco Correrá
un río de sangre y después vendrán veinte años
de paz. Esa es la historia de López Rega que fue publicada
por Bruguera en el 83. Estaba con una hemorragia que me moría
y no era la menopausia todavía. Me daban toda clase de cosas
y no paraba. Hasta que a los ocho meses me di cuenta de que estaba actuando
el libro. La pregunta era por qué un pueblo tan alfabetizado,
tan europeo como el nuestro cayó en manos de un brujo. Después
de terminar esa introducción digo yo tengo que darle la
voz al brujo porque si yo escribo desde mi voz lo voy a juzgar.
Entonces se dio una batalla entre lo que yo opinaba y lo que decía
El brujo. Era una pelea feroz con este tipo que se apropia de mi lenguaje
y es muy inteligente porque alguien que tiene el instrumento del lenguaje
te puede. Yo estaba exultante escribiendo eso y mi cuerpo iba desangrándose.
¿Cuál es su relación con las escritoras del
boom latinoamericano?
El boom es una maniobra para que la escritora mujer siga haciendo
la novela rosa donde ahora todo el mundo coge, pero sigue siendo una
novela rosa. Generalmente no son buenas novelas e invalidan todo un
acercamiento al lenguaje mucho más profundo y transgresor del
que te hablaba y que puede hacer tambalear todas las creencias. En cambio
ponen de moda las que no significan ningún peligro. No hay que
pensar tanto en el mercado sino en algo que perdure. Yo me acuerdo,
cuando era chica en nuestra casa de Belgrano donde Fernando Alegría
decía que se reunía el Bloomsbury porteño
estaban Borges, Mallea, Ledesma, Nalé Roxlo, gente de la que
ya nadie se acuerda mucho porque éste es un país tan desmemoriado.
(Tengo sobre la mesa de luz para leerlos de vez en cuando los cuentos
de Chamico). Mi madre, Luisa Mercedes Levinson estaba siempre en la
cama escribiendo. Y sólo se levantaba para hacer esas reuniones.
En esa casa había una familiaridad tal con la literatura que
yo, cuando empecé fue porque me dije qué fácil
es escribir un cuento como Gloria Alcorta . Pero mamá no
quería que yo escribiera. Te mandé a un colegio
inglés para que juegues hockey, no quiero que te transformes
en una intelectual grasosa era una de sus frases.
Pero usted no siempre quiso escribir.
No, quería ser física o matemática. Yo leía,
pero tampoco era una gran lectora, sobre todo recuerdo mis vueltas a
la manzana bajo la influencia de Salgari cerca había un
baldío que yo transformaba en selva. Tenía mi propia
literatura porno. Leía el Freud de Emile Ludwig porque
me estimulaba la descripción de la libido y El diablo y la dama
de Radriguet que tenía una imagen de la película en la
tapa con la cara de Gerard Philip. Borges decía que yo era capaz
de matar a mi madre por una palabra. Un día escribí un
cuento que se llamaba El secante y que me lo publicó Juan Goyanarte
en la revista Ficción, ahora se llama Ciudad ajena. Tenía
18 años. Luego me casé y me fui a Francia. Y ahí
me puse a escribir Hay que sonreír, una novela muy porteña
que hablaba del parque Retiro, del tango, y por supuesto
los bajos fondos. ¿Es una novela autobiográfica
como son todas al principio? me preguntaban. Imaginate, la protagonista
era una prostituta. Sí, sí, decía yo.
Ya entonces pensaba a los libros como se los pensaba en casa de mi madre.
Allí siempre se preguntaban ¿Qué preferís,
100 lectores hoy eran todos modestos 10 dentro de diez años
o uno dentro de cien años?. Y la respuesta de todos era
uno dentro de cien años. Ahora la cosa no son 100
sino 100.000. Y mucha plata, sin embargo lo importante es la perduración
del libro. A mí me pasaron dos cosas maravillosas en estos últimos
meses. Estuve en el Chaco y vino a verme una gente de una escuelita
perdida que está trabajando con chicos que están desprovistos
de todas las cosas y les dan cuentos para que armen aparatos de reflexión
de la realidad y me cuentan que les están enseñando cuentos
de William Shand. ¡William Shand! Yo lo conocí mucho a
William Shand. Me pareció maravilloso cómo un libro puede
despertar todo un mundo de fantasía y alcanzar un lugar tan remoto.
Un poco antes estuve con Susan Sontag y Susan me muestra el prólogo
extraordinario que está haciendo para un libro de un autor ruso
que ella encontró por absoluta casualidad en Londres, en una
mesa de saldos que es como encontró también Aquí
pasan cosas raras, por lo que estaré eternamente agradecida.
Y cuando le preguntaron en el New York Times cuáles eran los
escritores más importantes del siglo XX ella nombra a este desconocido
cuyo libro había encontrado. Un día en un restaurante
ruso se le acerca un tipo que le dice yo soy fulano de tal
y soy el único que escribió sobre este hombre que nombró
usted en el diario. El libro es pirata, porque él sólo
publicó en una revista de rusos exiliados y nunca fue traducido.
¿Cómo lo encontró?. Y le cuenta toda una
historia loca de ese autor que era un médico, la conecta a Sontag
con el hijo. Y por el encuentro con este librito, el autor revive, revive,
lo van a publicar. ¡Un libro salva a tanta gente! Un solo ejemplar.