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SOCIEDAD

Extrañando y con miedo

Gabriela Arias Uriburu encabezó el lunes una marcha en Plaza de Mayo para pedirle al presidente De la Rúa que interceda ante el rey de Jordania para que ella pueda recuperar a sus tres hijos. El atentado del martes en Nueva York agregó dramatismo a su pedido: no sólo los extraña, sino que teme por su seguridad.

Por Marta Dillon

Las sábanas eran pegajosas como musgo el lunes a la noche. En el pequeñísimo cuarto, en la casa de su madre, Gabriela Arias Uriburu perseguía el sueño atravesando en la vigilia los dos océanos que la separan de sus hijos. Y no podía, no podía dormir. Dice que alguna premonición le abría los ojos, que no era la primera vez que le pasaba, que no le alcanzaba como explicación un día de emociones fuertes. En la pantalla de su mente pasaban como en procesión las imágenes del abrazo a la Casa Rosada junto a decenas de niños de escuelas primarias, el encuentro con el presidente Fernando de la Rúa para enunciar otra vez el mismo reclamo: que interceda ante el rey de Jordania para que sus tres hijos puedan visitar la Argentina. Como espectros veía todavía agitarse las cintas azules que se ataron en los árboles, a lo largo de la avenida 9 de Julio, para dejar una huella de su pedido, como si ella misma fuera una niña perdida en el bosque y necesitara recuperar el camino hacia esa mamá que alguna vez fue, con los tres chicos colgando de sus brazos, bufando tal vez porque no la dejan hacer las compras tranquila, porque la reclaman, porque piden cosas que no deberían. “Me levantaba y me miraba en el espejo y me daba cuenta de que esa mamá ya no estaba, que soy otra, que visité la muerte y desde allí volví para ser lo que soy ahora.” Pero esa vigilia, ese hundirse en la cama de una plaza, en lo que debe haber sido el cuarto de servicio de un departamento en Recoleta, le parecía un alerta nuevo. Lo supo el martes, dice. Mientras daba una conferencia de prensa ante corresponsales extranjeros sobre lo que había significado el abrazo simbólico a la Casa de Gobierno y sobre el viaje que la semana que viene emprendería a Estados Unidos para asistir a la Cumbre Mundial de la Infancia en la que también estaría el rey jordano, el que podría habilitar un nuevo encuentro con sus tres hijos. Pero, como todo el último martes, la conferencia se interrumpió. Las Twin Towers, el Pentágono, se derrumbaron, igual que sus planes, y el miedo le echó otra vez su aliento húmedo. “Cuando me dijeron lo que había pasado pensé en mis hijos, fue lo primero que pensé, porque es evidente que este conflicto viene de Medio Oriente y hacia allí se dirigirán las represalias. Ellos están en una zona que es una bomba de tiempo, no puedo estar tranquila. Hace tiempo que estoy recorriendo el mismo camino, para mí la guerra estaba declarada desde diciembre del año pasado. ¿Qué va a pasar si ellos quedan atrapados ahí? Jordania está a veinte minutos de Gaza, a veinte minutos de Cisjordania, la familia de Imad, el padre de los chicos, es palestina. Jordania puede parecer un lugar seguro, pero sus cielos no lo son. La zona completa está en riesgo.”
Habla tan bajo que la mayoría de sus palabras se quedan con ella. Parece una forma de nombrar sólo a medias lo que la atemoriza y repite como en una letanía: “Cuando los acuerdos de paz se rompen no hay nada seguro, además acordate, la muerte de Rabin, y Husseim era muy importante para mantener la paz, no digo que Abdala no sirva pero es muy joven para tamaña tarea... qué sé yo, se me vienen tantas imágenes. La primera vez que viajé a Jordania a ver a mis hijos estaba en el hotel y veía por televisión cómo bombardeaban Irak, ahí nomás, todo está ahí”. No es el momento para ella de ordenar ideas, sigue su propio hilo de pensamiento, se pregunta cómo va a ser el mundo al día siguiente. Sobre todo, cómo va a ser el mundo árabe porque en ese mundo están creciendo Karim, Zahira y Sharif desde hace cuatro años, cuando su padre los secuestró de su país natal, Guatemala, y los radicó ilegalmente en Jordania, “ese invento de (Winston) Churchill para que funcionara como mediador en el desierto palestino. Eso es lo que siempre decimos con papá”.
Si no fuera por ese murmullo que recorre la política internacional como si repasara las cuentas de un rosario, se la vería reposada, completamente vestida de negro, dejando viajar sus ojos azules más allá de la ventana. A última hora del martes esos ojos todavía no han visto ni una de las imágenes que encandilaron al resto del mundo. “Trato de protegerme, no quisiera ser fatalista y decir que mis hijos están atados al conflicto de Medio Oriente, pero tienen un grave problema. Una madre occidental y un padre oriental que los convierte en rehenes en ese territorio. Desde el primer momento, desde el 10 de diciembre de 1997 supe que viviendo allí estarían en peligro.” Pero aun sin imágenes las noticias se cuelan. La madre de Gabriela las trae desde su dormitorio: “Cayó otro rascacielos”, dice y la hija pregunta, pide detalles. Se acuerda de los primeros momentos de su matrimonio, cuando estaba enamorada de ese hombre que ahora “directamente no existe como tal”. Era la época en que los televisores mostraban en directo la guerra del Golfo.
–Viví a su lado la desesperación por estar lejos de su familia cuando él los sentía en peligro. Estábamos en Guatemala viendo cómo caían los misiles y ahora entiendo cabalmente de qué se trataba esa desesperación. En estos cuatro años he trabajado por la paz de mis hijos, por una mediación que equilibre la vida que les fue secuestrada. Pero ahora lo que no me deja dormir es qué estará pasando en la vida de ellos hoy, exactamente hoy, cada minuto, cada segundo, si tendrán miedo, qué les dirán, quién los consolará.

Hijos de la globalización
“La verdad es que llegué a Guatemala como una travesura. Había ido a Nueva York a visitar a unos amigos y desde allí cambié el destino para visitar a mi papá que tenía en ese país su destino diplomático. Me invitó a quedarme con él un tiempo y me pareció interesante. Mis padres se separaron cuando yo tenía once y desde entonces no habíamos convivido.” En Guatemala, Gabriela no sólo conoció los matices de la vida junto a su padre sino también lo que consideraba una vocación: el periodismo. En Buenos Aires había empezado y abandonado el magisterio, había trabajado en distintas cosas, nada la había convencido. “El periodismo era lo mío, lo dejé para criar a mis hijos.”
Conoció a Imad Shaban por un amigo en común y de inmediato se hicieron íntimos. “Esa amistad nos llevó a enamorarnos y la decisión del casamiento fue bastante rápida a pesar de que ninguna de las dos familias estaba de acuerdo.”
–¿Por qué?
–Por las diferencias culturales y religiosas. Pero yo siempre fui muy abierta, para mí en las diferencias está la riqueza, basé mi familia en la construcción a partir de esos contrastes. Siempre digo que el nuestro fue un matrimonio de la globalización, porque Imad estaba en Guatemala para dirigir una empresa familiar de producción de cardamomo, una semilla que en Jordania se usa para aderezar todo tipo de comidas, hasta el café, y curiosamente no se produce allá. El se hizo cargo de la empresa después de que su hermano tuviera que huir de Guatemala por una deuda millonaria que tenía con el fisco. Juntos decidimos radicarnos en ese país porque debido a las diferencias acordamos en que lo mejor era un lugar neutral para formar nuestra familia, un lugar que les correspondiera sobre todo a nuestros hijos. Era una familia multicultural, comíamos asado argentino y comida árabe que aprendí a hacer porque él me lo pidió. Se hablaba tanto en árabe como en español. Pero Imad traicionó un acuerdo del que también formó parte papá, él prometió que me iba a cuidar más allá de su muerte y que nuestra familia iba a vivir en Guatemala.
–¿Quiere decir que había un acuerdo entre su padre y su marido?
–Quiere decir que cuando mi padre terminó su misión diplomática y volvió a la Argentina ya jubilado le pidió a Imad que me cuide, hubo un compromiso.
–¿Esto no la hacía pensar en cierto menosprecio hacia su lugar de mujer?
–No lo sentí de Imad, sí del resto de su familia. Ellos nos veían distintos. Cuando nace mi hijo mayor el hermano de Imad puede volver a entrar en Guatemala y para mí ese fue el desencadenante de la tragedia que después vivimos mis hijos y yo.
–¿Se casó sólo por civil?
–En Guatemala sí. Pero cuando ya estaba embarazada viajamos a Jordania porque él quería presentarme a su familia y allí quiso que nos casáramos por la religión islámica. Lo hice pensando que esto iba a proteger a mis hijos y de hecho fue así porque ahora a Jordania no le quedó otra que reconocerme como madre. Si no me hubiera casado según esa religión mis hijos serían considerados huérfanos de vida y sería el Islam quien detentara su patria potestad. Pero ahora incluso cuando Imad pretendió anularme como madre en un juicio las autoridades jordanas me reconocieron. Ganamos todos los juicios de tenencia aun sin estar presentes. Pero ahí quedó todo.
En cuatro años Gabriela viajó cinco veces a Medio Oriente. Sólo en cuatro pudo encontrarse con sus hijos. En esas breves visitas, de las que también participa Imad Shabam y una terapeuta contratada por él, ella advirtió los cambios, los estados de ánimo, sus nervios, sus angustias. De a poco los dos varones y la nena perdieron el idioma de su madre y ella tuvo que aprender el inglés fluidamente para poder comunicarse más allá de las canciones infantiles y los juegos, el lenguaje más antiguo y el que mejor manejan. En la cartera, en su cuarto, Gabriela lleva el registro de esos encuentros fugaces que de alguna manera la hacen creer que es posible cambiar hasta lo que parece imposible. “Cuando volví en 1998 de la primera visita, después de verlos correr hacía mí gritando ‘mamá, llegaste’, y me di cuenta de que todo ese recorrido que yo había hecho por organismos internacionales, por diversas fundaciones, me había conducido a ese encuentro, supe que no me podía callar. Tenía que compartir con otros padres lo que había aprendido. Además fue como destapar una olla, me encontré con cientos de casos como el mío y por eso me dediqué a la fundación y me voy a seguir dedicando. Hay un gran vacío legal para todos esos chicos que están naciendo de matrimonios como el mío, que tienen más de una nacionalidad y ningún organismo que los proteja.”
–¿Ese organismo podría ser el Tribunal Internacional de Familia que usted está impulsando?
–Sí. Porque la apertura global favorece los encuentros multiculturales, eso es bueno, pero los chicos que son ciudadanos del mundo como los míos y que tienen tres nacionalidades –argentina, jordana y guatemalteca– no tienen quien los proteja y las leyes locales son muy diversas. No todos los países tienen la patria potestad compartida y algunos tienen leyes de patronato, como el nuestro, que se contradice con la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Entonces es necesario unificar criterios y sobre todo poner al mundo al servicio de los chicos y no al revés.
–¿Qué espera del gobierno argentino en este momento en particular, después del cambio de escenario que significaron los atentados?
–Espero que tengan una actitud más enérgica todavía y sobre todo rápida. Debería acelerarse la invitación del presidente De la Rúa para que los chicos vengan a Argentina. Ahora, éste es un lugar muy seguro. Ya no se trata sólo de que vengan a ver a la madre sino de proteger su integridad física.