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TALK SHOW

Viudez, dinero y amor

Por Moira Soto

Así como la figura del padre soltero parecería no existir ni en el habla cotidiano ni en estadísticas o ensayos sobre la paternidad, la del viudo suele carecer de la menor relevancia en cualquier sentido (salvo por su condición de disponibilidad para formar nuevamente pareja...). En cambio, las viudas no han pasado nunca inadvertidas, ya inspirando lástima y protección (junto con los huérfanos); ya obligadas a la reclusión, a casarse con un hermano del difunto (ley de levirato) o directamente a quemarse en su tumba (sati hindú). “Mujer que se encuentra en la situación de haberse quedado sin su amo social”, define enfáticamente a la viuda Victoria Sau, española, en su Diccionario Ideológico Feminista, mientras que la psi norteamericana Carol J. Barret (Mujer, locura y feminismo) sostiene que a la viudez femenina se la considera “portadora y transmisora de la realidad de la muerte”.
No hay insectos ni pájaros ni plantas que se llamen viudos, pero sí una araña malísima, de panza redonda y patas finas, veneno puro, apodada “viuda negra” (por extensión, así se acostumbra denominar a las femmes fatales del cine negro); también existe una planta de la familia de las dipsáceas (según dice el diccionario), más inofensiva, con flores moradas tirando a negro, llamada familiarmente viuda; y dos tipos de aves, unas africanas de cola muy larga que ponen huevos en nidos ajenos, las viudas, y otras sudamericanas del grupo tiránidos, las viuditas. Los franceses, por su lado, acuñaron en el siglo XVIII la expresión épouser la veuve (casarse con la viuda), metáfora de ser colgado, que en el XIX se usó para los que eran guillotinados.
Si vamos a los refranes hispánicos, rebosantes de prejuicios y mandatos respecto de las mujeres, encontramos esta gema: “La viuda honrada, su puerta cerrada, su hija recogida y nunca consentida, poco visitada y siempre ocupada”. Epa. Pero también se puede citar otro dicho popular, más divertido –sin dejar de bajar línea– y que viene a cuento de una suntuosa opereta que acaba de presentarse en el Colón: “La viuda rica, con un ojo llora y con el otro repica”, referido, claro, a las avivadas que tiran la chancleta y sobre las que pesa la sospecha de que pueden haber ayudado a enviar al finado esposo al otro barrio.
De Hannah Glawari, viuda que ha heredado 20 millones de francos, no se sabe si amó realmente al que fuera su cónyuge. Ella es la protagonista de La viuda alegre que en esta oportunidad interpretó espléndidamente la gran Frederica von Stade. Lo que sí se conoce es que años atrás, cuando era una sencilla campesina, fue abandonada por un aristocrático novio que cedió a las presiones familiares. La dama procede de un minúsculo país (en uno de los films basados en esta opereta, Ernst Lubitsch mostraba una lupa buscando ese territorio en un mapa) y está en París, de fiesta en fiesta, estupendamente vestida por Mini Zuccheri (en la foto, sus diseños para las grisettes del III acto), mientras su embajador se desmelena por casarla con alguien del terruño, para que la fortuna quede en casa. Sí, el elegido es el borrachín y mujeriego (o más bien grisettero, ya que se refocila con las Jou-Jou, Frou-Frou, Dodo... de chez Maxim) conde Danilo, aquel que la dejó por plebeya. El final feliz de esta irresistible obra de Franz Lehár llega cantado en más de un sentido, después de una serie de enredos en que la viuda pone a prueba a Danilo y espanta a la bandada de cazafortunas que le chupan las medias de seda sin que ella los considere ni por un instante. Casi todo está bien cuando termina bien: estamos en la BelleEpoque y el rebusque para salvar la idea de amor desinteresado, es que al volver a casarse, ella se queda sin plata... que va a parar a manos del nuevo marido. En fin, convenciones del momento, aunque viendo y escuchando a Hannah en la soberbia creación de von Stade, no caben dudas acerca de quién se hará cargo de las finanzas matrimoniales en el futuro...