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ENTREVISTA

Pintar para
ver
Paisaje argentino, 1986, acrílico sobre tela.

Josefina Robirosa es uno de los grandes nombres de las artes plásticas argentinas, pero es mucho más que eso: a sus 69 años, mientras prepara una muestra en la galería Rubbers para exponer obras que nunca antes mostró, sigue siendo aquella mujer que, en los ‘60, rechazó una invitación de Kenneth Kemble para hacer “arte destructivo”. “Mirá, lo que yo quiero es construirme desesperadamente”, le dijo. Y así fue.

Por Soledad Vallejos

La experiencia puede decir que los grandes nombres vienen precedidos por un dejo de altivez, o de exceso de autoconciencia. De factores, digamos, que de tanto regodearse en el estrellato alimentan el halo de misterio hasta convertirlo en una neblina lo suficientemente densa como para terminar ocultando los motivos que transformaron el nombre inicial en Ese Gran Nombre. Pero Josefina Robirosa abre la puerta de su casa en medias, se alegra de poder seguir con sus pantalones salpicados de pintura porque las fotos no se tomarán en ese momento, sirve un poco de café y desploma su metro y mucho de altura sobre el sillón antes de decir: “Pinto para ver lo que necesito descubrir. Pinto para llegar a ver lo que quiero descubrir. Yo pinto, y me hace bien. Y lo que me hace bien a mí, bueno, supongo que también le hará bien a alguna gente”. Entonces, tamaña sencillez desvanece en un segundo cualquier temor que pueda suscitar estar frente a uno de los nombres consagrados de la pintura contemporánea argentina, uno de esos infaltables en los diccionarios internacionales de arte y cuya obra ha sido objeto de una de las escasas retrospectivas que el Museo Nacional de Bellas Artes realizó de artistas vivos. “Después de estudiar con Héctor Basaldúa entre 1950 y 1953, hizo pinturas abstractas, primero de líneas interrelacionadas, y a partir de fines de la década del ‘50 de planos transparentes. Poco después, formó parte de un grupo de Arte informal asociado con la revista Boa, que había emergido de otro grupo, Fases Internacionales; en ese tiempo, su trabajo se caracterizaba por su sutileza y su sensible carácter gráfico”, define el Grove Dictionary of Art. Pero a ella todas estas definiciones, citas y discursos posibles, dice, la tienen muy sin cuidado, lo importante, lo verdaderamente importante es el arte mismo, la necesidad de que exista, de hacerlo, de que alguien lo disfrute.
–A veces, a los espectadores les gusta un cuadro si se ajusta a lo que esperaban ver. Una vez, encontré a (Rómulo) Macció saliendo furioso de una exposición, y le pregunté “¿qué pasa, no te gustó?”, y me dijo “no es lo que esperaba”. El estaba esperando ver lo que imaginaba, y los cuadros son distintos a eso. Cuando pasa eso, la gente se enoja. Pero también es porque a los espectadores en general les importa lo de alrededor de la pintura, no la pintura misma. La pintura es materia, espacio, infinitas posibilidades. Pero hay gente que mira solamente la imagen, no goza con todo lo otro, y te dice cosas como “¿por qué pintaste esa cara tan triste?”, “¿por qué elegiste ese momento?”, te dicen cosas que uno no pensó en el cuadro. Porque yo tampoco sé qué hay que poner. El cuadro se pinta solo. Al pintar, hay un mapa interior que uno pone afuera. Claro que el cuadro es mejor cuanto mejor es ese mapa. Uno es un aparato de información, pero vos cuando pintás no podés dejar que obre toda esa información, lo que leíste, lo que escuchaste, los pintores que te gustan. ¿Sabés qué? Creo mucho en el aparato que somos, confío en la armonía de la vista, en la sabiduría de la especie. Cuando pintás, estás pintando tu radiografía. Uno tiene que ser como un tubito vacío, para que el cuadro salga, esa pintura tiene que ser como una radio del espíritu, del alma, de la psiquis, de lo que a uno lo construye.
Y a ella la construye haber atravesado su infancia (en la inmensidad sombría del palacio Sans Souci, con papá, mamá, hermano, Manuel Mujica Lainez, Ana de Alvear) en épocas en que no se creía en los niños (“aunque ahora se sigue creyendo en los adultos y no en los niños”), haber tenido que lidiar para que se viera su obra y no su apellido de familia tradicional al que, para colmo de males, se agrega una rama de los Alvear, haber descubierto muy tempranamente que lo único real, además del campo, el sol, la luna, para ella era la pintura. Apenas pasados los veintitrés años, vio cómo Alfredo Bonino, responsable de una de las galerías más importantes y vanguardistas de Buenos Aires, pisaba su taller para seleccionar obras. Meses después, en mayo de 1956, esos cuadros compartían las paredes de Bonino con otros de Domingo Bucci y Jorge De la Vega. “Josefina Miguens”, firmaba por entonces; se había casado seis años atrás y ya era madre de José Ignacio y María. Esa exposición, la primera colectiva pero con la importancia de una muestra individual, terminó de abrirle las puertas a un camino que no abandonó jamás, aunque en ocasiones haya estado un poco alejada del circuito.
–Llama la atención que, habiendo sido amiga de De la Vega, Macció, y otra gente que después participó de la movida del Di Tella, no te hayas relacionado demasiado con el pop art.
–Era una época difícil para mí. No tenía resto para una carrera, me corría la vida y además tenía dos hijos chicos. Yo era amiga de Kenneth Kemble, y un día llega en su bicicleta, y me propuso que hiciéramos un grupo, algo de arte “destructivo”. Y yo le dije “mirá, no puedo, tengo agua hasta la nariz, quiero construirme desesperadamente. Mi trabajo sería para evolucionar, no para destruir”. Yo naturalmente era destructiva, para qué quería destruir algo nuevo, si ya tenía una sensación atroz.
Y esa construcción se traducía (se traduce) en una obra que jamás adhirió a grupos, tendencias o postulados colectivos, una característica poco usual para una carrera de tantos años. Sin embargo, esa decisión, esa necesidad de individualidad no se tradujo en mutismo ni aislamiento. Porque si bien sus trabajos hablan de un mundo personal, de lo íntimo volcado a la pintura como manera de afrontar la búsqueda, algunos rasgos permiten asociarlos con los períodos en que se gestaron pero sin convertirlos en postales de modas pasajeras.
–Nunca adherí a ningún “ismo” porque me parecen una aplicación extra de la pintura. La pintura, en realidad, no es una carrera. Es una cosa eterna que va a seguir existiendo más allá de quienes renuncian o no a la pintura. Entonces, uno no tiene por qué hacer o ser carrera, ser un objeto de consumo. No hay que inventar un “ismo” nuevo cada diez años para dejar contentos a los críticos. De esa manera, se pierde el contacto con las cosas, son pececitos de colores, los críticos no deberían ser consagratorios ni descalificadores. Un artista hace como un gusano: escarba bajo la tierra, saca algo, descubre o reencuentra algo. Los artistas y los gusanos se pasan la posta de ese algo, que no sabemos qué es, y eso no se corta nunca.

S/t, 2000, acrílico sobre tela.

Entre el Di Tella, un gusanito como la canción de De la Vega, inevitablemente surge otro nombre infaltable de esos años, Federico Manuel Peralta Ramos, el autodefinido “artista peripatético y callejero” que se decía estrella porque salía de noche. “Acá tengo, en el baño, fijáte”, dice Josefina caminando rápido por un pasillo, “acá tengo cosas de Federico Manuel”. Entre montones de obras propias (como un pañuelo tremendamente colorido, de los ‘70) y ajenas, dos cuadritos que en marzo de este año formaron parte de la exposición Colecciones de artistas, en Proa: los preceptos de la “religión gánica” (“a Dios hay que dejarlo tranquilo”, “creer en el gran despelote universal, tener en cuenta eso”, “flotar”), y otra de puño y letra. Mira la letra azul, redonda, grande sobre una pizarrita blanca, y lee entre risas “A Josefina, algo gordo corazón, Federico Manuel”.
–Vos sabés que el otro día me quedé pensando qué hace que un tipo esté permanentemente sumergido. Yo, antes, tenía una teoría de que si alguien está mal es porque hay algo en esa persona que convoca la mala onda. Pero era gente que no veía especialmente atractiva ni simpática. Pero después vi que pasaba eso con gente que no lo merecía.
Ese azar que consagra a algunos y deja en el olvido a otros la preocupa, la preocupó también en las dos ocasiones en que formó parte del directorio del Fondo Nacional de las Artes, y sigue haciéndolo ahora. Ciertas mezquindades, mediocridades o envidias que deambulan por todos los ámbitos no tienen porqué estar ausentes en el mundo del arte, y ha tenido ocasión de ver algunas. “Por eso es que me importa tanto la bondad y la gente, aunque para darle una mano a alguien no necesitás ni conocerlo, ¿no?”
–Parece ingenuo, pero yo creo en la bondad. Hoy, justamente, le dije a Pier (Cantamessa, artista plástico) que no hay soluciones ideológicas de afuera, porque la violencia está en el corazón de la gente. Lo que va a salvar el mundo es cada esfuerzo individual, sino qué otra cosa. La única forma de cambiar es el corazón. Y por eso, por ejemplo, creo que la Carrió está empezando a tener este arrastre. ¿Sabés por qué? Porque es una tipa que dice la verdad, y dice cosas como “estoy gorda porque me lo merezco, porque cuando era linda y flaca dije mirá esa culona”, lo dijo por televisión el otro día a las cuatro de la tarde. Es genial eso. Para algo así me sirve pintar con la televisión encendida, ves. Me gusta lo espontáneo, lo desplegado, porque vos creés que el que te está escuchando no tiene mala onda. Yo, como soy con vos, soy, y confío en que no vas a usar mal lo que te estoy diciendo. Y a veces, después, me veo escrita y no lo puedo creer, porque soy bocona y me ponen todo. Es mi responsabilidad, porque no me cuido, pero yo no me quiero cuidar en mi vida. ¿Por qué voy a hacerlo?

S/t, 1958, oleo sobre tela.

Por las ventanas del departamento se ve el Parque Lezama, la avenida Caseros, las puertas de las casas donde viven amigos, el sol entrando de mil maneras para alumbrar su taller, con obras a medio hacer y otras esperando ser reconocidas como finalizadas. En el living, Josefina habla desde los 69 años que desafían su aspecto de 50, recuerda escenas de los 35 años de su segundo matrimonio, con el escultor Jorge Michel (Michel, para ella), y se reconoce con mentalidad de “como de sobreviviente”.
–No sé por qué, siempre he tenido desde chica la idea de que puede pasar un desastre. No es que lo espere, pero, por ejemplo, sé que pueden cortar la luz en cualquier momento y me quedo sin fax. Y por eso tengo un teléfono con cable al lado de la cama. Esa mentalidad tengo. ¿Por qué? Claro, porque de chica me la pasé en el campo. Ahora, estoy acá, descalza. Soy de tocar el piso, de sacarme el corpiño cuando puedo, de tierra, de mundo real. A mí lo que más me importa es qué hacemos en este prodigio que es el mundo. No es que viva en estado de éxtasis, pero no me olvido de esas cosas. Desde acá, veo el parque, cuando salen el sol y la luna. En el dormitorio, tengo el sol a las siete de la mañana, inmenso. Tengo eso del contacto con la tierra.
–Pasaste mucho tiempo en el campo.
–Viví en el campo, y viví en Martínez cuando no había manos en las calles. Y... yo nací en el ‘32. Mis padres se mudaron allá cuando era un terreno que tenía tomates, manzanillas, y después tuvieron que sacar todo. Y después, nos mudamos con Michel a la Panamericana, pero resulta que cinco mil metros del lado croto costaban igual que 300 del lado paquete. Por supuesto que nos mudamos del croto, pero mis hijos navegaron durante siete años en el barro hasta que finalmente abrieron la Panamericana. Tuvimos que sacar los cardos para hacer la casa, y si yo vendía un cuadro decíamos “bueno, una fila de ladrillos”. Y después, Clorindo Testa, que me conocía de chica, me hizo el plano, porque yo lo había pedido a otros arquitectos sabiendo que Clorindo no me lo iba a querer cobrar, pero se creen que porque sos artista sos loco, y habían puesto cosas como un tobogán para que los chicos bajaran del cuarto.
Durante esos años de La Celeste, la casa de San Isidro, las obras de Robirosa pasaron por momentos emparentados con el arte óptico y lo muy pop (aunque no puro), algo de abstracción muy personal, dibujos de lápiz sobre papel, y unos cuantos perros que ella y Michel veían jugar por un parque inmenso. Pero en algún momento se llamó al silencio pictórico; entre 1969 y 1975 estuvo ausente de las galerías. Cuando regresó, lo hizo con una temática que todavía persigue, la de paisajes y bosques: una naturaleza plenamente misteriosa y atrayente, con juegos de luz, de sombras, de imprecisiones precisas y equilibradas.
–No es que no tenga corazón, pero creo mucho en que todo pasa por la mente. Es como jugar con la mente y las posibilidades. Entonces, algo que me interesa mucho es la física, la teoría del caos y esas cosas que no las entiendo ni para atrás ni para adelante, aunque instintivamente las entiendo perfecto, me doy cuenta en el resultado. Me interesa la teoría de los fractales (que es capaz de hacerme vivir un trip como de coca aunque no sé cómo es la coca), que es una teoría física que se da sobre todo en la naturaleza. Ponéle, un árbol saca dos ramas, la otra rama saca otras dos, y eso es infinito, como la teoría del crecimiento. Han hecho modelos con computadora para probarlo, lo programan para que termine en caos pero todo termina siempre en armonía y creación. Entonces, no existe el caos. Ahí tenés como un ejemplo de la inmensidad infinita, incalculable, y de golpe eso es lo que a mí me fascina: no sé si existe Dios, pero sé que Dios está previsto en las leyes del universo. Y para mí eso es Dios: es el mapa de la inteligencia divina, que no sé de quién es. Esas cosas me fascinan, como un juego mental pero que es real. Yo entiendo perfectamente la compadrada de resistirse a las palabras lindas y que suene a señora beata, y tengo que hacer un acto de humildad para meter mi compadrada adentro, y admitir mi búsqueda de armonía, de no violencia, de amor. Porque tengo un profundo respeto por Bacon, que es denso, terrible, como Macció, y en alguna parte de mí quiero eso. Yo antes me acusaba de simétrica, me decía “tengo miedo al riesgo, no puede ser, ¿cómo no me someto a lo inevitable?”. Pero soy Géminis y Libra, tengo dos signos mentales dobles, y balanza ¿Cómo pretendo no ser simétrica? Yo busco un estado armónico, no inarmónicos, me tengo que resolver a ser lo que soy y buscar la armonía. Entonces, creo en Dios, en el espíritu, en la bondad, en el amor. Pero eso no quiere decir que crea en la religión, la religión fue hecha por los hombres y la ejercen mal. La religión, ejercida por los hombres, es una ideología, ésa es mi experiencia.
Ideología es una palabra que le despierta, más que desconfianza, temor, cierto resquemor por lo que pueda aparejar. “Yo, en las cosas que creo, creo porque me pasaron”, dice en algún momento, y por eso asocia lo ideológico, con lo oscuro, lo doloroso, con una violencia que por definición es sin sentido.
–Anaïs Nin, la amante de Henry Miller, que era de la generación con la que crecí, decía algo sobre hombres y mujeres, que yo no quiero usarlo así porque no soy feminista y creo, además, que la gente incurre en esto más allá de ser hombre o mujer. Ella dice que las mujeres tienen problemas emocionales, como todo el mundo, son conscientes de ellos y los encaran, aunque puedan curarlos o no. Los hombres, al contrario, tienen los mismos problemas emocionales, pero no los encaminan como tales, sino que a partir de ellos construyen ideologías que después defienden la muerte, olvidando los problemas emocionales que las ocasionaron. Y eso es algo con lo que yo me encuentro tanto en la vida: seres, hombres y mujeres, que sostienen una ideología, pero detrás de la cual hay una cosa vengativa, autoritaria. Se construyen sobre sentimientos medio torcidos siempre. Esas ideologías son como reactivas, se construyen siempre de afuera para adentro, y justifican la agresión. Y no hay ideología que justifique matar, a pesar de que se inventen todas las posibles para justificar la muerte.

Suena el teléfono. Un amigo intenta convencerla de ir ya, ahora mismo, a una inauguración. “¿Hay que ir hoy? ¿Te parece muy importante que sea hoy? Porque va a seguir unos días, ¿no? Además hace frío”. Parece que lo convence, porque al rato vuelve, dice que ella ya no se preocupa de estar donde se supone que hay que estar, que no necesita que el teléfono suene todo el día para sentir que existe, que alguien la reconoce. “En un momento decís, ¿tanto correr y tanto apuro para conseguir qué? A esta altura, a mí, si alguien me quiere regalar algo, lo único que pido es tiempo”. Si algo aprendió, es que le importa hacer lo que la haga sentir bien, y nada más. Pero el aprendizaje, dice, no fue fácil, porque incluye saber hacer frente a la maldad, sin sentir un atroz deseo de devolver lo mismo, de “consentirse” esa misma mala espina.
–Por suerte nunca me he consentido esa maldad. Cuando algo me hirió o me dolió, y yo podía haberme enojado, no lo hice, pero siempre traté de entenderlo ¿Y vos sabés que con el tiempo se probó que yo tenía razón? La única forma de entender el mal es comprender a la persona. Saber la historia o imaginarla, abrir un crédito al defecto, al defecto de la ignorancia. Yo, en mi vida personal, he pasado situaciones horrendas, pero pude transmutar esas cosas horrendas que me pasaban. Creo que todo tiene su causa y que hay que respetar esas cosas, entender la raíz de ese mal. Porque creo que el mal existe como hecho, pero, salvo excepciones, no sé de gente “mala”. Creo que el mal existe y que vuelve a los que lo hacen. Pero todo eso era para explicarte qué me gusta de estar viva: porque a pesar de eso, hay cosas para celebrar estar viva.
–Hace un tiempo, dijiste en una entrevista que estabas llegando a un momento de síntesis.
–En la pintura sí, se me está juntando todo. Pero eso no quiere decir que llegue a síntesis en otras cosas. Tengo nostalgias de una vida más en contacto con la vida, de esas sociedades más humanas, esas cosas de las provincias. Era más afectuoso, más socorrido. Ahora está muy cruel la vida.
El amor, cree fervientemente en el amor y las posibilidades de que el amor, a partir de los individuos, ayude a buscar otro rumbo a tanta crueldad. Piensa, intenta recordar el texto que escribió para su próxima exposición (Itinerarios de papel), la de obras sobre papel que permanecieron inéditas hasta ahora, y que la galería Rubbers inaugurará (en el Ateneo Gran Splendid) el 3 de octubre. “Ahí puse ‘la única libertad posible es la del amor’”. Dice “soy la reina de las perogrulladas... pero la libertad es libre” y no puede parar de reírse. “Pero de verdad creo en eso, porque la libertad del amor es la única que no es reactiva: no reacciona ante nada, no devuelve golpes, no reacciona a nada que le tirás... ah, ahora me está gustando lo que escribí”. Se entiende, entonces, el aprendizaje, y dan ganas de regalarle todo el tiempo que pidió: tanto cuesta aprender algo, que es justo después pretender aplicarlo la misma cantidad de tiempo que pudo demandar el aprendizaje. Pero entonces rompe el silencio:
–Hay algo en mí que todavía está aprendiendo.
Las ilustraciones pertenecen al libro Josefina Robirosa (Ediciones de Arte Gaglianone), de Mercedes Casanegra.