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ENTREVISTA

¿Estás bien?

 

¿Estabas ahí?

Desde el 11 de septiembre, cuando un atentado terrorista derrumbó las Torres Gemelas y la prensa anunció que comenzaba la primera guerra del siglo XXl, estas preguntas angustiosas comenzaron a saturar los e-mails enviados a Nueva York. Un grupo de mujeres que se encontraban en la ciudad o a quienes se sospechaba cerca reenviaron a Las/12 sus respuestas a modo de agradecimiento público. En medio del relato del horror insiste el del amor y la solidaridad.

21 de septiembre

Mamá:
Y yo que creía que Manhattan era invulnerable, inatacable desde la época de mis fantasías infantiles en que Superman la sobrevolaba para cuidarnos...
Hay una palabra necesaria aquí: skyline, la línea del cielo. Acaso porque el perfil de Manhattan, visto desde lejos, sugiere esa expresión. La línea del cielo era Manhattan como el Obelisco es Buenos Aires, y aparecía ante mí cuando Frank Sinatra cantaba con voz pastosa New York, New York. La línea del cielo de Manhattan tenía la música de Rapsodia en azul y parecía tan eterna como el cielo mismo. Hoy tiene el espíritu del derrumbe y quizás el cielo tampoco sea eterno.
En medio de la desolación, me asaltan los recuerdos de mis primeros días aquí, cuando me parecía pura magia estar mirando la skyline recortándose entre los árboles del Central Park. Ahora aquellas impresiones están teñidas de irrealidad, así como tampoco termino de creerme lo que ha ocurrido.
Hay un vacío angustiante en la línea del cielo. A través de los agujeros que dejaron los edificios que faltan, entraron las sombras más oscuras. Entró un nuevo sentido en las palabras. Un minuto de Manhattan era un minuto acelerado, intenso, chispeante. Un minuto de Manhattan es ahora un minuto acongojado, de silencio por los muertos. Preguntar cómo estás, es preguntar cómo sobrevivís al espanto; preguntar si conocías a alguien es preguntar si algunos de tus familiares, amigos, conocidos, murió en el ataque. Ahora Manhattan tiene sus propios desaparecidos, missing. Ahora mismo hay madres y padres, hijos e hijas, esposas y esposos, amigas y amigos que no pueden aceptar del todo una muerte porque no han visto un cuerpo, aunque una dolorosa certeza subyace en el intento de negar. Manhattan está empapelada de páginas de confección casera, encabezadas con la palabra missing y debajo una fotografía de la persona que falta, sonriendo a la cámara, abrazando a un bebé, jugando con un perro, mostrando con orgullo un tatuaje... Casi todos trabajaban en el World Trade Center. Claro que no son los mismos desaparecidos pero esas palabras despiertan en mí ecos angustiosos de un pasado que creí que sólo dolería en la memoria pero que ha vuelto a dolerme en la carne. Aparecen otras evocaciones: en los siniestros atentados contra la Embajada de Israel y la AMIA, nuestros corazones aprendieron a escuchar el paso a paso de la búsqueda desesperada de los cuerpos entre los escombros. Con esa memoria activada vuelvo a escuchar sobre las operaciones de rescate.
Los turistas, esa especie que los locales suelen soportar con condescendencia, casi no se atreven a acercarse. María Elena Walsh escribió alguna vez que “mientras el mundo exista no se suspende la función”, pero nuestro mundo debe haber dejado de existir porque varios shows de Broadway han levantado sus funciones.
Vuelven mis recuerdos ligados a las Torres Gemelas, una vieja broma entre vos y yo que ahora me provoca lágrimas en vez de risas, una foto en el patio de la escultura que ahora es una reliquia inquietante, la librería donde solíamos tomar café que ya no existe. Pienso en una empleada de una perfumería del World Trade Center que casi me retó porque me había teñido el pelo de rubio platino olvidando las cejas... Me pregunto ahora por ella.
Mientras tanto, el país se prepara para la guerra. Y yo también tengo escrita en mis células argentinas la historia de una guerra, el conteo de las armas y las muertes, las sórdidas descripciones de los enfrentamientos.
Entre las sombras y el horror, la solidaridad corre como un río caudaloso. La gente que trabaja en la recuperación de los cuerpos ha recibido más comida de la que podría comer en mucho tiempo. Hay cifras millonarias en donaciones para los familiares de las víctimas. Pero también el odio prejuicioso se ha despertado, reavivado. Hay agresiones contra los árabes, atentados contra sus negocios, amenazas contra sus vidas. Los padres de ese origen temen mandar a sus hijos al colegio, y los hispanos, si se ven adecuadamente morochos y se visten de cierta manera, también están expuestos a los ataques.
Dos edificios hasta el cielo se han convertido en polvo y fuego. Miles de muertos, una tragedia de magnitud todavía inabarcabable, inconcebible para todos los que creíamos estar a salvo en Nueva York, para mí que estuve a punto de tomar el tren a Manhattan temprano en la mañana del 11 de septiembre (recién ahora me atrevo a decírtelo).

De Moira Chas, matemática.

11 de septiembre

Sí, sí, querida, no te preocupes, recién abro el e-mail. Pero no te preocupes, la casa está bastante lejos, como a cien cuadras, de lo que eran las torres. Sí, todo muy, muy triste. Sí, sí, ojalá sea como decís. Eso, por favor, por la paz, tan frágil, no, tan frágiles, como brújulas eran, tan bellas, nuestra brújula urbana eran, tan bellas, no, tan esbeltas. Las vi caer en la pantalla. Pero antes, antes de caer, las viste. Viste la gente. El humo, parecía el Guernica. No sé por qué. No hay fuego en el Guernica. No había caras. Sólo figuras asiéndose de las cornisas. Y sin embargo el humo, la expresión del humo. El humo salía de las ventanas como la cara de la mujer en el Guernica. No saltaban, no, nadie saltó, era el impacto que los expulsaba. Nadie saltó. Los que pudieron llegaron a bajar las escaleras antes de que se derrumbaran. Toda esa gente, no, toda esa gente, a esa hora, ya habrían llegado, apenas, se estarían sirviendo el café. Era temprano. ¿Ya estaría todo el mundo? Estarían entrando. Y tanta gente en el subte. Pero los del subte salieron, ellos pudieron salir por debajo, por el subsuelo, hasta la calle. Estarían algunos de los empleados, pero no todo el mundo, era muy temprano; contra qué capital, las señoras de la limpieza y los chicos de Puebla que trabajan en las cocinas, pobrecitos, la mitad ilegales, las familias no deben saber ni que trabajaban allí. Marta dice que cuando venían ayer de New Jersey vieron entrar a la ciudad una hilera de camiones con enormes acoplados negros. Dicen que hay como 4000 desaparecidos, pero ella dice que debe haber más, que van a haber más. Pero yo no creo. Era muy temprano, ya van a ver. Todavía mucha gente no habría llegado. Estoy bien, devastada. Pero bien. Marta está en New Jersey y no puede volver. Toda la isla está cerrada. La gente sale caminando por los puentes. Han puesto lanchas que salen cada cinco minutos de Manhattan a New Jersey. Todo el personal de los hospitales está de guardia, han vaciado las salas por completo esperando que lleguen los heridos. Pero no llegan, no han llegado. Todavía no llegaron. Los están esperando. No se sabe por qué. Esperan en el muelle con las sillas de ruedas. Sí, querida, sí, gracias, me llegó. Estamos bien. Yo en casa. Sólo salí al mediodía. Todo estaba tan raro por aquí arriba, luminoso y siniestro, sobre todo por lo que no se veía: el día estaba ofensivamente hermoso, sólo una nube muy grande aparecía al fondo, sobre el sur de la ciudad, y ni siquiera demasiado oscura, la gente estaba en los restaurantes como si fuera un feriado, pero sin hablar y mirando repetirse una y otra vez la misma imagen en los televisores colgando de los techos. El tráfico está cortado y aun así, algunos llegábamos a una esquina y nos quedábamos ahí, sin saber hacia dónde ir, para dónde cruzar, si seguir o volverse, y como si nadie quisiera irrumpir en el espanto del otro ni siquiera nos hablábamos. Otrosen el mercado, comprando provisiones como cuando anuncian tormenta; otros caminaban sin zapatos, y todos mirándonos con una expresión como si nos hubieran arrancado una mano. Gracias por escribirme.

Te quiere, Mercedes

20 de septiembre

Queridos, qué puedo decirles, después del grito de guerra, hoy la ciudad ha sufrido la irrupción del kitsch. Venta de banderitas y fotos panorámicas con las torres dominando el perfil de Manhattan; pisapapeles de plástico con tres patéticos edificios dentro como los Papá Noel a los que les cae nieve de tergopol encima, siempre la misma cajita abovedada, siempre de noche, siempre azul, siempre la nieve. Prendedores y escarapelas y camisetas impresas God Bless America. El otro lado de esta ciudad, de su pobreza: hispanos, chinos, hombres negros con mesas en la calle vendiendo cualquier cosa que pase por símbolo nacional, mujeres con nenas saltándoles encima extendiendo al paso cintitas tricolores y en la falda una bolsa llena de los dólares recaudados en el frenesí de una ira que peligrosamente empieza a desplazar a la tristeza inicial. Un beso, sí, terrible.

Mercedes

 

23 de septiembre

Querida L.:
Todo parece ir volviendo a su ritmo habitual. Hoy incluso fuimos a visitar a los R. que están en la ciudad desde hace días pero no habían podido volver al apartamento porque quedaba una cuadra debajo de Canal. Ya han reabierto, por primera vez, las calles que rodean lo que eran las torres, así que después de estar un rato con ellos nos acercamos a ver. La gente se amontonaba junto a las vallas azules y enfocaba con sus cámaras un lugar borroso, difícil de precisar, más bien, una leve pero constante lengua de humo. Un hombre en camiseta le pasa la filmadora a la esposa. “Not too bad” le dice. Pero es probable que se refiera a otra cosa. No son días para juzgar. Marta y yo subimos caminando las sesenta cuadras que van de la zona cero a Grand Central. Mirábamos cada edificio como si nos lo fueran a arrebatar. ¿Por qué será tan hermosa esta ciudad? Desde los troncos de los árboles, las mamparas transparentes de las paradas del bus, las vidrieras de los bancos y las casas de fotocopias, las fotos más risueñas de las víctimas es lo único que queda de una esperanza ya definitivamente sepultada. Cada barrio indaga por las suyas. Todas las razas, todas las profesiones, todas las clases, edades, géneros y formas de vida. El total ya sobrepasa los 6000. El chico con la guirnalda al cuello, la pareja en el yate, la muchacha negra con el vestido de novia, la señora india hablando por teléfono, el muchacho de barba con la nena en brazos, la chica italiana, la de pelo cortito, los tres compañeros de oficina. Rostros con los que nos hemos ido familiarizando en estos últimos días, vidas fijadas en un momento impensable, la intimidad vulnerada para siempre. Si lo ha visto bajar las escaleras, llame a...
Seguimos caminando un poco más. De pronto recordé un sueño de anoche: Olvido me mostraba Buenos Aires. Estábamos en San Telmo pero yo no lo reconocía. Todo parecía nuevo, artificial, como recién pintado. “Pero esto no era así –le decía–. Está todo como... No sé cómo decirte. No parece real.”

De Mercedes Roffé, poeta

 

20 de septiembre

¡Hola!
Realidad:
escuché anoche el discurso de Bush.
Parece que estamos en GUERRA.
Esto es muy muy preocupante.
¡Oh oh oh oh oh!
“El poder americano” en acción:
los militares yendo a Medio Oriente
para hacer y deshacer operaciones
en una GUERRA que va a signar los próximos años...
peligro, conmoción y terror para todo el mundo.
Las compañías están bajando los costos de sus acciones
porque los inversores tienen miedo de perder dinero.
Tengo una teoría:
dado que la mayoría de los inversores
se están deshaciendo de las acciones de las compañías más grandes,
¿no podría pasar que los terroristas ahora decidieran
estratégicamente comprar estas acciones para obtener
beneficios económicos que le dieran un buen sacudón
a la “sociedad capitalista de occidente”?
mmmm...
¿Quién sabe?
OK, querida.
Ahora hay niebla
y un aire frío y crujiente:
la llegada del otoño.
Un beso. Hasta luego.

de Pat Jordan,
una agente de bolsa y artista
plástica en San Francisco

22 de septiembre

Querida B.
¿Cómo estás? ¿Cómo está Argentina?
Como te imaginarás, no pienso en otra cosa más que en los ataques y todo lo que implican. Toda Nueva York está en estado de duelo. Apenas puedo describir cómo es vivir ahora acá. Tememos que haya otro ataque, tememos las consecuencias de una guerra y estamos preocupados porque las decisiones del gobierno puedan herir y perjudicar a inocentes en el Medio Oriente y el mundo en general.
Nos hemos convertido en habitantes de una ciudad sacudida por el terror, la pena... y también el amor. Lo más sorprendente es eso: el amor. Nunca antes supe de una ciudad norteamericana tan plena de amor. Me imagino que en los 60 debe haber sido distinto, porque eran otros los sueños y gran parte de ellos estaban animados por la psicodelia. Aquí y ahora, lo que tenemos en medio de esta crisis es puro amor los unos por los otros, y no creo que el resto de nuestro país este reaccionando así. Es increíble. Y eso es bueno.
Anoche caminamos por Union Square (¿te acordás? el parquecito cercano al teatro donde escuchamos a Bebel, lleno de paradas de subte) y ahora está poblado de velas y flores y fotos de las víctimas. Toda la ciudad está así, con cientos de velas encendidas, por todos lados hay fotos con velitas y flores debajo. Los familiares de los caídos no pierden la esperanza de que los encuentren y los rescaten de entre los escombros. Las bocas de incendio están decoradas con flores y tarjetas de agradecimiento.
Por supuesto, como en todo el resto del país, la gente agita banderas, aunque aquí, sin duda, tengamos una “américa diferente”.
Mañana a la noche vamos a ir a ayudar a las familias de las víctimas.
Todavía no tengo idea de qué es lo que vamos a hacer exactamente, pero queremos ayudar. De hecho, todos aquí queremos ayudar. La semana pasada hicimos 8 horas de cola para donar sangre. Mañana ayudaremos de alguna otra manera. Hay policías por todas partes pero ya no tenemos ese sentimiento “anti-policía”. Ahora, creo, los vemos de otro modo. No ha habido amenazas de bomba en los últimos 4 días. Y salvo por algunos raptos de pena o terror, la vida está volviendo a la normalidad. Pero ¿qué es la normalidad a partir de ahora? Ya no somos los mismos. Los b-52s y los jets ya no andan rondando, y los vuelos comerciales volvieron a sobrevolar los cielos. Un buque de combate todavía espera en el puerto. Las colas de doctores esperando para atender en los hospitales ya no se ven: no esperan más sobrevivientes.
La semana pasada hicimos una vigilia en el barrio. Yo agradecí que estemos con vida y el haber recibido tantos mensajes de preocupación y amor de nuestros amigos de todo el mundo. Vos escribiste enseguida, y nos seguimos escribiendo. Michelle, que estaba en Francia, contó que la gente lloraba con ella, etc. Dije esto y los vecinos se conmovieron al ver quehay gente en otros países que sabe que no todos somos “el maldito imperio”. Espero que no mueran civiles.
Me alegra saber que todo anda bien por ahí. Vos sabés.
Kyla (la perra) no entiende nada de terrorismo ni guerras. Me imagino que sólo se preguntará por qué los paseos han quedado tan espantosamente demorados por informativos y noticieros.
Amor y besos.

de una guerrilla girl

18 de septiembre

Querida mía:
Te escribo para decirte que pude volver, el lunes, y que estoy, dentro de todo, bien. Pero me pedís que te cuente, así que voy por partes.
Había llegado allá el 7, con diez días por delante en los cuales planeaba mezclar descanso y relax con algunas reuniones de trabajo y el encuentro con una amiga brasileña a quien no veía desde hace años; el 12, la Turca, una querida amiga argentina que se encontraba visitando a su hermana en Massachusetts se me reuniría, y pasaría conmigo mi cumpleaños, el 15. Hice el trayecto de JFK hasta Manhattan en un micro que me dejó frente al Madison Square Garden, y desde ahí caminé hasta mi hotelito, en Chelsea. Había sol, y el movimiento de la ciudad me alucinó. Miles de personas yendo al trabajo, llevando en la mano sus capuchinos o sus bolsas de papel con la comida para el almuerzo. Los primeros cuatro días fueronrelajados, vibrantes y felices. Caminé mucho, entrando y saliendo de negocitos y librerías y cafés, disfrutando el ver esa ciudad en la cual personas de literalmente todas partes del mundo trabajan y conviven (¿o quizá debo usar los verbos en tiempo pasado?) en una mezcla de culturas sorprendente.
El martes 11 me desperté temprano, y bastante ansiosa. Me dije a mí misma que qué tonta, que estaba todo bien. Me di una ducha y decidí desayunar cerca del hotel, y leer el diario; y una vez que me calmara, vería qué hacía. A las 8.50, cuando salí del diner, la calle estaba rara. Caminé un par de cuadras, hasta la 6ª y 22. Al llegar a esa esquina, había gente amontonada mirando en la misma dirección, y vi una de las torres humeando. ¿Un incendio? La gente parecía sorprendida pero no preocupada, y me quedé ahí, mirando. Pero a los 5 alguien sube el volumen de la radio de su auto, y escucho a un periodista decir que además del incendio en la torre, debía reportar un incendio en el Pentágono. En ese punto, supe que algo estaba mal: la situación se parecía demasiado a un sórdido episodio de Superman. Me di media vuelta, queriendo volver al hotel. Para cuando llegué, el segundo avión ya se había estrellado, todo era un descontrol, y mi socia me estaba llamando de Buenos Aires para saber si estaba viva.
Pasé angustia en mi habitación, viendo la tele, escuchando sirenas de ambulancias y camiones de bomberos, y tratando de fingir calma al hablar con los míos que estaban en Buenos Aires. Para la tarde el desastre era completo, pero la gente parecía haber reaccionado con lucidez, y se organizaba para socorrer heridos y procurar darse ánimo unos a otros. Las calles desiertas, el hotel en silencio, la ciudad cerrada: mi primera vez en estado de sitio. De todos modos, evalué que, dentro del horror y del disparate de estar ahí, mi situación era privilegiada, y estoicamente sólo me permití llorar encerrada en el baño: la buena educación ante todo. Cené gaseosa y papas fritas de una máquina expendedora... y sólo dormí unas horas a fuerza de cansancio, con la tele prendida y las zapatillas puestas, como si en caso de necesidad eso realmente hubiera podido hacer una diferencia.
El resto ha pasado a la vez muy lento y muy rápido: a la mañana siguiente, al ver que algunos trenes empezaban a funcionar, me fui a Penn Station y compré un pasaje a Springfield, Massachusetts (luego Cecilia me ha dicho que ése es el lugar donde viven Los Simpsons, y volví a sentirme un tragicómico personaje de comic). Llamé a la Turca desde un teléfono público en el tren (si eso no es un avance de la civilización, los avances dónde están), me fue a esperar, y pasé el resto de los días en un pueblito llamado Northampton, discutiendo con mi agente de viajes vía Internet el asunto de mi vuelta, y con la hermana de mi amiga el estado del mundo. La mañana de mi cumpleaños, cuando llamé a mi mamá para decirle que tenía confirmado el vuelo de regreso, me dijo “te estamos esperando”, y lloró. En el avión, amén de muchos argentinos asustados, había varios judíos ortodoxos, con sus ropas tradicionales y reclamos por su comida kosher, que en el desorden imperante no había sido embarcada: uno de ellos se pasó la noche despierto y rezando a su dios entre murmullos, y terminó por supuesto de arruinarme los nervios. Siempre me ha costado respetar a los dioses cuando las cosas están tan evidentemente mal entre los humanos.
Luego mi socia me ha empezado a explicar que existe la posibilidad de ataques nucleares y lo importante de estar alejados del agua en ese caso. Así que debo resolver aún el problema del traslado. Te abrazo con estupor, deseándote más que nunca una primavera sin guerra.

de Florencia Enghel, productora