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ARQUETIPAS

La impecable

Por S.R.

Cómo hace? ¿Cómo hace para que el maquillaje nunca se le corra? (Solución: corrérsele, se le corre; ¡pero ella es de las que cada media hora se retocan!) ¿Cómo hace para que sus jeans parezcan siempre recién lavados y planchados, y para nunca lleguen a adquirir la forma de los nuestros, que al cabo de cuatro o cinco posturas en lugar de jeans son babuchas estiradas que nos dan un atrás más que de potrancas, de jefe de taller mecánico? (Solución: usa los jeans una vez sola, y después los lava y los plancha.) ¿Cómo hace para volver a su casa del trabajo y salir una hora después radiante, con la piel brillosa y el pelo tan bien desarreglado? (Solución: no llega a su casa y, como nosotras, se derrumba en la cama y mira tele tres cuartos de hora, y recién después se pega una ducha, como nosotras, y se lava el pelo y se lo sacude con las manos, como nosotras; llega y se da un baño aromático, se pone algodones húmedos de gel desintoxicante en los ojos, y se hace brushing con un cepillo gordo.)
La impecable aturde con su prolijidad, humilla con su pulcritud y acojona con su energía, porque al cabo de unos cuantos años de estudio se concluye que, para ser quien es, ella invierte una cantidad inestimable de energía en el cuidado de su ropa, de su cuerpo, de su casa, de sus hijos y de su heladera: jamás se le pudre nada, jamás se le chorrea nada, todo está allí en su sitio, limpio, fresco, bien acomodado, listo para ser fotografiado para una revista de decoración.
En sus afectos, la impecable no peca. Por lo menos no peca de indiscreción ni de promiscuidad ni de conductas escandalosas. No es que no pueda tenerlas, pero si las tiene, las mata callando. No se jacta ni se queja ni alardea, pero un día nos enteramos de que sale con el más lindo de la oficina, o que se fue a París a hacer un curso de perfeccionamiento, o que su nuevo marido se apresta a reconocer legalmente al hijo que ella tuvo soltera.
Atrás de toda impecable hay una historia que se repite: es imposible convertirse en impecable si una ha tenido una infancia con una madre de batón percudido o de huevo frito estrellado a desgano en una sartén. La impecable suele nacer de una señora aficionada a los suéteres guardados en bolsitas de nylon con bolillitas de naftalina, a las tartas de manzana perfectamente acarameladas y a las toallas bordadas a mano con las iniciales de todos los habitantes de la casa. Si el pasado de una la condena, a lo sumo se acordará de poner Vívere en el lavarropas, desodorante en las axilas o perfume detrás de las orejas, pero la misma inercia de la vida –el Vívere que se termina, el apuro por salir de casa o el desinterés en una cita– nos llevarán a volver a ser nosotras mismas, tan poco impecables que nos damos pena.