TALK SHOW
Intimidad
de una estrella
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Por
Moira Soto
El star system
no pudo con ella: ni la destruyó como a Marilyn Monroe, Gene
Tierney & Co.; ni los rigores de estudio lograron domesticarla.
Y tampoco se escapó como Greta Garbo (sólo se recluyó
en los últimos años, después de los 75). En algún
punto, Marlene Dietrich fue más fuerte que el sistema, o al menos
tuvo la lucidez y el talento suficientes como para sacar provecho de
su propio mito en lugar de victimizarse. Ese mito que Hollywood lanzó
con la perfecta complicidad del director Joseph von Sternberg que, a
su vez, supo reconocer: No le di nada que no tuviera ya. No hice
más que poner en evidencia sus atributos. Como eran muchos, debí
disimular alguno. Es decir, Marlene fue adelgazada, depilada (sus
verdaderas cejas desaparecieron y dos rayas finas y arqueadas las reemplazaron),
teñida, despojada de sus molares con el fin de volver angulosa
la redondez de su rostro, suntuosamente vestida por Travis Banton. Y
hasta una línea plateada vertical se trazó sobre el perfil
de su nariz un poco aplastada (de ganso, diría ella)
para afinarla. El resto del trabajo de estilización lo cumplieron
las luces y las sombras sabiamente manejadas, el aprendizaje de ciertos
gestos, la impostación de la voz... El colmo de la sofisticación,
a menudo con un toque de exotismo, fue su imagen de marca.
Una imagen que Dietrich hizo suya para siempre, acaso porque como insinuaba
su descubridor pero no inventor correspondía a la
verdadera personalidad de la diva. Además, Dietrich sumaba destellos
de humor sutil a sus interpretaciones de mujer fatal que paladeaba parlamentos
como éste: Hago que el mar se encrespe, logro que la jungla
arda. Soy una mala influencia. Todavía rolliza, fue la
despiadada Lola-Lola de El ángel azul (1929), a los 28. Ya en
Hollywood, siguió siendo una mujer con (turbio) pasado, desdeñosa
y ambigua, pero capaz de enamorarse y arrojar los tacos antes de entrar
al desierto para seguir a Gary Cooper en Marruecos. Muy lejos de la
zona de influencia de Von Sternberg, MD, al borde de la tercera edad,
impuso su carisma apabullante en Testigo de cargo (1957), Sed de mal
(1958) y Juicio en Nuremberg (1961).
En los tempranos 50, por otra parte, revirtió aquello de
que hacer la misma actuación es una condena que pesa sobre la
estrella, y eligió volver al canto de sus años mozos en
Alemania (en época del cabaret berlinés llegó a
cantar con Friedrich Hollaender al piano), de sus primeros films. ¿Y
saben qué? Hizo el mismísimo show durante 25 años,
incluso en Buenos Aires, luciendo un vestuario invariable: ese traje
de gasa ceñido color carne, tachonado de brillos (cuenta la leyenda
que tenía piedras semipreciosas engarzadas), para entonar un
repertorio de éxitos garantizados.
Esta es la Marlene Dietrich de la madurez (foto en blanco y negro) que
aparece en Marlene (foto en colores de Regina Lamm, su acertada protagonista
caracterizada), la pieza de Pam Gems que se estrena hoy en el BAC, Suipacha
1333. Florencia Vivas y Ellen Wolf secundan con propiedad a Lamm en
esta puesta en escena de Kado Kostzer. Se trata de una Marlene en la
intimidad de su camarín, luego de quitarse su impecable tailleur
blanco y calzarse bata de seda. Una Marlene alternadamente altanera
y mimosa, impaciente y desvalida, que viaja con los retratos de algunos
de los hombres de su vida y que, al final, ya embutida en el traje de
luces, con el abrigo de cola hecho con plumas de cisne, canta un tema
de una de lasmujeres de su vida (La vie en rose, de Piaf),
dos canciones de cabaret (de Hollaender) y se homenajea a sí
misma, por supuesto, con Lili Marlene.
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