MITOS
La
luna es femenina. Y fue el símbolo de las sociedades matrilineales que
precedieron a las patriarcales. Aun hoy, la relación entre la luna y
el ciclo menstrual asegura un vínculo entre el satélite al que más le
han cantado los poetas y las mujeres.
No jures, no,
por la inconstante luna/ que de apariencia cada mes varía...,
le ruega Julieta a Romeo, desmereciendo un tanto esa acendrada, permanente
costumbre lunera de cambiar de fase en el curso de 28 días, yendo
de la luna nueva al cuarto menguante, pasando por el cuarto creciente
y el plenilunio. Hace millones de años que este satélite
viene haciendo lo mismo, puntualmente, con absoluta constancia, aunque
a veces el cielo encapotado no nos deje ver su redondez de plata
para la mayoría, de oro para Borges, de un blancor almidonado
según García Lorca o los (regularmente) cambiantes
arcos de las lunaciones.
La luna que platea el barrio o que rueda por Callao en el tango, que
se quiebra sobre la tiniebla de la soledad en el bolero, ha sido asociada
desde la noche fríamente iluminada de los tiempos
con lo femenino, lo oculto, lo húmedo, lo receptivo... Es indiscutible
su influencia sobre la fertilidad y el crecimiento, sobre los elementos
líquidos y los animales nocturnos, y lo que más
le importa a este suple y a sus lectoras sobre los ciclos menstruales,
el proceso de gestación y el parto. Diosa de diversos nombres,
pero mujer al fin, la luna ha sido relacionada con lo primario y lo
atávico, lo instintivo y la fantasía, los ritos y la magia.
Será por todo eso que las mujeres tendemos más que
ellos a estar en la luna, a parir de preferencia las noches de
luna llena, a ser lunáticas en cualquier fecha, a cortarnos el
pelo en cuarto creciente para que nos crezca más vigoroso, a
sufrir de insomnio de plenilunio... y a mirarnos en espejos de luna.
Poco importa que Neil Armstrong haya alunizado por televisión
en junio de 1969 y que se haya seguido investigando sobre nuestro satélite
regente: la luna no ha dejado de inspirar poemas, películas,
canciones, historias con un toque gótico que remiten a su hechizo
perpetuo de este cuerpo celeste que a veces es azul y a veces rojo,
pero que finalmente es el mismo que miraban los terrícolas de
la Edad de Piedra Paleolítica, siempre que le creamos a Robert
Graves y sus poéticas disquisiciones.
Blanca y
cambiante
El lenguaje del mito poético en la antigua Europa mediterránea
era mágico, y estaba vinculado con creencias religiosas populares
de antiquísima data en honor de la diosa Luna, o Musa, discurre
Graves en su ensayo La Diosa Blanca. Ese lenguaje fue corrompido hacia
fines del período minoico, cuando invasores provenientes del
Asia Central comenzaron a sustituir las instituciones matrilineales
por las patrilineales, y remodelaron o falsificaron los mitos para justificar
los cambios sociales. Según este escritor, allá por el
1250 a.C., cuando se funda la nueva dinastía patriarcal (ay,
aún en vigencia), la Gran Diosa Blanca es repudiada, aunque desde
luego no erradicada. Graves le da ese color porque es el primero de
la trinidad (muy anterior a la cristiana) lunar, compuesta por la Luna
Nueva, diosa blanca del nacimiento y el crecimiento; la Luna Llena,
diosa del amor y la batalla; y la Luna Vieja, diosa negra de la adivinación
y la muerte. En su fascinante libro, Graves cita como el relato más
completo e inspirado acerca de nuestra diosa en la literatura antigua,
a El asno de oro, de Apuleyo. En ese texto, Lucio invoca a la luna sumido
en la miseria y la degradación, y ella escucha sus súplicas.
Lucio despierta de su primer sueño y ve la blanca redondez que
sale del mar, siendo cierto que la Luna es diosa soberana y resplandece
con gran majestad y que todas las cosas humanas son regidas por su gran
providencia, se enfervoriza el muy devoto. Reina del cielo, Santa
Ceres, acrecentadora del género humano, la llama Lucio y añade:
Tú alumbras todas las ciudades del mundo con tu claridad
mujeril. Más adelante intenta describir el aspecto colorido
y radiante de esta madre natura de todas las cosas, señora
de todos los elementos. Principio y generación de todos los siglos,
la mayor de las diosas....
Ante la imposibilidad de anular su presencia y sus efectos, la Diosa
Blanca vio transferidos parte de sus atributos a Demeter, Artemisa (Diana
en la mitología romana), Selene. La tríada original de
las musas lunares se multiplicó por tres en el siglo VIII a.C.,
dando origen a las nueve musas, con Calíope a la cabeza. Pero
más se reprodujo Selene, la bella que recorre los cielos oscuros
en carro de plata tirado por caballos, quien, no contenta con haber
sido amante de Zeus y Pan, se enamoró locamente del guapísimo
pastor Endimión (oro y amor en la encendida noche,
escribe Borges en el correspondiente poema) y le dio cincuenta (50)
hijas (obvio es que la diosa no recurrió al método viejísimo
método anticonceptivo lunar, antecedente del de Ogino).
A Graves no le cabe la menor duda acerca de que la relación
mágica de la luna con la menstruación es intensa y extensa.
Por otra parte, intuye, el pernicioso rocío lunar que usaban
las brujas de Tesalia probablemente era la primera sangre menstrual
de una doncella vertida durante el eclipse de luna.
Lunes, tu
nombre es mujer
Que la luna sigue desde el cielo estrellado o cubierto gobernando
ciclos y ritmos de la naturaleza nadie lo cuestionaría, ni siquiera
en un brote de noche de plenilunio. Pero lo interesante es que también
está presente en incontables referencias de la vida cotidiana
que a veces no advertimos, como lo demuestra el hecho de que el segundo
día (o el primero, según el calendario que se utilice)
de la semana está consagrado a la Gran Diosa Blanca: en efecto,
lunes viene de luna (así como monday, de moon; lundi, de lune...)
y en la fábula bíblica de la creación, no por azar
seguramente, el lunes es la jornada de la división de las aguas.
Luna, esa hermosa palabra que hemos heredado del latín, dijo
Borges en alguna conferencia: Esa cosa amarilla, resplandeciente,
cambiante (...). Nuestro antepasado le dio el nombre de luna, distinto
en distintos idiomas y diversamente feliz (...), La voz inglesa moon
tiene algo de pausado que conviene a la luna porque es casi circular.
Borges, que habló de la blancura del sol, prefirió ver
la luna que miraban los caldeos, del color de la arena,
alguna vez aspiró su fragancia y su infinita voz dijo mi
nombre.
Entre otros mucho poetas tentados por la pálida e influyente
diosa, García Lorca le dedicó versos humorísticos
(la luna estaba de broma/ diciendo que era una rosa), enigmáticos
(morena de luna llena, ¿qué quieres de mi deseo?)
o inquietantes como los del Romance de luna, luna, la del
polisón de nardos que va a la fragua: En el aire conmovido/
mueve la luna sus brazos/ y enseña lúbrica y pura/ sus
senos de duro estaño./ Si vinieran los gitanos, harían
con tu corazón/ collares y anillos blancos (...)/ Huye, luna,
luna, luna/ que ya siento sus caballos.... Cuando los poetas están
tristes, no quieren saber nada de cuerpos celestes luminosos (aunque
en el caso de nuestra diosa, sus fulgores son prestados: al sol lo que
es del sol). En su Blues del funeral, Auden pide que se
apaguen las estrellas, que se lleven el sol y se empaquete la luna;
en su poema Novela de dos volúmenes, a Dorothy Parker,
no correspondida por el objeto de su pasión, se le oscurece el
sol y la luna se le vuelve negra. En una antigua composición
china de Zhang Giulins, la amante apenada por la partida del amante,
en las sombras nocturnas se ve a sí misma como una luna
llena que cada noche va menguando su esplendor.
Oliverio Girondo (Nocturnos) ve aparecer la luna a través
de la veta mineral de una nube. ¿Qué hacer? Se pregunta:
La miro. Quiero ulular. No puedo. En Nochemala,
Carmen Iriondo la invoca en su faz amenazadora: Vuelve noche/
con el punto revés de tu tejido/ y el rayo de luz mala/ de la
noche lunar. A su vez, el bolero Nocturnal le reza
como a la diosa que es: Y así paso los días y las
noches/ pidiéndole a la luna/ el milagro de estar junto a ti;
en este género musical, los amantes aprenden a ver el otro
lado de la luna, que puede ser lunera, cascabelera
y llevar mensajes amorosos; o iluminar el camino, si la amada luce en
sus ojos un rayito de luna blanca.
Cisne redondo en el río, ojos de las catedrales, alba fingida
en las hojas si regresamos a Lorca, la luna en plenitud,
según el mito universal, transforma a algunos hombres en lobos
(nuestro lobizón sería el séptimo hijo varón
sedientos de sangre. Quizás bajo el poder de este mito es que
se asegura que, en las noches de mayor luminosidad lunar, se advierte
una agitación particular en los pacientes de clínicas
psiquiátricas, mientras que vagas estadísticas afirman
que en esas mismas noches alcanza su punto máximo la curva de
hechos de violencia. Distante -a casi 400 mil kilómetros de la
Tierra y lívida, nuestra señora de las mareas y
los enamorados prosigue con sus noches de ronda, con una gravedad que
convierte en plumas a los astronautas, girando sobre sí misma
en 27 días, 7 horas y 43 minutos. Lo que hace que un embarazo
como la diosa manda dure diez lunas. Y no nueve como se empeñan
en sostener la literatura dedicada a exaltar la gestación, y
algún programa televisivo protagonizado por una pareja de obstetras...