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ARQUETIPAS

La reina

POR SANDRA RUSO

Una conoce a pocas. Vaya a saber por qué desde chica una no se asocia con ellas sino con otras, y es más: hasta se diría que una vive en otro mundo, en uno en el que las mujeres ponen el hombro y todo lo otro que haya que poner llegado el caso, y el caso es que en estos días hay que poner ovarios, ánimo, el sueldo, énfasis, entusiasmo, gracejo y pimienta, porque los muchachos se nos han decaído y lo menos que esperan de nosotras es todo.
Pero siempre hay alguna reina que sobrevuela y que nos hace ruido en la cabeza. No necesariamente ella ha nacido reina: su majestad deviene de algún mecanismo misterioso que tratamos de develar exprimiéndonos el cerebelo y no hay caso, porque se nos hace inentendible cómo es que existen mujeres así, que se hacen mantener, mimar, elogiar, admirar, que logran con un puchero o con un mohín aquello que a nosotras nos cuesta no un perú sino toda una América latina de venas abiertas, cinco años de terapia, peleas atroces o noches insomnes.
La reina no eleva el tono: habla pausadamente. Sonríe. Es agradable. No dice lo que quiere: lo sugiere. Está siempre contenta, y la gente que la rodea la busca porque quiere contagiarse su contentura. Nada pecho en un círculo vicioso de buenos gestos y mejores modales. La sangre llama a la sangre y la virtud, a la virtud. Es generosa, educada y atenta. No da motivos para aborrecerla, que es lo que haríamos, llevadas por nuestras incontables imperfecciones y bajezas, si no cayéramos también bajo su influjo de buena onda.
El hombre que tiene al lado la halaga. Su jefe la considera. Sus amigas la invitan a comer. Sus hijos la escuchan. Sus padres la dejan en paz. Su escribano la protege. Su socia le presta la casa en Pinamar. Sus vecinos le riegan las plantas. Su almacenero le fía. Su banco le presta. Su perro le obedece. Su auto anda. Su heladera enfría. Su ex marido le pasa alimentos. Su conciencia no jode. Su superyó es relajado. Su clítoris funciona. Su mucama le cocina rico.
Todo el paquete de su vida corre por el carril rápido y ella se desliza con fortuna porque, en realidad –y a esto conduce la atenta y obsesiva observación de toda reina–, ella llora cuando tiene que llorar, pide cuando tiene que pedir, y se queja sólo cuando se tiene que quejar. Parece fácil, pero si nos analizamos un poco comprobaremos que muchas de nosotras pedimos cuando tenemos que llorar, lloramos cuando tenemos que pedir, y nos quejamos en ambos casos. ¿Será por eso que de reinas, nada?