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MODA

EL EMPORIO GUCCI

La Casa Gucci estaba alicaída tras la muerte de su último patriarca, Maurizio, mandado a asesinar por su mujer. Tomaron las riendas dos hombres, el abogado Domenico De Sole y el diseñador Tom Ford, quienes defienden a capa y espada el regreso a un código elitista y exclusivo, y libran una férrea batalla para que el grupo no pase a manos de Vuitton.

Por Jesús Rodríguez *

Olvídense de la moda. Hablamos de dinero. De poder. Operaciones a vida o muerte. La industria del lujo mueve millones. Ha llegado la hora de los tiburones.
“El fasto lo dejamos para nuestras tiendas.” El despacho de Domenico de Sole, 57 años, presidente de Gucci Group NV, en Scandicci, un suburbio de Florencia, podría pertenecer a un fabricante de espaguetis. Austero, funcional. Un par de maquetas de su velero, fotos de familia. ¡Hummm! ¿Y esto? En lugar preferente, una caricatura de dos púgiles. Uno levanta los brazos en señal de victoria: ¡De Sole! El otro aparece noqueado en la lona: ¡Bernard Arnault!, presidente del Grupo LVMH (Louis Vuitton Moët Henessy), el mayor conglomerado mundial del lujo. Esa viñeta infantil esconde siete turbulentos años del universo de la moda.
Octubre de 1994. Domenico De Sole, un oscuro abogado ítalo-americano formado en Harvard, se hace con los mandos de Gucci, la trasnochada firma de moda a la que sólo dos décadas antes eran adictas Grace Kelly y Jackie O. A su lado desembarca Tom Ford (1961), un atractivo diseñador texano de escaso pedigrí. Dictadura bicéfala. Matrimonio perfecto entre gestión y creación. La situación es crítica. La compañía no paga a los proveedores ni a sus empleados. La caja está vacía. En 1993 ha abandonado la nave Maurizio Gucci, el último miembro de la familia en ostentar un cargo ejecutivo en esta empresa fundada en 1923 (en marzo de 1997 moría tiroteado por un asesino contratado por su mujer).
Adiós a los corruptos Gucci y sus guerras fratricidas. Como la que llevó a la cárcel a Aldo Gucci por evasión de impuestos en 1982 tras ser denunciado por su hijo Paolo. Las acciones pasan a manos de Investcorp, un grupo inversor de capital árabe especializado en cirugía financiera: seis años antes ha reactivado la mítica joyería Tiffany. Para esta apuesta, Investcorp contrata al dúo Dom-Tom. De Sole no es nuevo en la compañía: fue el abogado de Aldo Gucci en sus pleitos con el fisco estadounidense. ¡Milagro! En 1995 vuelven los beneficios: 83 millones de dólares. Una cifra que duplican en el siguiente ejercicio. Los Guccimen reflotan la compañía y la sacan a Bolsa entre octubre de 1995 y marzo de 1996.
La crisis asiática desencadena nuevos problemas. Hasta un 70 por ciento de las ventas del sector provienen de esa región. Es el gran mercado del lujo. No sólo gracias a las compras que los asiáticos (principalmente japoneses) realizan en sus países, también en sus viajes de turismo. Las marcas lo saben: Tokio es su paraíso. Hermés acaba de abrir una supertienda de 6 mil metros cuadrados en el barrio de Ginza. Pronto le seguirán Cartier y Bulgari. Mientras, Armani, Louis Vuitton y Dior han apostado por el distrito de Omotesando.
En 1998, los tigres asiáticos se tambalean, y la cotización de Gucci (la más asiatizada de las marcas) se desploma. Es el momento de atacar. Primer acto: Prada (una firma milanesa de moda que ha reinventado el minimalismo) se hace con un 9,5 por ciento del capital de Gucci. De Sole recela. ¿Han comprado en su nombre o están haciendo el trabajo sucio de alguien? Segundo acto: entra en escena Bernard Arnault, presidente de LVMH. Recompra sigilosamente la participación de Prada y sigue adquiriendotítulos hasta llegar al 34 por ciento. Su inversión supera los 13 mil millones de dólares.
Tom Ford ha hecho bien sus deberes. Gucci está en la cima. Es la marca favorita de Madonna y Gwyneth Paltrow. De Hollywood. Monopoliza portadas de revistas de moda. Arnault quiere el control, todo el control. Gucci supone para él entrar en Italia y afianzarse en Asia. Y tener a Ford en su equipo. Un juego de egos.
De Sole y Ford resisten. Lo intentan todo. Alta ingeniería financiera ideada por el sofisticado banco de inversiones de Morgan Stanley. Planean distribuir acciones nuevas entre los empleados de Gucci para debilitar a Arnault. Seis meses de infarto. Lo consiguen: en octubre de 1999 entra en Gucci por la puerta grande lo que los financieros denominan un “caballero blanco”. Un inversor aliado. Es François Pinault. Un magnate de la distribución, propietario de grandes almacenes y de la cadena de librerías Fnac. El candidato a hombre más rico de Francia (título al que también aspira Arnault), ansioso de acceder al negocio del lujo, pone 2900 millones de dólares en la mesa de Domenico De Sole a cambio de un 42 por ciento de acciones nuevas. Y la promesa (por escrito y ante escribano) de dejar las manos libres al dúo Dom-Tom. Tras esta operación, la participación de Arnault queda diluida a un 20 por ciento. Todos los huevos en la misma cesta para nada.
Es un mazazo para el refinado e implacable Arnault, al que se conoce en el mundo de los negocios como “el lobo envuelto en cachemir”. Su primera derrota. Una cura de humildad para el hombre que se hizo en los años ‘70 y ‘80 con Christian Dior y Louis Vuitton tras destronar a las viejas familias, una plataforma desde la que ha creado el mayor imperio mundial de la sofisticación. Es el número uno. Y le han humillado un paleto bretón y dos advenedizos. No perdona. Alto, elegante, levanta el teléfono de su señorial despacho en la parisiense Avenue Hoche, presidido por un impresionante lienzo de Rothko, y habla con sus abogados. Los tribunales son su última carta. La juega con habilidad. Acusa a De Sole y a Ford de haber recibido de Pinault la promesa de 400 millones de dólares en acciones de Gucci a cambio de que le cerraran el paso. Lo esperan dos años de pleitos.
Año 2001. Gucci ya no es aquella Gucci de 1994. Ahora es Gucci Group NV. Ha adquirido 11 firmas en menos de 24 meses. Entre ellas, las míticas Balenciaga y Saint Laurent. Pero, durante, el verano, los rumores apuntan que la Corte holandesa va a fallar a favor de Arnault, lo que supondría la anulación de la operación de 1999. Pinault tiene miedo. Puede ser expulsado del mundo del lujo.
El martes 4 de septiembre, De Sole recibe a El País. El pacto entre Pinault y Arnault se hará público 24 horas más tarde. En el cuartel general de Gucci se intuye el acuerdo. De Sole no mueve un músculo. Sus respuestas son lacónicas. Es la antítesis del bello Tom Ford. Domenico De Sole lleva un traje sin historia una talla más grande que la que le corresponde. Vive entre Washington, Londres y Florencia. Viaja en vuelo regular. Llega a la cita cinco horas tarde. Parece cansado.
–¿Cómo han sido estos dos años con la sombra de Arnault sobre su cabeza?
–Ha habido un intento de desestabilización que ha llegado a ataques personales. Ataques que, a la hora de la verdad, no les han servido de nada, porque nuestros resultados siguen siendo buenos. Pero ellos están acostumbrados a perder el tiempo. LVMH es una inmensa burocracia.
–¿Y ustedes?
–Nosotros pensamos que lo importante no es comprar marcas, lo importante es saber gestionar.
–Gucci tenía beneficios antes de lanzarse a comprar otras marcas de moda. ¿Era necesario meterse en ese avispero?
–Cuando empezamos con Gucci ya sabíamos que nos teníamos que convertir en multimarca. ¿Por qué? Porque si usted tiene una firma que fabrica y vende artículos de lujo y gana mucho dinero, tiene un límite. Hay un límite enel número de personas al que le puede vender esos productos. Hay un momento en que se llega al límite y no puede crecer más, a no ser que baje el listón y fabrique productos más baratos. No es nuestro caso. En el largo plazo no tenemos elección: cuando estás en la Bolsa hay que crear valor para el accionista. Y para crecer hay que convertirse en multimarca.
–Yves Saint Laurent les costó mil millones de dólares y pierde más dinero del que esperaban. ¿No teme que un desplome de YSL arrastre al grupo Gucci?
–No estoy preocupado. Para reflotar una empresa como YSL hace falta tiempo. YSL es un gran nombre, una gran marca conocida en todo el mundo, y su potencial es enorme. Con Gucci también hubo que volver a empezar de cero.
–¿Cuál va a ser su próximo movimiento? ¿Van a seguir comprando?
–Estamos tratando de reactivar las empresas que hemos adquirido. Tenemos 2 mil millones de dólares dispuestos y quedan muchas empresas por comprar.
–Se habla de Armani...
–Armani es magnífica. El señor Armani es fantástico y su marca magnífica, pero no me haga hablar sobre otras empresas.
–También se ha dicho que podría estar interesado en Estée Lauder...
–Es otra gran empresa. Conozco al señor Lauder. Pero su empresa no está en venta.
La estrategia de los Guccimen no es nueva. Antes se había llevado a cabo con éxito en Chanel o Hermés. El mismo Arnault fue un brillante precursor reactivando Dior o Vuitton. La clave es tomar el control absoluto de la marca. Y a continuación limpiarla, bruñirla. Hacerla coherente, global y rentable. El trabajo del dúo Dom-Tom ha sido impecable. Hoy, en la Harvard Business School, los aspirantes a amos del universo aprenden de memoria su labor en Gucci, como también estudian el caso Zara.
¿Cuándo se rompe el modelo? Cuando la apuesta es hacerse global. Llegar a cada punto del globo. Y para ser global hay que tener dinero. Y eso sólo se consigue saliendo a la Bolsa, o vendiendo la marca a un gran grupo. Siendo multimarca tienen servicios comunes –más baratos– de marketing y almacenamiento, un mejor trato de los proveedores de materias primas y una rebaja de los espacios publicitarios de hasta un 20 por ciento. Otros expertos apuntan dos defectos al modelo multimarca: la estandarización de sus productos, es decir, el peligro de que todos se parezcan; y el segundo, que la fiebre por comprar marcas de moda dispare el precio y eso deteriore los resultados económicos.
Hace menos de 30 años, las familias reinantes en la moda creían que iban a sobrevivir con su viejo estilo de hacer las cosas. En los ‘70, el diseñador Pierre Cardin les había descubierto la piedra filosofal: las licencias. Cardin tenía 840 en 98 países. El sistema perfecto para crecer sin invertir duro. El truco consistía en vender el nombre a un fabricante a cambio de un porcentaje de las ventas. No importaba qué fabricara. Lo importante es que vendiera. Las familias se hicieron muy ricas. A cambio, sus marcas, sinónimo durante décadas de un mundo inalcanzable, no valían nada 20 años más tarde. Explica De Sole: “No puedes vender tus corbatas en cualquier parte porque estás perdiendo lo que es especial en ese producto de moda: la exclusividad”.
Las familias hicieron todo lo contrario. Empezaron por los perfumes. El negocio más lucrativo junto a los productos de piel y los relojes. Vendieron su nombre a las grandes casas de cosmética. Algunos creadores ya habían perdido la propiedad de su marca en los primeros tiempos. Es el caso de Coco Chanel, que nunca cobró un franco por el mítico Chanel Nº 5.
De Sole llega a una tienda Gucci en cualquier parte del mundo y se pregunta: ¿favorece nuestra imagen? Si la respuesta es negativa, la cierra. Aunque sea muy rentable. Es un integrista de su marca. “En eso soy muy agresivo. El último dólar, que lo gane otro.” Su segundo mandamiento es acabar con las licencias. Ni una. Como máximo, las de las gafas de sol. Un calco de esta estrategia es ejecutada sin dilación en Saint Laurent. Delas 167 licencias de productos que tenía YSL, sólo quedan 10 por rescatar. Tom Ford ha proporcionado una nueva imagen YSL: paredes blancas, moqueta gris y muebles de acero. Y un aire romántico que se extiende a todas sus prendas frente a los cortes estrictos de Gucci. En París ya dicen que YSL ha sido tomfordisé.
No se confundan. Tom Ford no es un diseñador al uso, es algo más. Tras el eufemismo “director creativo” se encierra el dictador de la imagen de la compañía. Ford personifica el estilo de vida Gucci. Su poder es absoluto. Nada se le escapa. No sólo las colecciones de Gucci y Saint Laurent. Tampoco las campañas publicitarias, las memorias o la decoración de los locales. Su papel es tan valorado que su retribución es superior a la de De Sole. Si vendiesen sus stock options a la cotización de hoy, Ford se llevaría 320 millones de dólares, y De Sole sólo 100.

* El País - Página/12