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VINCULOS

Retrato al día de la fecha

Susan Sontag otra vez está en primerísimo plano. Es una de las voces que se han levantado contra la guerra declarada por los EE.UU. Trata de atolondrado a su presidente y denuncia sus maniobras. Su posición durante la Guerra del Golfo la alineó junto a la OTAN. Ahora reflexiona y revisa sus ideas. Es ocasión para intentar un retrato de esta intelectual crítica que todavía se considera “radical” sin vergüenza.

Por María Moreno

El intelectual comprometido necesita no sólo una obra audible en su tiempo, una presencia que reflexione desde el lugar mismo del conflicto –Vietnam, Sarajevo, Chiapas– intentando librar a su conciencia de toda cosmética o denunciando en primera fila los retoques burgueses de esta última. No le basta su chic más seguro, que consiste en poner en tela de juicio a su patria, a su clase, a su sexo; visitar dos o tres revoluciones en gestación y estar en la lista de la CIA. Necesita un logo, algo que lo haga inconfundible, una señal en su aspecto que, de ser copiada, no haga más que recordar y publicitar con más fuerza el original –el ojo bizco de Sartre, la arruga en forma de omega en la frente de Sabato, el turbante de Simone de Beauvoir–. En Susan Sontag es ese río de canas que atraviesa su melena despeinada de bohemia, una suerte de índice de sabiduría precoz en medio de un alboroto que evoca trasnochadas creativas en buhardillas sin baño ni espejo. Aunque ella haya cambiado de aspecto en sus casi setenta años, los editores han preferido ilustrar sus recientes críticas a la guerra desatada por EE.UU., a raíz del atentado a las Torres Gemelas, con sus viejos retratos y su logo capilar de intelectual crítica. Lo mismo hicieron quienes usaron la prensa para llamarla “traidora”, “idiota moral” o sugerir que había que prohibirle hablar en el círculo de los intelectuales honorables. Como toda figura popular Susan Sontag suele ser una marca citada –sin que ella cobre cachet– en una de las áreas de su caníbal curiosidad: el cine. En la película Bull Durham, un machistoide Kevin Costner dice de Susan Sontag: “Las novelas de Susan Sontag son autoindulgentes, sobreestimada porquería”. Y ella, mientras la película avanza al mismo tiempo que su independencia afectiva, le contesta “yo creo que Susan Sontag es brillante”. En otra película, La caída del Imperio Americano, un gordo dice que le gustaría acostarse con Susan Sontag. Según el tout Nueva York, Susan no vio la primera película y dijo al ver la segunda: “Me cayó como si alguien me tirara un pedazo de papel masticado en el teatro”.
Calumniar a Sontag no es de estas últimas semanas. Cuando declaró en una ocasión que la raza blanca era el cáncer de la humanidad un tipejo con polainas, el periodista Tom Wolfe, escribió: “¿Quién es esa mujer? ¿Una antropóloga y epidemióloga? ¿Una reconocida autoridad en historia de las civilizaciones del mundo, una erudita con una capacidad de síntesis semejante a la de Max Weber, Joachim Wach, Sir James Frazer o Arnold Toynbee? En realidad sólo se trataba de otra escritorzuela que se pasaba la vida acudiendo a actos de protesta y subiendo con torpeza al estrado, pertrechada con su estilo prosístico, una mujer que tenía un adhesivo de aparcamiento preferente en Partisan Review”. En realidad Sontag es una intelectual fascinada con la cultura europea, una izquierdista crítica –para ella la revolución política combina perfectamente con la revolución sexual y el consumo de drogas– y una iluminista a regañadientes. Le gustan las intervenciones instantáneas, en la línea del Yo acuso de Zola, pero hechas menos en términos de personalidad corajuda y pieza oratoria aunque con la misma intención de “dramatizar el hecho de tener una conciencia” (la expresión es de Richard Sennett y le sirvió a éste para sintetizar el estilo del intelectual del siglo XlX). Susan Sontag ha dirigido Esperando a Godot en Sarajevo, ha denunciado la letalidad de la metáfora en la enfermedad, como forma de control político y como mito sobre la personalidad (La enfermedad y sus metáforas, El sida y sus metáforas), ha estado en Vietnam y en Chiapas poniendo el cuerpo, quizás con menos ilusiones progresistas de estar a tono con la historia y del lado de los vencidos que bajo las premisas de su admirado Artaud: toda constatación sobre la conciencia debe ser también una constatación sobre el cuerpo.
Si se considera la casa de un escritor como escenario de sus ideas, Susan Sontag es más modesta que Roland Barthes que hacía rodar su silla de oficina entre escritorio y escritorio en un monoambiente de París (al menos eso era lo que él decía). Vive en el barrio de Chelsea, sobre la calle 20, en un penthouse que da al Hudson, rodeada de libros y grabados del siglo XVIII (según testimonio de Luisa Valenzuela, incluidos los de Petro Tabris, Campi Phlegraei, de 1772). Hay un living donde rara vez entra porque ella vive en la cocina adonde tiene su mesa cubierta de papeles junto a su fotocopiadora. Como si la literatura fuera el único diseño admisible.

La mujer sin esposa
Como feminista, Sontag no cree en el ghetto de la identidad ni en la necesidad de una toma de posición exclusiva. Pero fue audaz cuando, en uno de los momentos en que más se suele acallar ciertas cuestiones políticas tradicionales en las luchas feministas como una guerra, ella denunció que las 170 clínicas que en su país practican el aborto bajo el lema “libre elección” recibieron sus sobres con ántrax emitidos directamente desde Virginia y no desde algún centro contaminador del terrorismo. Como la mayoría de las mujeres, lesbianas y no, se queja de no tener esposa. Con la crítica Graciela Esperanza sostuvo el siguiente diálogo:
–Hay escritoras que tienen la suerte de tener una esposa ya sea en la forma de un hombre o de una mujer, alguien que se ocupe de la vida cotidiana para que una pueda escribir, pero por lo general no es así. De modo que las mujeres estamos mucho más acostumbradas que los hombres a ser ambas personas a la vez. García Márquez decía en una entrevista que cuando se le ocurrió la idea de Cien años de soledad le dijo a su mujer: “No quiero que me molesten durante un año. No quiero enterarme del plomero, de las cuentas, del teléfono. Ocúpate de todo”. Inmediatamente pensé: “Así habla un hombre”. Es cierto que Leonard Woolf hacía las veces de una esposa en algunos aspectos porque sabía que su esposa era Virginia Woolf, pero aún así, ella misma se ocupaba de muchas cuestiones prácticas. No conozco muchas mujeres que puedan decir “Ocúpate de todo por un año, cariño, tengo que escribir”, pero sí muchos hombres que cuentan con la protección de una esposa. O de una madre, como en el caso de Borges. La escritura exige una concentración enorme, es una de esas pocas artes que se practican en soledad y para una mujer es mucho más difícil aislarse de la vida cotidiana, que interfiere constantemente.
–Creo que usted hablaba de un abandono en el yo necesario para la literatura, que luego obliga a cargar con el estigma del egoísmo en la vida “real”.
–Precisamente. Porque uno se ve obligado a dar la espalda, a atender a lo más próximo, lo esencial. Mientras se escribe no hay espacio ni tiempo para mucho más. Recuerdo que una vez una escritora muy famosa me dijo: “Cuánto te admiro, Susan” –yo sonreí halagada–. “Tuviste un hijo. Yo ni siquiera puedo imaginarlo. ¿De dónde sacaría tiempo para tener un hijo?” ¿No es un comentario increíble?
–Es cierto que usted se ha convertido en una especie de sinónimo de la mujer intelectual con cierta naturalidad. ¿Qué significa para usted ese lugar?
–Para responder esa pregunta tendría que convertirme en una especie de socióloga de mí misma, pero esa inquietud no surge naturalmente y por lo tanto ni siquiera tengo que resistir la tentación. No me veo a mí misma de esa manera porque no me veo desde el exterior. Por supuesto, soy una mujer y esa es la palabra que uso para hablar de mí misma pero no me describiría como una intelectual. Tal vez lo hagan los demás, pero no yo. Diría que soy mujer y soy escritora. ¿Es difícil ser mujer y escritora? No es que uno necesite modelos para atreverse a elegir un camino, pero hay tantas grandes escritoras que uno no se haría la pregunta: “Soy mujer, ¿puedo ser escritora?”. Puede que uno se pregunte “¿puedo ser piloto de una compañía aérea siendo mujer o directora de orquesta siendo mujer?”. Pero uno no se preguntaría si puede ser mujer y escritora porque existen por ejemplo Jane Austen o Virginia Woolf. Diría que es difícil tratar de hacer siempre lo mejor, responder a las propias obsesiones y ambiciones, y ésa es la única dificultad a la que siempre me he enfrentado.

Postales criollas
En un día de 1975, Edgardo Cozarinsky entró al hotel De la Trémoille de París seguido por Susan Sontag. Ignorante o no de su misión, iba a poner en presencia de Victoria Ocampo a quien ella definiría más tarde como la mujer que la precedería en la lucha por la liberación femenina –a la que Ortega titulaba jocosamente Dein Kampf–. La impresión de Victoria fue tan imborrable como la que tuviera años antes frente a Virginia Woolf a quien halagó al no desmentir la visión que la inglesa tenía de la Argentina, haciéndose la Carmen Miranda y regalándole una caja de mariposas tropicales. Como en aquella ocasión, Victoria asoció la inteligencia de la otra mujer a una imagen andrógina. En Susan alucinó “una figura alegórica para un nuevo Miguel Angel”.
Reconoció, un poco apabullada, esa inteligencia cultivada, rabiosamente política e inequívocamente ubicada a la izquierda. Luego hizo su diagnóstico al adjudicarle “el resplandor de las piedras preciosas bien talladas y limpias”. (“Limpias” es un adjetivo de máxima calificación en Victoria). Todo eso en un artículo que publicó ese mismo año en La Nación. En él, además de no escatimar elogios para Sontag en las primeras y las últimas líneas, utilizó el centro del texto para marcar la diferencia entre haber tenido 20 años en 1910 y en 1955, haber carecido de acceso a la educación y una libertad de elección más propios del siglo 19 que del 20, amén de otros resentimientos. Luego se lanzó a repetir sus propias opiniones sobre la condición femenina tomando como blanco crítico a la Condesa de Noailles, napoleónica y floral. El efecto Sontag fue tan fuerte que Victoria se declaró “embobada a la manera de una madre que perdió de vista a una hija de meses y se la encuentra, de improviso, adulta y encarnando un sueño (sueño que para la madre no pasó de serlo, aunque para alcanzarla recorrió mucho camino y desafió monstruos, mitológicos... creía ella)”.
Victoria ve a Susan como una hija silenciosa e inmediatamente reconocida, una hija más fiel porque no es de la carne. Al leer, luego de su regreso de su viaje a París y a Susan, en un ejemplar de Temps Modernes, las respuestas de la norteamericana a una encuesta sobre el status de la mujer, extrae un párrafo para utilizar como acápite de su artículo para La Nación: “Toda mujer ‘ya liberada’ que acepte con complacencia su situación de privilegio se hace cómplice y participa de la opresión de las demás mujeres. De esto acuso a la gran mayoría de las quehan hecho una carrera en las artes y las ciencias , en las profesiones liberales y en la política”. El artículo se titula derecho viejo “Susan Sontag y una encuesta”. “Estar a favor, hoy (1972), de la emancipación de las mujeres nos coloca en una situación comparable a la de los partidarios de la liberación de los esclavos hace dos siglos” cita Ocampo de Sontag para luego atenuar: “En efecto. Pero esto de ahora son tortas y pan pintado, si se compara con lo de ayer, que conocí, y con lo de antes de ayer, que por fortuna no conocía. Las épocas de mi lucha fueron inverosímiles. Por suerte Susan ha despertado en un mundo en que ya había tenido lugar el choque de las sufragistas inglesas y norteamericanas –una minoría con sus adversarios. Léase, con la mayoría aplastante de los hombres y no pocas mujeres (empezando por la imperiosa e imperial reina Victoria). El camino para Susan estaba más expedito”. Todo el texto repetirá la fórmula: señalar la diferencia entre haber recorrido un camino escarpado –y para colmo con falda hasta los zapatos– y haber recorrido otro empedrado y con blues jeans. La síntesis será algo pedante: Susan vivía lo que Victoria había pensado. Es decir, Susan era un Golem ocampiano. No sólo eso, Victoria Ocampo, para señalar cualquier actitud de Susan Sontag, agregará, aunque no siempre utilice la expresión al pie de la letra (“como yo”). Según la encuesta citada, Susan Sontag adhiere a la ortodoxia del feminismo de los años sesenta al afirmar que hay que guardarse de esperar una liberación de la mujer como consecuencia inevitable del advenimiento del socialismo o como segundo paso en la construcción de una sociedad más justa. Pero seguramente Victoria Ocampo se empecinó en señalar ese párrafo de la encuesta no desde el interior del feminismo sino del antiizquierdismo de la revista Sur. En cambio no comulgó con la idea de Sontag de que las mujeres desobedezcan los mandatos de la cosmética. Qué viva –casi se le escapa–, dice eso ella que es linda sin la ayuda de Elizabeth Arden o Revlon. A esa altura del artículo –el final– Victoria, totalmente olvidada ya de su Golem justiciero, pasa de la temática de la opresión de género al fashion: “Hablando de todo un poco, la limpieza es un lujo al que nadie debe renunciar. Los poderes públicos han de velar para que estén al alcance de todos. Parece no estar de turno esa forma de civilización. Los blue jeans desteñidos o deteriorados forman parte de la elegancia, así como un pelo largo, pegoteado, que cuelga en mechas lacias, cuando no se encrespa en nido de caranchos. O se cuida una cabellera frondosa, y es una belleza, o se convierte en un objeto repugnante (la epidemia actual de piojos es una expresión extrema de lo que puede acontecer). No hay término medio”. ¿Sontag le resultó limpia sólo como piedra preciosa en inteligencia y esa arenga higiénica era una velada alusión a su aspecto desaliñado? ¿O asoció mugre a izquierdismo? En el final del testimonio la llama al orden en tercera persona: “No estoy de acuerdo con todos los puntos de vista de Susan (no acepto la conveniencia de recurrir a veces a la violencia) pero veo muy bien lo que la lleva a pensar en esos medios. Espero que reflexione”. Y aunque Susan Sontag parece ni haberla visto, finaliza el artículo con un imaginario pase de postas: “Con placer le cedo el paso”. Luisa Valenzuela suele conversar en la cocina de Sontag de... la cocina literaria. El nexo entre las dos escritoras fue un libro encontrado por azar en una librería de viejo de Londres: Susan compró Aquí pasan cosas raras y lo declaró como favorito en un reportaje. Su autora, Luisa Valenzuela, escuchó una mañana, una voz en el teléfono que le ordenaba comprar el diario: Sontag la había nombrado. Luisa creyó que era una broma, pero desapegada del cholulismo nacional, decidió no molestarse en conseguir el ejemplar fetiche. Susan Sontag y Luisa Valenzuela se conocieron, de acuerdo a la etiqueta de la corrección política, en una manifestación. Luego del 11 de setiembre Luisa viajó a Nueva York por responsabilidad intelectual, curiosidad periodística, pero también como quien hace visitas de pésame para un duelo privado. Y asistió, sin querer, a una performance por la paz. “Fue el cumpleaños de Annie Leibovitz. Ella estaba embarazada, “muy” embarazada (acaba de tener una hija). La fiesta que duró todo el día se hizo en las afueras de Nueva York , en una granja. Susan ofreció leer en voz alta, una costumbre que se ha perdido y que ella propuso como una manera de crear lazos comunitarios. Había muchos asistentes de Annie, amigos de la revista. Nos sentamos alrededor de una chimenea y Susan leyó. Ella tiene una voz profunda, muy bella. Y a la noche se hizo una fogata enorme que hubo que cuidar durante todo el día y nos sentamos en fardos de pasto. Susan había recopilado canciones de paz –que nadie estaba pasando por radio ni televisión–. No es que estuvieran prohibidas pero había un pedido de que no se pasaran. Por ejemplo Una oportunidad para la paz de John Lennon. Las cantamos siguiendo las letras que nos habían repartido y luego de hacer malvaviscos en el fuego como los chicos. Y en lugar de los bonetitos de cumpleaños, llevábamos las gorras de los bomberos de Nueva York. Y Annie dijo ‘los reuní para celebrar la vida’”. Una tentadora postal para ser destrozada por algún reaccionario prêt-à-porter como Tom Wolfl. ¿Qué es un reaccionario prêt-à-porter? Generalmente un trotskista desocupado por la asimilación mercantil de todas las transgresiones, un converso que exagera su huida a las antípodas de su posición anterior hasta convertirla en una macchietta, un moralista que cree enfrentarse al arte digital y a la música tecno haciéndose católico antiabortista o una estrella en el ocaso y con ánimo de revancha. Tom Wolfe es esto último. Pero aún conserva sus compulsiones satíricas de los años setenta. ¡Qué picnic se hubiera hecho en esta fiesta de izquierda exquisita! Sin embargo el cumpleaños de Leibovitz, aún con sus inevitables signos de prosperidad, debe haber sido uno de esos ceremoniales civiles que instalan una tregua sin órdenes militares, un “nosotros” no como expulsión del otro en pugna ni como confirmación patriotera, sino como voto a una reflexión colectiva. La fiesta no se opone al duelo sino a la guerra.
Graciela Esperanza, que entrevistó a Sontag para su libro Razones intensas, tiene una postal de Sontag que no se priva del tono personal y, al mismo tiempo, se concentra en esa otra Sontag que aparece casi como una caja china dentro de la otra –la intelectual crítica casi compulsivamente llamada a intervenir en los conflictos del mundo–, la literaria.
“Inolvidable la naturalidad de su fax, aceptando la entrevista (“De acuerdo, ¿qué le parece mañana a las 18, en casa?”), el tono amigable de la conversación (“Apague el grabador y cuénteme de Argentina”). Como escribí en el prólogo del libro en el recuerdo, la conversación con Sontag quedó unida a una muestra de retratos de Georgia O’Keeffe de Stiglitz que había visto en el Metropolitan el día anterior –una sinfonía fotográfica sobre la excepcionalidad femenina, una mezcla de ingenuidad e independencia– y también con la sonrisa de Anita O’Day cantando, Sweet Georgia Brown, en una escena de Jazz on a Summerday que vi en el mismo viaje, una imagen imborrable del éxtasis de felicidad que sólo puede regalar el puro encanto femenino. Me acuerdo que iba a encontrarse con una amiga en el Village cuando salimos de su casa. Paró un taxi en la puerta del edificio y se ofreció a alcanzarme hasta algún lado, pero me tomó de sorpresa y le dije que no, que iba en la dirección contraria. Después me arrepentí, claro, pero supongo que la cotidianidad de la escena –subirse a un taxi–, no cuadraba del todo en mi cabeza con la excepcionalidad del personaje. Me volví caminando al hotel, unas cuarenta cuadras.”
El filósofo Horacio González no conoció a Susan Sontag. Fue en su momento un lector atento de Contra la interpretación, una lúcida colección de ensayos de ésta. Cuando Sontag se alineó con los EE.UU. en la Guerra del Golfo, no vaciló en alinearla a su vez entre los “filósofos de la OTAN”. No toda la violencia es igualmente reprobable, no todas las guerras son igualmente injustas. Contra la guerra, ¿quién no lo está? Pero, ¿cómo se pueden detener los gestores del genocidio sin hacer la guerra?. Ante un mal radical, la guerra es un mal menor. Eran los argumentos de Sontag. González le pregunta desde un artículo titulado precisamente Los filósofos de la OTAN si es necesario basar una teoría política del mal en la violencia tecnológica y científica de los superpoderes mundiales. Entre la opción por la creencia en “dos demonios” y el lavarse las manos del pacifismo a rajatabla, González apunta: “Combatir el retroceso político de la humanidad hacia exclusivas urdimbres étnico-religiosas no reclama una filosofía de la OTAN que busque hoy reanimar un escuálido humanismo aliado a una atrofiada racionalidad técnica. Reclama mejor, un esfuerzo filosófico para refundar la política sin ceder ante los pensamientos de la extorsión. O hay pensamiento político nuevo o hay pensamiento político extorsionador. La filosofía de la OTAN reviste esta última categoría”. La posición de Sontag ante los atentados a las Torres no cede a la extorsión. Ya no se alinea con los EE.UU. en nombre de razones iluministas donde parpadean entre misiles las palabras “libertad” , “humanidad” o “el mundo libre”. Las comillas que les pone a estas palabras en sus declaraciones actuales son las balizas de su nueva posición. “Las voces autorizadas a seguir de cerca este acontecimiento –escribió– parecen haberse unido en una campaña destinada a puerilizar a la opinión pública. ¿En dónde está la admisión de que éste no fue una ataque ‘cobarde’ contra la ‘civilización’, la ‘libertad’, la ‘humanidad’ ‘el mundo libre’, sino un ataque contra EE.UU., la autoproclamada superpotencia del mundo, cometido como consecuencia de determinados intereses y acciones estadounidenses? ¿Cuántos ciudadanos estadounidenses están al tanto del actual bombardeo de EE.UU. contra Irak?”.
En los tiempos de Sartre era claro: se estaba con Argelia o con la política colonial del Estado francés, en la de Zola se estaba con Dreyfus o contra Dreyfus. La incomodidad del intelectual contemporáneo radica en la imposibilidad de pensar en términos binarios fenómenos de enorme complejidad y en el marco del sometimiento a las urgencias de los medios de comunicación, donde el silencio suele leerse casi siempre como abstención, pocas veces como resistencia. Lo que parece exigir tanto una reformulación de la política como de la política de los medios. En un cuento de su libro Yo, etc., llamado a modo de lapsus “Declaración”, Susan Sontag pone en boca de un personaje la queja por esa necesidad de tomar la palabra ante el totalitarismo imperial y sus planificaciones, una necesidad que parece situarse más cerca de la compulsión que de la razón: “¿Es justo que yo despierte y vosotros, la mayoría de vosotros, no? ¡Justo! Hacéis una mueca. ¿Qué tiene que ver la justicia con esto? Que cada alma se apañe como pueda. Pero yo no quiero despertar sin vosotros (...) No me rindo. Yo, Sísifo. Me aferro a mi roca, sin necesidad de que me encadenéis. ¡Atrás! La hago rodar hacia arriba... arriba, arriba. Y, ahí bajamos. Sabía que sucedería esto. Ved, estoy nuevamente en pie. Ved, empiezo a hacerla rodar nuevamente hacia arriba. No intentéis disuadirme. Nada, nada podría arrancarme de esta roca”.