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SOCIEDAD

Sentirse en peligro

El caso de Fabiana Gandiaga, la mujer asesinada en un club al que había ido a ver competir a su hijo, reabre el tema de la violencia sexual en las ciudades, y su constante amenaza: en un libro recientemente publicado, A las niñas buenas no les pasa nada malo, la socióloga Esther Madriz afirma que son las mujeres quienes más cambian de hábitos empujadas por el miedo.

Por Marta Dillon

Cuando era joven venía mucho a la Capital, venía con mis hermanas, todos los domingos hacíamos un paseo distinto. Pero ahora no se puede salir, los trenes son muy peligrosos, ¡pasan tantas cosas en la calle! Aunque la verdad es que ya no quedan lugares seguros. ¿Vio lo que le pasó a esa chica en un club? Una tiene que cuidarse porque los hombres no se fijan, también violan señoras mayores.” Esther tiene 57 años, es empleada doméstica y aprendió a la perfección el mandato del miedo. Su vida, puertas afuera del hogar, se limita al trabajo e incluso prefiere quedarse a dormir en casa de su empleadora antes que volver al atardecer. En ese momento es cuando empieza a regir el toque de queda autoimpuesto que sólo podrá ignorar a medias si su marido camina a su lado. La de Esther es una de las voces que se escuchan a diario y que los medios de comunicación reproducen –con insistencia cada vez mayor– para dar prueba de la “inseguridad de cada día” –noticiero de Canal 13–, un segmento de noticias que agrupa hechos policiales en los que la violencia indiscriminada parece estar siempre del lado de los que cometen delitos -los delincuentes muertos en tiroteos suelen ser visualizados como triunfos de la justicia–, casi siempre descriptos como jóvenes marginales y usuarios de drogas. Estos relatos diarios que construyen una atmósfera de amenaza permanente, influyen sobre todo en la conducta de las mujeres. Al menos ésa es una de las conclusiones a las que llegó Esther Madriz, socióloga investigadora de la Universidad de San Francisco, California, en su libro A las niñas buenas no les pasa nada malo, distribuido este mes por la editorial Siglo XXI en Buenos Aires.
“Las mujeres tienen más probabilidades de modificar su comportamiento por miedo a ser víctimas de un delito. Una encuesta realizada en ciudades seleccionadas muestra que el 52 por ciento de las mujeres declara haber cambiado su conducta por el miedo a la delincuencia, mientras que sólo el 27 por ciento de los hombres expresó haber hechos cambios similares”, cita Madriz en su texto aludiendo a investigaciones criminológicas realizadas en Estados Unidos en la década del ‘90. Hay una paradoja en esta afirmación: en las mismas ciudades en las que se realizó la encuesta las estadísticas dicen que los porcentajes de víctimas de delitos son menores entre las mujeres que entre los hombres. Las diferencias en el tamaño y la fuerza del cuerpo es una de las explicaciones posibles. La otra es el miedo a la violación o a las agresiones sexuales sobre las cuales se suele advertir a las niñas, aun sin nombrarla. “Sentate bien”, “¿vas a viajar en tren con esa minifalda?”, “con esa ropa se te nota todo”, son frases escuchadas miles de veces que aluden al riesgo que determinadas conductas podrían significar para las mujeres y que a pesar de que muchas cosas han cambiado, se siguen arrastrando como disciplinadores eficaces. “La mayoría de las mujeres experimenta el miedo de violación como una persistente y corrosiva sensación de que algo terrible podría ocurrir, una angustia que les impide hacer cosas que desean o necesitan hacer”, cita Madriz, aun cuando en su investigación se formula otras preguntas como la influencia que podría tener en el miedo a la delincuencia el haber padecido violenciadoméstica u otros factores como el hecho de ser inmigrante o pertenecer a alguna minoría étnica o de elección sexual.
Frente a la violación, sin embargo, está más presente que nunca la figura de la “víctima culpable”, esa que con su conducta podría “alentar el delito”, o sencillamente haberse expuesto a él, como si hubiera alguna acción posible que justifique la agresión. Pero este argumento es uno de los primeros que suelen esgrimirse y a esto alude el título del libro de Madriz, otro lugar común presente en la socialización de niños y niñas, aunque estas últimas lo padezca más enérgicamente. A las niñas buenas no les pasa nada malo podría haber servido para definir ese manto de sospecha con que se intentó tapar el cuerpo maltrecho de María Soledad Morales; o la indiferencia con que se asiste a la desaparición de mujeres en Mar del Plata, la mayoría de ellas trabajadoras del sexo. En cada nuevo caso los medios retoman el término prostitutas para referirse a ellas y la respuesta social da cuenta de la valoración de su conducta. Estas desapariciones no han merecido la atención de otras que sucedieron en la misma provincia como el caso de Miguel Bru, estudiante de La Plata o de Andrés Núñez, obrero de la construcción. También en otros casos que tuvieron repercusión en la prensa –la mayoría de las violaciones pasan desapercibidas, salvo en el caso de que termine en homicidio o que exista algún otro ingrediente particular– la ocupación de las víctimas, lo que hacían en el momento de ser agredidas o su extracción social, es lo que las termina definiendo y, en definitiva, estigmatizando. Es el caso de las mochileras, asesinadas en la provincia de Buenos Aires o “las porteñas” como se llamó en San Juan a dos chicas violadas por una patota de jóvenes acomodados en 1989. “El mensaje subyacente –concluye Madriz– es que las mujeres que no respetan los códigos se exponen a riesgos ‘innecesarios’; si son víctimas de un delito, es culpa de ellas por transgredir reglas estrictas tan incrustadas en la cultura popular que forman parte de lo que ‘todo el mundo sabe’. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que las mujeres deben vestir en forma conservadora, no deben andar por las calles de noche y solas, deben evitar los lugares ‘malos’ y a las personas ‘malas’, no deben aceptar empleos que las expongan al peligro (...) y siempre deben estar acompañadas por alguien, de preferencia un hombre. De ese modo, la responsabilidad de prevenir y controlar la delincuencia contra las mujeres se coloca sin ambages sobre los hombros de las propias mujeres.”

Inocentes y culpables
Cuando la primera foto de María Fabiana Gandiaga apareció en los diarios de Buenos Aires, cuatro días después de su desaparición, ella era nombrada simplemente como “una mujer”. Su marido, Andrés Cabana, se vio obligado a dar pruebas de la “normalidad” de la relación entre ellos para ahuyentar el fantasma de una fuga –la expresión de María Fabiana en la foto que se divulgó para difusión dio lugar a más de un comentario de café– y terminó apelando al amor que ella sentía por su único hijo como prueba irrefutable de que algo le había pasado. Aun no se sabía que Fabiana cumplía con la tipología de la “víctima inocente”, tal como la describe Madriz y como suele habitar en el imaginario popular. “Es una mujer respetable”, dice el texto en el cuadro que compara víctimas “inocentes” o “culpables”. Tanto que a partir del descubrimiento de su cadáver pasó a ser mencionada como “la maestra”. “Cuando fue atacada, estaba dedicada a una actividad respetable.” Gandiaga acompañaba a su hijo a una competencia deportiva, aunque la primera sospecha fue haber abandonado el lugar en el momento en que el niño iba a actuar. “Usa ropa y joyas conservadoras y decentes -continúa el cuadro–, fue atacada por un ‘delincuente ideal’, un desconocido. El ataque fue feroz y provocó heridas serias o la muerte.” Todos estos ingredientes formaron parte de los relatos que reconstruyeron su trágica muerte y que fueron expuestos largamente en crónicas e infografías que señalaban las partes de su cuerpo en las que había recibido heridas e incluso semen. Los sospechosos detenidos, esta vez, cumplen también con las características necesarias para “poner a salvo” al resto de la sociedad. Son marginales, no fueron contratados directamente por la institución, un club, un lugar que se supone seguro. Aunque no es difícil prever el miedo que este hecho puede imprimir en los socios de aquí en adelante. La violación de María Fabiana Gandiaga terminó con su muerte y eso la convierte en un hecho excepcional. Pero según Beatriz Ruffa del Centro de Encuentro Cultura y Mujer (Cecym), institución dedicada a la prevención de la violencia contra las mujeres, son muchas las mujeres sorprendidas en vestidores o balnearios, “hay cierta naturalización en estos hechos, la mayoría de las mujeres no hace la denuncia y esto da un marco de impunidad a los agresores”. Según los datos del Cecym, recabados en el Registro Nacional de Reincidencia y Estadísticas Criminales de la República Argentina, entre 1971 y 1997 –no hay cifras posteriores todavía– el número de denuncias por violación apenas ha variado entre 6138 casos en el primer año y 7529 en el último registrado. Las condenas apenas llegan al 10 por ciento de esa cifra. Los estereotipos que Madriz describe en su libro son representaciones populares que la socióloga recabó en cientos de entrevistas con mujeres. Pero es evidente que también están muy presentes en ámbitos de la Justicia, el tipo de preguntas y de análisis a los que se somete a las víctimas desalienta la denuncia. Se supone que los registrados son apenas el 15 o 20 por ciento de los casos reales. ¿Cuántas mujeres callan porque creen que serán juzgadas? ¿Cuántas creerán que no hicieron todo lo que tenían que hacer para evitar ser agredidas? Preguntas abiertas que, en la mayoría de los casos, se siguen contestando en silencio.