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TALK SHOW

Memoria obliga

A las madres de los desaparecidos, apoyadas y admiradas, pero también rechazadas y denostadas, se les suele negar otra identidad que la ligada a su accionar en pos de esclarecimiento y justicia, durante el Proceso y después. Muy por encima de sus imperfecciones formales, Tres buenas mujeres, cuento de Laura Bonaparte cuya versión teatral realizó Graciela Holpeltz, se toma la saludable libertad de presentar a una trinidad de madres bajadas a tierra, pisando el suelo de un territorio –la cocina-considerado específicamente femenino durante siglos, dejando aflorar su indecible y permanente dolor, pero también sus pequeñas intolerancias mutuas, sus rivalidades, sus cuentas pendientes, mientras preparan una cena de celebración.
Sin embargo, no es que Angela, Berta y Josefina estén pasando juntas uno de los tantos encuentros amistosos que sin duda suelen tener regularmente. Para nada: en esta oportunidad, aunque intercambian ideas sobre cómo condimentar un pavo, usar corcho contra calambres o hacer un borscht, las reúne una circunstancia excepcional, perturbadora, límite, que ya está marcando un antes y un después en sus vidas. Es que las tres buenas mujeres del título han secuestrado a un “pez gordo”, como dice una de ellas, del régimen genocida. Fue Angela (la extraordinaria Ana María Castel) la que lo redujo propinándole unas buenas piñas (“de repente, tengo tanta fuerza en los puños”) y con Berta (una labor altamente emotiva de Adela Gleijer) lo metieron en el sótano. Y ahí está el infeliz, puteando a través de la mordaza (sólo se oye su voz) en tanto que al dúo se suma Josefina. Y entre perejil picado fino, cáscaras de remolacha y frutillas trituradas que tiñen las manos de un rojo tan simbólico como los cortes y operaciones que le practican al pavo, las tres discuten apasionadamente el destino del rehén. Y en la deliberación estallan las dudas, las inquietudes, cierta confusión ante la dificultad de separar los muy humanos impulsos revanchistas personales de determinadas certezas morales vinculadas con los derechos humanos.
Aunque en su expresión dramática a estos planteamientos les falta sutileza y complejidad, y les sobran reiteraciones de intención didáctica, hay algo muy fuerte y osado en el relato, que está lejos del incienso reconfortante y es, sin embargo, a la vez valorizador del dolor y la lucha de las madres desde una dimensión cotidiana. Hay también una emoción genuina que se expande, en buena medida gracias a la labor de la directora Georgina Parpagnoli y de las intérpretes. Laura Bonaparte (que en el cuento original apelaba a un delirante humor negro y llegaba a otra resolución final) reconstruye el horror mediante los recuerdos compartidos de estas madres –en verdad, una suerte de presente continuo– y también a través de sus comprensibles, compartibles, perturbadores deseos de venganza que revelan zonas oscuras y ambivalentes, pero también la posibilidad de elegir, de triunfar sobre ellas mismas frente al dilema moral. Más allá, entonces, de ciertas frases grandilocuentes de la versión escénica y de la manera esquemática de repartir los momentos de bravura entre las actrices, Tres buenas mujeres amplía con recursos renovados elcampo de la conciencia y de la memoria del público. En vez de propagar la muerte, estas madres subliman sus impulsos y deciden bajar sus probables armas caseras (cuchillas, trinchantes, soga de la ropa, veneno para ratas, dominar su tan justificada furia, no caer en la trampa que indirectamente les tendieron los asesinos de sus hijos).