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PERSONAJES

Penélope
bien mirada

 

Penélope Cruz rodó en España el film “Sin noticias del diablo”, que protagoniza junto a Victoria Abril. La revista “El País” pidió a Juan José Millás que fuera su sombra durante dos días. Lo que sigue es la estupenda crónica del escritor, por momentos asombrado de la “insignificancia” de la estrella, y en otros enternecido por ella.

Por JUAN JOSE MILLAS

Cuando quedas con Penélope Cruz, primero llega ella y al rato su cuerpo. Lo cuento como me sucedió. Había ido a buscarla a su casa muy temprano, para acompañarla, en plan sombra, al rodaje de Sin noticias de Dios, la película de Agustín Díaz Yanes que se estrena en estos días. La esperé en el jardín, jugando con uno de los perros, aunque sin perder de vista la escalera por la que tendría que bajar. Estaba preparado para ver descender a una estrella, pero apareció una chica cualquiera, como las siete mil con las que te cruzas en el Metro cada día.
Personalmente, me resulta más fácil conversar con nadie que con alguien, así que me dirigí a aquella chica como si fuera nadie y funcionó. Mientras íbamos para el rodaje, hablamos, pues, de nada, y cuando más tarde me pidieron que abandonara su camerino, porque iba a empezar la sesión de maquillaje, ella dijo que no, que me dejaran porque yo era su sombra. Me quedé y fue entonces cuando apareció el cuerpo de Penélope. Tampoco se manifestó de golpe, sino poco a poco. A medida que Paniza, el peluquero, le pasaba el cepillo, Penélope iba emergiendo de la chica insignificante que había bajado las escaleras de su casa mientras yo jugaba con el perro. El proceso, como toda metamorfosis, era espectacular, pero delicado: los niños saben que basta introducir la punta de una aguja en un capullo de seda para arruinar el milagro, así que continué hablando con naturalidad, como si no viera lo que estaba ocurriendo ante mis ojos.
Penélope me respondía con naturalidad también, como si no fuera consciente de la mutación. Quizá no lo fuera. Le dije que me había ocurrido algo curioso, y es que cuando pregunté en el periódico si me podían facilitar información sobre ella, dijeron que no me preocupara:
–Sobre Penélope sabemos todo.
Me enviaron un dossier con “todo” y se dio la circunstancia de que cuanto más leía, menos sabía. Toda la documentación parecía estar puesta al servicio de esconder lo fundamental, en caso de que existiera lo fundamental. Tenía muchos datos, en fin, pero muy poca información. Se quedó sorprendida. Quizá esperaba que yo también la examinara de budismo, de la India, de Nacho Cano, de Teresa de Calcuta, de Tom Cruise, pero ésos eran precisamente los datos sin información que estaban al alcance de cualquiera. A mí lo único que me interesaba de Penélope era averiguar cómo había llegado a Hollywood haciendo trasbordo en la plaza de Castilla.
–¿Cómo se llega a Hollywood haciendo trasbordo en la plaza de Castilla?
–Es verdad –dice–, iba hasta la plaza de Castilla en el autobús, el 27, y allí cogía el Metro. Lo que más recuerdo de aquella época son los viajes en Metro. En el Metro hacía los deberes del instituto, dormía,leía, merendaba...
En el Metro leyó El guardián en el centeno, la novela que la conduciría al Salinger de los Nueve cuentos y de Fanny y Zooey. Habla de El guardiánen el centeno como si le hubiera producido unas fiebres; quizá se las produjo, porque llegó la última página y regresó a la primera mientras las estaciones se sucedían al otro lado de la ventanilla. Si oyes a Penélope describir su carrera, parece que todo ocurrió con la aparente facilidad con la que suceden las cosas en los relatos de Salinger.

La realidad fue más dura. Penélope tenía entonces 14 o 15 años (ahora tiene 27). Vivía en San Sebastián de los Reyes, una localidad de la periferia de Madrid desde la que no era fácil acceder al centro. Pero Penélope llegaba. Era capaz de hacer siete trasbordos para ver una película. Vio Atame, de Almodóvar, ella sola, “en un cine que queda detrás de Montera, y supe que quise ser como Victoria Abril”.
–Veía mucho cine también en casa –añade–. Cuando una película me gustaba, la alquilaba tres, cuatro o cinco veces.
Estudiaba ballet y acudía a todos los castings del mundo en busca de un papel. No paraba, en fin, y estuvo a punto de pasarse de rosca.
–De los 14 a los 17 –dice– trabajé como una burra. Lo peor es que no quería reconocer que estaba cansada y me coloqué al borde de una crisis. Hace poco rocé de nuevo ese límite por un exceso de trabajo. Pero ya se ha acabado. Ahora sé que si me atengo a unas cuantas reglas, puedo ser feliz. Y no me compensa pasarme. Como bien, no bebo, duermo lo que tengo que dormir. De las drogas, conozco lo suficiente como para saber que son el diablo...
Pero aquella época de rigor estaba llena de misterio también. Deseaba las cosas con tal intensidad que a veces sucedían.
–Al salir de casa, si pensaba en Almodóvar, él aparecía. Lo vi en un bar que se llamaba Gloria, donde empecé a salir de noche, y en la calle, y en un cine, antes de que nos presentaran. Mi vida, si lo pienso, está llena de casualidades.
Ahora mismo le está ocurriendo otra casualidad: parte del rodaje de Sin noticias del diablo se lleva a cabo en un estudio de San Sebastián de los Reyes, a cinco minutos de la calle de Valencia de Don Juan, en la que vivió desde los cuatro años. Le propongo que recorramos el barrio de su adolescencia ella y yo solos, dando por supuesto que me dirá que no, pero me dice que sí, pese a que lo que pretendo demostrar –y así se lo explico– es que es tan insignificante que con unos vaqueros y una camiseta no la reconocerá nadie.
En un descanso del rodaje, pues, a la hora de comer, nos escapamos a Valencia de Don Juan, una calle en cuesta, con un videoclub y un taller mecánico. A la vuelta de donde ella vivía hay un bar, Casa Tomás, en el que Penélope, de pequeña, tomaba patatas bravas con su padre. Le propongo que comamos ahí antes de continuar nuestro viaje al pasado, y le parece bien. El local está lleno. No hay una sola mesa libre, pero cualquiera habría supuesto que, al ir con una estrella, nos harían un hueco.
–Queremos comer –le digo al camarero.
–Pues tendrán que esperar un buen rato, porque ya ve cómo estamos.
Nos retiramos a la barra, yo encantado de llevar la razón, y Penélope tranquila. En el rodaje me habían dicho que estaba loco por salir con la actriz sin protección.

Ya instalados en la barra, mientras yo me pregunto dónde rayos tiene esta chica la vanidad, ella pide unas patatas bravas y una ración de pulpo a la gallega, que es lo que más le gustaba de pequeña. Ella bebe Coca Cola, yo cerveza. Nadie nos molesta. Le pido, por favor, que empiece a comportarse como una estrella, pues hasta a mí comienza a darme rabia que no se den cuenta de que voy con Penélope Cruz, y ella se ríe porque las estrellas, dice, le dan risa.
–Mira –dice–, cuando iba en el metro de un casting a otro, yo no sabía si sería capaz de vivir de esto. Para mí el éxito es poder trabajar. Sólo eso. Y no te pueden creer todo lo que te pasa, porque en el cine,empezando por la pantalla, que fíjate el tamaño que tiene, está todo desproporcionado.
Ya comidos, vamos dando un paseo hasta Valencia de Don Juan número 4. Penélope vivía en un entresuelo, de manera que desde el portal podemos asomarnos por las ventanas al interior de la casa. Le propongo llamar al telefonillo para ver si hay alguien, y tiene un golpe de emoción que controla enseguida, aunque ha estado a punto de ponerse a llorar. Finalmente, yo mismo aprieto el botón y aparece una señora peruana, llamada Norma, a la que explico que estamos haciendo un recorrido turístico por la adolescencia de Penélope Cruz. Nos invita a pasar, y Penélope se queda un poco desconcertada, porque los nuevos inquilinos han hecho una obra para agrandar el salón y se han cargado la habitación en la ella dormía. Pero da unos pasos y me explica dónde estaba exactamente su cama mientras los hijos de la señora peruana, Norma y Richard, se abrazan a sus piernas porque Penélope tiene un magnetismo especial, del que es consciente, para los niños y para los gatos.
La puerta del baño está abierta y pide permiso para encender la luz. El armario, de metal, es el mismo de entonces, y el espejo que hay sobre el lavabo, también. Ella entra, se mira en el espejo algo perpleja, y no sabemos si ve a la estrella o a la muchacha insignificante, pero se lleva la mano a la boca con estupor.
Su memoria está procesando a cien por hora una adolescencia en la que “teníamos de todo pero no nos sobraba nada”, mientras su estómago digiere una ración de pulpo que se tomó con su padre hace diez o doce años en la barra de Casa Tomás.
–Aquí, en el cuarto de baño, me encerraba –dice– porque era el único lugar en el que podía estar sola. Pero lo recordaba mucho más grande.
Cuando abandonamos la casa de Norma, Penélope me propone que vayamos a tomar café a casa de su madre, que vive a cinco minutos de donde nos encontramos. Nos cruzamos con un mecánico que se vuelve con expresión incrédula. Es evidente que ha reconocido a Penélope, pero enseguida piensa que es una chica que se parece a ella. Y es que Penélope se parece a Penélope, eso es cierto, pero inmediatamente, en la segunda mirada, adviertes que no es ella. Sólo si has tenido el privilegio de permanecer en su camerino mientras se peina o se maquilla, te das cuenta de que son la misma.
Pero hay todavía un instante más espectacular que el del camerino, y es el del plató. Fui la sombra de Penélope durante dos días, en dos ambientes de rodaje distintos, y vi la transformación que en cuestión de segundos se opera en ella cuando oye la palabra “motor”. Entre la palabra “motor” y la palabra “acción”, apenas pasan unas décimas de segundo, pero durante ese breve intervalo temporal, Penélope hace un movimiento casi imperceptible con su cuerpo, como si se metiera adentro y volviera a salir enseguida, convertida en otra. Y es otra, en efecto, otra que llena todo el espacio que le das y el que se toma. Cuando el director grita “corten”, cae de nuevo desde las alturas a la muchacha insignificante, se acerca tímidamente al monitor y cambia con el director algunas impresiones sobre la escena.
El caso es que esta chica, que todavía se mancha cuando come, es una estrella del cine en plena fase de expansión, además de una empresaria cuyo contrato con el diseñador Ralph Lauren mueve millones. Es también directiva de una fundación destinada a sacar adelante, en la India, a las niñas que son arrojadas a la calle. Y estudia fotografía con pasión.
Cuando Penélope era pequeña, su madre tenía una peluquería en Alcobendas, otra localidad periférica muy cercana a San Sebastián de los Reyes. He leído en algún sitio que se pasaba las horas muertas mirando revistas en la peluquería, pero ella dice que no, que miraba a las señoras y que las señoras fueron su primer gran escuela de interpretación. De camino al rodaje la invito a un helado y me pide que compre otro para su maquilladora, Whitnie. Hablamos un poco de Sin noticias de Dios, donde hace el papel de diablo.
–Me encanta este personaje –dice–, porque yo soy un poco chico. De todos los personajes que he hecho, es el que más se mueve como me muevo yo. Yo me muevo así, fíjate.
Esa tarde me fijo y es verdad. Una vez disfrazada de diablo, posee la belleza ambigua de los caracteres andróginos. Cuando le pregunto a Díaz Yanes, el director, si es complicado rodar con Penélope, me dice que no, que nunca pide nada y que es de una educación extrema. En ese momento se acerca ella para hacerle una pregunta curiosa:
–Aunque no soy un ángel en este rato, ¿todavía tengo miedo, o ya no?
–No, ya no tienes miedo –dice él.
Y ella se aleja sin miedo hacia el plató.
Cuando te despides de Penélope, lo primero que se va es su cuerpo, pero ella se queda en la cabeza durante un tiempo, como una buena idea, una buena película, un buen libro, o una buena persona.