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Bajo el signo de Saturno

Por Nuria Amat,
desde Norwich

Norwich es una pequeña ciudad situada en uno de los rincones más apartados de la geografía inglesa. En el mapa de esta isla británica es fácil distinguir su punto negro lindante con el mar, no lejos de donde solía refugiar su intimidad el duque de Windsor, desertor por amor de la grave y sonada realeza. Se dice de Norwich que es una de las pocas ciudades típicamente inglesas que todavía existen. En esta ciudad colorida en exceso para ser tildada de literaria vive y trabaja uno de los escritores más reconocidos y secretos de los últimos años, W. G. Sebald.
Acceder a Sebald se convierte en una empresa bastante más compleja que la de llegar a Norwich, pero una vez que el visitante consigue estar frente al escritor uno se da cuenta de la gran coherencia que existe entre el espacio en el que vive y su literatura. Sebald ha dedicado gran parte de sus páginas a recrear este condado de la Costa Este de Inglaterra tan vacío como bello. Apenas dos títulos han sido publicados hasta ahora en nuestra lengua, Los emigrados (1996) y Los anillos de Saturno (2000), ambos en Editorial Debate.
Max Sebald, así llamado por amigos y compañeros –el profesor Sebald para sus colegas y estudiantes de la University of East Anglia–, suele ocultar su presencia tras la figura de un caminante más de aquellas tierras desoladas. Aparece y desaparece por cualquiera de los innumerables edificios modernos de piedra gris que conforman el joven campus en el que todavía sigue impartiendo sus clases de literatura europea. He llegado hasta Sebald a través de un colaborador suyo, Peter Bush, traductor célebre (son conocidas sus traducciones de Juan Goytisolo, Onetti, Luis Sepúlveda) y actual director del British Centre for Literary Translation de la UEA. Dicho centro, en su Escuela de Verano, ha organizado un seminario de traducción literaria. No es que Max Sebald sea precisamente uno de los participantes al curso que más prodigue su presencia. Trata de pasar inadvertido, y lo consigue. Viste de forma elegante: mocasines oscuros de brillo descarado, pantalón de pinzas anchas y camisa a listas azules y blancas perfectamente planchada. Antes de encontrarme con él por primera vez debo, según lo pactado previamente con Peter Bush, llamar a la puerta de su despacho y decir: “Hello. I’m Nuria Amat”. Así de fácil.
–Soy tímida.
–Max también es tímido –dice Peter.
Instantes después descubriré que Sebald es un escritor que mantiene con los diferentes idiomas europeos la misma relación de antigua lealtad con la que trata de preservar su escritura. Habla a la perfección varias lenguas. Como lectora de sus libros, me he permitido situar a este autor en el grupo de los grandes escritores periféricos del siglo pasado. Junto a Conrad o Benjamin, Sebald es otro de los grandes exiliados del siglo XX. Su literatura se distingue por permanecer en el extremo
opuesto del escritor de best seller. Los emigrados mereció ser considerado por la escritora y ensayista Susan Sontag como el mejor libro del año.
De ser un escritor tardío y prácticamente desconocido, Sebald se ha convertido en un clásico. Pero no se lo cree. Pronto oiré de sus propios labios su empeño en presentarse como un itinerante de la literatura, un peregrino de los libros. Alguien que ha llegado hasta aquí casualmente.
El camino que conduce a la puerta del pequeño despacho del profesor Sebald es de por sí un viaje a su mundo literario. Ya en el corredor en el que se ubican las puertas de los despachos contiguos al suyo, hay fotografías tamaño cuadro colgadas de las paredes. Como si de la entrada al museo de los libros se tratase, retratos de Bernhard, Thomas Mann, Witgenstein, Broch, Benjamin... que parecen estar aquí para avisarnos que la puerta anónima tras la que se encierra el escritor se encuentra cerca. Así es, en efecto. En un pequeño tablero blanco aparecen las letras impresas con su nombre. Junto a ellas, a guisa de relicario, una fotografía del joven Kafka.

Oigo voces
Sebald se levanta a saludarme y me ofrece asiento. Observo que se libera de sus anteojos y los deja encima de la mesa. Es la única vez que lo veré sin ellos. Lo tomo como una señal de confianza. Tiene el cabello blanco y el rostro sonrojado y enjuto de montañés alpino. Tiene fama de arisco y suele negarse por sistema a cualquier tipo de entrevista o asalto a su vida personal. Los escritores somos ladrones de vidas y palabras y Sebald, maestro en este tema, me habla contabilizando las suyas.
Su oficio, lo sabemos por sus libros, es el de oidor de historias y recuerdos ajenos. Ha dedicado gran parte de su vida a incorporar el mundo de los otros en su viaje interno. Este mismo despacho donde nos encontramos ahora es una puesta en escena de su vampirismo de recuerdos.
La primera pregunta es suya. Quiere conocer mi opinión sobre la versión castellana del libro que llevo entre mis manos. Le respondo que me parece muy buena. Mis palabras vienen a confirmar lo que ya sabía y me dan pie para preguntar a mi vez qué es lo que espera él del traductor de sus textos. Después de meditar unos segundos, exclama:
–¡Que lo haga bien!
Su exigencia en este sentido es sobradamente conocida por editores y lectores. Reconoce que su escritura es elaborada y reclama de sus traductores que mantengan el tono de este artificio literario.
–El traductor necesita tiempo, lentitud en el trabajo y respeto por el texto de autor. No me interesa un traductor cuya pretensión única consista en llevar el texto al lector. Reviso todas mis traducciones al inglés y me tomo todo el tiempo necesario para hacerlo. Porque los editores se sienten satisfechos demasiado pronto, les basta con que el traductor les entregue un texto mecanografiado, que se pueda leer, y enseguida le dan el visto bueno. Ellos siguen las leyes del mercado –tan ajenas a las de la literatura–. Este ha sido el motivo por el cual he tenido que volver a escribir todas las traducciones inglesas de mis libros.
W. G. Sebald es un emigrado. Sus lectores sabemos que, nacido en Allgäu (Baviera) en 1944, llegó a Norwich en 1970 para dar clases en la Universidad de East Anglia donde, desde 1987, ocupa la cátedra de Literatura Europea. Pero a Sebald se le debe también la fundación del British Centre for Literary Translation del que fue director hasta 1994 y cuyo prestigio es notorio.
Le hablo de su último libro, Luftkrieg und Literatur (Aire de guerra y literatura), aún no publicado en lengua inglesa y de cuya traducción se está ocupando en estos días.
–Al contratar este libro con el editor inglés puse como condición que yo debería decidir quién iba a ser su traductor. Lo hicimos del siguiente modo. Mi editor contactó a cinco traductores del alemán al inglés, les entregamos unas cuantas páginas y yo elegí la traducción que me pareció mejor. La de una traductora, por cierto, no joven: Anthea Bell. Para mis libros prefiero un traductor de cierta edad, cincuenta años o más porque ellos conocen mejor las palabras alemanas y saben cómo dar el verdadero sentido del texto en otro idioma.
Esta afición suya por la gente de cierta edad se manifiesta también en sus libros.
–Sí. La gente vieja es más interesante. Tiene muchas más cosas que contar. Y me gusta vivir las experiencias de otras personas. La gente mayor tiene un pasado tras de sí. Un pasado que suele ser mucho más interesante que los hechos actuales, que acostumbran a ser de una banalidad sorprendente. Debo confesar que me interesa todo lo viejo. Viejas lenguas, viejas frases. Pero no se trata, ni mucho menos, de una cultura elitista. Mi oído está presto a escuchar a personas de todo tipo, desde un obrero a un maestro de pueblo. Escuchar a ciertas personas es lo mismo que leer libros. Ambas actividades son fundamentales en mi vida y mi único trabajo consiste en transformarlas en texto.

Alemania, Alemania
Alguien le ha reprochado que su alemán es anticuado. Presumo que su escritura es una forma de resistencia.
–El alemán de los jóvenes es horrible. Me aventuro a conjeturar que en un espacio de tiempo no superior a diez años el idioma alemán va a desaparecer. Por otro lado, debo la escritura de mi libro
Luftkrieg und Literatur a las inquietudes de ciertos estudiantes alemanes que me mostraron su preocupación por la ausencia de libros alemanes que hablasen de la destrucción de Alemania durante la Segunda Guerra. Los escritores alemanes han escrito demasiado poco sobre las torturas de guerra. Salvo Ingerborg Bachmann, apenas nadie más ha escrito sobre la destrucción de Alemania. Esta terrible destrucción ha sido censurada por sus propios verdugos. En mi libro solamente intento responder a una curiosidad externa de ciertos estudiantes inquietos que pasó a convertirse en una preocupación tan personal y propia como para dedicar a ella este libro por entero.
Su literatura está dedicada a resucitar estas voces anónimas a las que da vida mediante una escritura de disección propia de mesa de operaciones. ¿Escritura de bisturí? ¿Lección de anatomía?
–La literatura no es nada sin el lenguaje. Yo escribo por amor a las palabras. Escribir es peregrinar por las palabras.
Sebald asume que su estilo literario es frío, apagado, sin carga emotiva aparente. Y por primera vez pronuncia una frase que repetirá varias veces a lo largo de nuestra conversación, como si la tuviera preparada de antemano:
–Se escribe con la cabeza y no con el cuerpo. Sí –completa su frase como diciendo que no admite discusión sobre ese punto–, ya sé que es una opinión pasada de moda.
¿Y por qué razón incorpora fotografías entre las páginas de sus libros como si quisiera confirmar con ellas la verosimilitud de los hechos que cuenta?
–Mi literatura está hecha de todo cuanto me rodea. Lo mismo pueden ser pescadores de playa, playas aisladas, vidas de escritores, recuerdos ínfimos de mis paseos solitarios. Todo cabe en un libro. Escribir es como pasear por la historia y por la biblioteca de la vida. Ambas realidades son una sola cosa para mí. Trato de vivir rodeado de las cosas que me gustan y considero natural incorporarlas a mi escritura. Todo forma parte de lo mismo. Escribir y vivir. Sólo entiendo la escritura como reflejo de un mundo interior, privado. No me interesa el pasado por sí mismo sino por todo lo que puede aportar a la propia vida.
Comento con Sebald que la identificación de su vida con la biografía de otros escritores es otra de las características de su literatura.
–Estas coincidencias me asombran. Son ellas las que me llevan a vivir las experiencias de los demás. Escribir es vivir la vida de los autores que uno ama. Aunque por otro lado, escribir tampoco es lo más importante para mí.
Vida útil
Cuesta creerle. Miro a mi alrededor. Este mismo despacho tan atestado de libros conserva variados fetiches literarios. En el suelo, junto a mis pies, observándome desde abajo, descansa un retrato enmarcado de Peter Handke. Parece encontrarse aquí de forma provisional. Abandonado a su suerte o quizás defenestrado de su antiguo lugar en el corredor principal. Seguramente es la suma de una y otra cosa.
–Handke ya no es el escritor que fue. Me gustaron mucho sus primeros libros. Pero poco a poco su escritura ha ido derivando en algo bastante etéreo o desabrido. Al contrario de lo sucedido con Thomas Bernhard, que supo mantener el tono literario a lo largo de su vida. Por otro lado, tampoco me parece extraño lo que ocurre con los últimos libros de Handke. Un escritor, por bueno que sea, tiene una vida creativa de veinte años. No más. Esta es, me parece, la duración natural y los escritores deberíamos no solamente saberlo (ya lo sabemos todos) sino tenerlo bien presente. Claro que hay excepciones. Thomas Mann es una gran excepción. Pero todos, incluso los mejores, tienen sus límites de tiempo creador. Así ocurre con los narradores y de manera más evidente en los poetas. Y si estos últimos reconocen los motivos de un silencio a tiempo, los narradores parecen querer resistirse a esta evidencia. A mi modo de ver los mejores libros de Handke son los de sus primeros veinte años de escritor. Luego resulta difícil –por no decir imposible– mantener ese tono de alto nivel literario.
¿Cuál cree entonces que es su mejor momento creativo?
–Lo que yo hago no cuenta –dice y sonríe como si nuestra conversación no lo tuviera como tema–. Es cierto. No tiene importancia. Le hablo en serio. Yo empecé a escribir muy tarde, a los cuarenta años. Por cansancio. Por enfermedad. No sé decirle. Tuve una crisis importante. Y desde entonces escribo sin ningún tipo de ambición. Por una necesidad imperiosa de realizar un trabajo muy privado. Seguramente como un medio de defensa. El ejercicio de escribir, para mi sorpresa, se ha ido convirtiendo en algo cada vez más importante para mí. Creo que seguiré escribiendo hasta la muerte. He pasado toda mi vida dando clases y ya estoy cansado. La Universidad ya no es lo que era. Los escritores ya no estamos bien vistos en este Reino del Saber y de la Gran Burocracia. Por otro lado, la literatura exige todo mi tiempo. Mi idea es retirarme a escribir a una cabaña que tengo por algún lugar. Sin embargo, tampoco quiero depender de la literatura. He visto a muchos escritores malograrse por requerimientos de publicación. Es algo importante a tener en cuenta. No hay que depender económicamente de la literatura porque entonces se escriben cosas para los demás y no para uno mismo.
En su libro Los anillos de Saturno usted ha manifestado que no sabe si se sigue escribiendo por costumbre, o por afán de prestigio, o porque no se ha aprendido otra cosa, o por sorpresa ante la vida, por amor a la verdad, por desesperación o indignación, así como tampoco se siente capaz de decir si mediante la escritura uno se vuelve más inteligente o más loco.
–No concedo entrevistas. Tengo fama de huraño y reconozco serlo. No me gustan las lecturas públicas ni las presentaciones de libros. Suelo negarme a esta clase de eventos. Hago lo mínimo para poder sobrevivir como escritor frente a mi editor. Pero volviendo a lo que me decía, todas las razones son válidas para la escritura. O casi todas. Porque al parecer hoy en día todo el mundo puede escribir. La literatura se ha convertido en un gran supermercado.
Estará entonces de acuerdo con quienes dicen que los escritores se dividen en dos grupos, los que escriben y los que se pasean por los medios de comunicación diciendo que escriben...
–Por supuesto. Y lo paradójico es que esta denuncia la repiten, a veces, los mismos impostores literarios. Los que alimentan el fuego de la publicidad literaria. Y lo peor es que esta segunda categoría de autores está creciendo de forma imparable. Antes, en Suiza, por dar un ejemplo a mano, había dos escritores, Max Fritz y Friedrich Dürrenmat. Ahora, y le estoy hablando de forma deliberada de un país muy pequeño, hay tantos escritores como tipos de yogures. De vainilla, de fresa, de fresa y chocolate. Dentro de nada podremos disponer de escritores a la carta.
A lo largo de nuestra conversación coincidimos en que el mercado del libro y el áurea publicitaria que éste irradia no permite que los lectores podamos disfrutar de los buenos libros que todavía se publican. Una gran ola de basura literaria nos inunda de forma permanente. Además, le comento, el mercado editorial fabrica novelistas en serie.
–Como champiñones. Se publican muy pocas novelas realmente buenas. Las novelas entendidas como normales no me interesan en absoluto. La novela es ahora un género artificial. Quiero decir, nada verdadero en el más puro sentido literario. Con frases típicas y frívolas. Sin ningún afán estilístico ni sentido musical. Novelistas que siguen las tendencias de la moda. Ensayistas que se limitan a ser graciosos y a complacer su afán deprotagonismo. El texto de la novela requiere alguna suerte de artificio por parte del autor. Algo que resulte elaborado. Una apuesta por el lenguaje. Esto es lo que pienso. No me importa si dicen de mí que soy un escritor anticuado. Soy anticuado.
Nadie lo diría al verlo. Pero Sebald tampoco tiene aspecto de viajero, profesor o ermitaño. Ni siquiera se parece a un personaje sacado de sus libros porque Sebald es exactamente como la prosa que escribe: límpida, culta, inteligente, rara.
Nítida y circular como un sendero alpino. Con una mirada joven de corredor veloz y el cabello de un blanco fantasmal y peregrino.
–Tal vez tengo esta suerte: no parezco un escritor. De hecho, y tal como están las cosas, lo único sensato sería retirarme a vivir en una cabaña, en el campo. Dejar de dar clases porque la Universidad acaba con la vida literaria de uno. Hay que irse. Todo se destruye.

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